Capítulo 21

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

Joona Linna conduce a gran velocidad por Valhallavägen, pasando por delante del estadio en el que se celebraron los Juegos Olímpicos de verano de 1912. Cambia de carril, adelanta a un Mercedes por la derecha y vislumbra la fachada de ladrillo rojo de Sophiahemmet entre los árboles. Las ruedas del vehículo resuenan sobre una gran plancha de metal y el comisario acelera para adelantar a un autobús azul de línea que está a punto de abandonar su parada. El conductor, molesto, toca el claxon largamente cuando Joona gira justo delante de él. El agua de un charco gris salpica los coches aparcados y la acera nada más dejar atrás Tekniska Högskolan.

Joona se salta un semáforo en rojo en Norrtull, pasa por Stallmästaregärden y tiene tiempo de acelerar casi hasta ciento ochenta kilómetros por hora en el corto tramo de la carretera de Uppsala, antes de que la salida gire abruptamente bajo la autovía y suba hacia el Karolinska.

Cuando aparca junto a la puerta principal ve varios coches de policía con las luces azules aún encendidas, iluminando la fachada marrón del hospital de manera intermitente. Un grupo de periodistas rodea a unas enfermeras; están delante de la amplia entrada, tiritando, sus rostros reflejan miedo y un par de ellas lloran abiertamente ante las cámaras.

Joona intenta entrar pero en seguida lo detiene un policía joven que camina nervioso de un lado a otro.

– No se puede pasar -le dice poniéndole la mano en el pecho.

Joona observa sus estupefactos ojos azules, aparta la mano del agente y dice tranquilamente:

– Judicial.

La mirada del joven revela desconfianza.

– Identificación, por favor.

– Joona, por aquí, date prisa.

Carlos Eliasson, el jefe de la Dirección Nacional de Policía Judicial, está de pie haciéndole gestos con la mano bajo la pálida luz amarillenta de la recepción. Ve a través de la ventana a Sunesson sentado en un banco, sollozando con el rostro contraído. Un compañero más joven está sentado a su lado, rodeándole los hombros con el brazo.

Joona le muestra la identificación al agente de la puerta y éste se aparta, huraño. Amplias áreas del vestíbulo están acordonadas. Las cámaras de los periodistas lanzan destellos en el exterior de las paredes de cristal y dentro del hospital toman fotografías los técnicos forenses.

Carlos está al mando de la operación y es responsable tanto de la dirección general y estratégica como de la operativa y la táctica. Da algunas rápidas instrucciones al coordinador del equipo forense y luego se vuelve hacia Joona.

– ¿Lo habéis cogido? -pregunta el comisario.

– Los testigos dicen que salió por el vestíbulo ayudándose de un andador -dice Carlos, agobiado-. Lo hemos encontrado abandonado ahí abajo, junto a la parada del autobús. -Mira su bloc de notas-. Han salido dos autobuses, siete taxis y también algunos transportes para discapacitados…, aproximadamente una decena de coches particulares y sólo una ambulancia.

– ¿Habéis bloqueado las salidas?

– Es demasiado tarde para eso.

Carlos hace una seña a un agente de uniforme para que se acerque.

– Los autobuses están localizados: no hemos encontrado nada -dice el policía.

– ¿Radiotaxis? -pregunta Carlos.

– Hemos terminado con Taxi Stockholm y Taxi Kurir, pero…

El hombre hace un gesto vago en el aire, como si no recordara lo que iba a decir.

– ¿Te has puesto en contacto con Erik Maria Bark? -le pregunta entonces Joona a Carlos.

– Lo hemos llamado: no contesta al teléfono, pero seguimos intentándolo.

– Hay que darle protección.

– ¡Rolle! -grita Carlos-. ¿Has localizado a Bark?

– Acabo de llamarlo -contesta Roland Svensson.

– Pues vuelve a hacerlo -dice Joona.

– Tengo que hablar con Ornar de la central de comunicaciones -dice Carlos, y mira a su alrededor-. Alertaremos a todas las unidades del país.

– ¿Qué quieres que haga?

– Quédate aquí, comprueba si he pasado algo por alto -indica Carlos, y acto seguido llama a Mikael Verner, uno de los técnicos del grupo de homicidios-: Informa al comisario Linna de lo que habéis encontrado hasta ahora -ordena.

Verner mira a Joona inexpresivamente y responde con voz nasal:

– Una enfermera muerta… Varios testigos vieron al sospechoso salir con un andador.

– Enséñamelo -dice Joona, y a continuación suben juntos por la empinada escalera, ya que aún no se han terminado de inspeccionar los ascensores.

Observa las pisadas rojas que Josef Ek ha dejado al bajar descalzo hacia la salida. En el aire flota un olor a electricidad y a muerte. El rastro ensangrentado de una mano en la pared, aproximadamente donde antes estaba el carro de la comida, indica que ha tropezado o ha necesitado apoyarse. En la puerta metálica del ascensor hay también sangre y algo que parece el rastro dejado por una frente y una nariz al apoyarse.

Continúan por el pasillo y se detienen en el umbral de la habitación donde Joona ha tenido un encuentro con Josef hace tan sólo algunas horas. Un charco de sangre casi negra se extiende alrededor de un cuerpo que yace en el suelo.

– Era enfermera -dice Verner, sereno-. Ann-Katrin Eriksson.

Joona observa el pelo castaño claro y los ojos sin vida de la mujer, que tiene el uniforme enrollado por encima de las caderas. Parece como si el asesino hubiera intentado subírselo, piensa.

– El arma homicida es probablemente un escalpelo -informa Verner secamente.

Joona murmura algo, coge su teléfono y llama a la prisión de Kronoberg.

Una somnolienta voz masculina contesta algo que Joona no consigue entender.

– Soy Joona Linna -dice rápidamente-. Quiero saber si Evelyn Ek sigue aún ahí.

– ¿Qué?

Joona repite secamente:

– ¿Evelyn Ek está en el centro?

– Tendrá que preguntárselo al oficial de guardia -contesta la voz, enfadada.

– ¿Puede pasarme con él, por favor?

– Un momento -dice el hombre, y se aparta del teléfono.

Joona oye que se aleja y una puerta que chirría. Luego percibe un intercambio de palabras y un golpe. Mira el reloj. Ya lleva diez minutos en el hospital.

Baja nuevamente por la escalera y continúa hacia la entrada principal con el teléfono pegado a la oreja.

– Aquí Jan Persson -dice una voz amable.

– Joona Linna, de la judicial. Quiero saber qué hay de Evelyn Ek -dice brevemente.

– Evelyn Ek-dice Jan Persson, dubitativo-. Ah, sí, ella… La hemos soltado. No ha sido fácil, no quería marcharse: quería quedarse aquí.

– ¿La han dejado en libertad?

– No, no, el fiscal ha estado aquí, ella está en… -Joona oye que Persson hojea unos papeles-. Está en uno de nuestros pisos protegidos.

– Bien -asiente él-. Ponga agentes de guardia en su puerta, ¿entendido?

– No somos idiotas -replica Persson, arrogante.

Joona finaliza la llamada y va al encuentro de Carlos, que está sentado en una silla con un ordenador sobre las rodillas. Una mujer está de pie a su lado, señalando la pantalla.

Ornar, de la central de comunicaciones, repite el código Echo en su radio, el que se utiliza en las operaciones con unidades caninas. Joona supone que a esas alturas ya habrán localizado la mayoría de los vehículos policiales sin obtener resultados.

Hace una señal a Carlos pero no consigue atraer su atención, así que decide salir por una de las puertas de cristal. Fuera está oscuro y hace frío. El andador está abandonado en la parada de autobuses vacía. Joona echa un vistazo a su alrededor. Pasea la mirada por el grupo de gente que observa el trabajo policial desde fuera de la zona acordonada, contempla la luz azul, los movimientos nerviosos de los agentes y los flashes de las cámaras de los fotógrafos, y finalmente su mirada se centra en el aparcamiento, en las fachadas oscuras de los diferentes edificios del complejo hospitalario.

De pronto echa a andar rápidamente, pasa por encima de la banda de plástico ondeante que acordona la zona, se abre camino entre el grupo de curiosos y mira en dirección al cementerio del Norte. Continúa hasta Solna Kyrkoväg, camina a lo largo de la valla e intenta distinguir algo entre las siluetas negras de árboles y lápidas. Una red de senderos débilmente iluminados discurre por una extensión de unas sesenta hectáreas con zonas conmemorativas, jardines, un crematorio y treinta mil tumbas.

Joona pasa ante la garita que hay junto a la verja, acelera el paso, mira hacia el obelisco de color claro de Alfred Nobel y continúa por delante de la gran capilla.

De repente el silencio es total. La alarma del hospital ha dejado de oírse. Hay un susurro entre las ramas desnudas de los árboles y los pasos del comisario resuenan débilmente mientras camina entre las lápidas y las cruces. Se oye el motor de un vehículo a lo lejos, en la autovía, y un crujido procedente de un montón de hojas secas que hay bajo un arbusto. Aquí y allá se ven velas encendidas dentro de contenedores de cristal empañados.

Joona se encamina hacia el extremo este del cementerio, la zona que da al acceso a la autovía, y de repente ve a unos cuatrocientos metros que alguien se mueve en la oscuridad, entre las altas lápidas, en dirección a la secretaría. Se detiene y aguza la mirada. La silueta camina titubeante, encorvada hacia adelante. Joona echa a correr entonces entre lápidas y plantas, llamas oscilantes y ángeles de piedra. Ve que la pequeña figura se apresura entre los árboles, sobre la hierba helada. La ropa blanca ondea tras él.

– ¡Detente, Josef! -grita.

El chico se oculta de su visita tras un gran panteón con una valla de hierro colado y gravilla. Joona desenfunda el arma y le quita el seguro con rapidez. Corre desplazándose de costado, divisa de nuevo al chico, vuelve a gritarle que se detenga y apunta a su muslo derecho. Pero de repente una anciana se interpone entre ambos: estaba inclinada sobre una tumba y se ha levantado; su rostro está en plena línea de tiro. A Joona se le encoge el estómago mientras Josef desaparece nuevamente tras un seto de cipreses. El comisario baja entonces el arma y va tras él. Cuando pasa junto a la mujer, la oye gimotear que sólo quería encender una vela en la tumba de Ingrid Bergman. Sin mirarla, le grita que se trata de un asunto policial y vuelve a otear en la oscuridad. Josef ha desaparecido entre los árboles y las lápidas. Las escasas farolas iluminan tan sólo áreas pequeñas, un banco de color verde o unos pocos metros de sendero de grava. Joona coge el teléfono, marca el número de la central de comunicaciones y solicita refuerzos inmediatos, es una situación peligrosa, necesita una unidad completa, al menos cinco vehículos y un helicóptero. Asciende rápidamente en diagonal por una pendiente, pasa por encima de una valla baja y luego se detiene. Oye unos ladridos lejanos y un crujido en un sendero un poco más adelante. De inmediato echa a correr en esa dirección, ve a alguien moverse agazapado entre las lápidas, lo sigue con la mirada e intenta acercarse, encontrar una línea de tiro si consigue identificarlo. Unos pájaros negros levantan el vuelo. Un cubo de basura se vuelca. De repente ve a Josef correr encorvado por detrás de un seto marrón, helado. Joona tropieza y rueda cuesta abajo por una pendiente hasta dar contra un soporte con regaderas y jarrones cónicos. Cuando se incorpora ya no ve al chico. El pulso le retumba en las sienes. Nota que se ha hecho un arañazo en la espalda. Tienes las manos frías y entumecidas. Cruza el sendero de grava y mira a su alrededor. Tras el edificio de la secretaría divisa un coche con el emblema de la ciudad de Estocolmo en la puerta. El vehículo da media vuelta lentamente, las luces rojas traseras desaparecen y el haz de los faros delanteros se desliza sobre los árboles y de repente ilumina a Josef, que se detiene tambaleante en el estrecho sendero. La cabeza le cuelga pesadamente hacia adelante mientras da un par de pasos cojeando. Joona corre tan de prisa como puede. Entonces ve que el coche se ha detenido, la puerta delantera se abre y de él sale un hombre con barba.

– ¡Policía! -grita.

Pero no lo oyen.

Dispara al aire y el hombre de la barba mira en su dirección. Pero Josef se está aproximando a él con el escalpelo en la mano. Todo se desarrolla en unos pocos segundos. No hay posibilidad de llegar. Joona se apoya en una lápida, la distancia hasta el chico es de más de trescientos metros, seis veces más que la del campo de entrenamiento de tiro. El punto de mira oscila ante Joona. Es difícil ver nada, parpadea y aguza la mirada. La figura grisácea disminuye de tamaño y se oscurece. La rama de un árbol se cruza una y otra vez en su línea de tiro. El hombre de la barba se vuelve hacia Josef y da un paso atrás. Tratando de mantener la mano firme, el comisario aprieta el galillo. El disparo se produce y el retroceso sacude su brazo hasta el hombro. La pólvora le escuece en la mano helada. La bala desaparece sin rastro entre los árboles, el eco del tiro se desvanece. Vuelve a apuntar y entonces ve cómo Josef acuchilla al hombre de la barba en el estómago. Brota la sangre, Joona dispara, la bala atraviesa la ropa del chico, él se tambalea y suelta el escalpelo, se palpa la espalda, da algunos pasos y se mete en el coche. Joona echa a correr para alcanzar el sendero, pero Josef ya ha puesto el vehículo en marcha, pasa por encima las piernas del hombre de la barba y luego se aleja a toda velocidad. Cuando el comisario se percata de que no le va a dar tiempo a llegar al sendero, se detiene y apunta con la pistola a la rueda delantera, dispara y acierta. El coche se desvía un poco de su trayectoria pero continúa avanzando, aumenta la velocidad y desaparece en dirección a la salida de la autovía. Joona guarda el arma, saca su teléfono e informa de la situación a la central de comunicaciones, solicita hablar con Ornar y repite que necesita un helicóptero.

El hombre de la barba sigue con vida, aunque un reguero de sangre oscura procedente de la herida del estómago le resbala entre los dedos y parece tener las dos piernas rotas.

– Sólo era un chaval -repite, conmocionado-. Sólo era un chaval.

– La ambulancia está de camino -dice Joona, y por fin oye el sonido del rotor del helicóptero sobre el cementerio.


Es muy tarde cuando Joona levanta el teléfono en su despacho de la comisaría, marca el número de Disa y aguarda a que ella responda.

– Déjame en paz -dice, cansada.

– ¿Estabas dormida? -pregunta Joona.

– Pues claro.

Se hace el silencio por un momento.

– ¿Estaba rica la comida?

– Sí que lo estaba.

– Supongo que entiendes que…

Joona se interrumpe, la oye bostezar y sentarse en la cama.

– ¿Estás bien? -pregunta ella.

Él se mira las manos. Aunque se las ha lavado a conciencia, le parece que los dedos aún huelen débilmente a sangre. Permaneció arrodillado durante un rato, presionando la herida del estómago del hombre cuyo coche se llevó Josef Ek. El herido estuvo consciente todo el tiempo, habiéndole ansioso sobre su hijo; le contó que acababa de terminar el bachillerato y que por primera vez iba a viajar solo al norte de Turquía para conocer a sus abuelos paternos. Luego el hombre miró a Joona, observó sus manos sobre el estómago y constató sorprendido que la herida no le dolía en absoluto.

– ¿No es extraño? -dijo mirándolo con los ojos brillantes y claros de un niño.

Joona trató de hablarle con tranquilidad, explicándole que las endorfinas hacían que por el momento no notara el dolor. Su cuerpo se encontraba en estado de shock y optaba por ahorrar una sobrecarga al sistema nervioso.

El hombre guardó silencio unos instantes y luego le preguntó, muy sereno:

– ¿Esto es lo que uno siente al morir? -Casi intentó sonreír-. ¿No duele?

Joona abrió la boca para contestarle, pero en ese mismo momento llegó la ambulancia y notó que alguien le apartaba lentamente las manos del vientre del hombre y lo separaba de él unos metros para que los paramédicos pudieran colocarlo sobre una camilla.

– Joona, ¿cómo estás? -pregunta de nuevo Disa.

– Estoy bien -dice él.

La oye moverse, parece como si estuviera bebiendo agua.

– ¿Quieres otra oportunidad? -pregunta ella a continuación.

– Por supuesto.

– Aunque pasas de mí… -dice con dureza.

– Sabes que no es verdad -repone él, y de repente oye lo terriblemente cansada que suena su voz.

– Perdona -dice ella-. Me alegro de que estés bien.

Finalizan la llamada y Joona permanece sentado un momento, escuchando el silencio que reina en la comisaría. Acto seguido se levanta, saca el arma de la funda que está colgada detrás de la puerta, la abre y se dispone a limpiarla cuidadosamente y a engrasar cada pieza. Luego vuelve a montarla, va hasta el armero y la guarda bajo llave. El olor a sangre se ha ido; no obstante, sus manos huelen ahora intensamente a lubricante para armas. A continuación se sienta y redacta un informe para Petter Näslund, su superior más directo, en el que le refiere por qué ha considerado que estaba justificado usar su arma reglamentaria.

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