Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía
Kennet Sträng se detiene a escuchar antes de avanzar lentamente por la escalera. Lleva la pistola apuntando al suelo, pegada al cuerpo. La luz del día entra en el pasillo desde la cocina. Simone sigue a su padre y piensa que el adosado de la familia asesinada le recuerda a la casa en la que Erik y ella vivían cuando Benjamín era pequeño.
Se oyen crujidos en algún lugar…, en el suelo, en el interior de las paredes.
– ¿Es Josef? -susurra Simone.
Carga con la linterna, los planos y la palanca, lo que hace que sienta las manos dormidas. El peso de la herramienta para forzar puertas es casi insoportable.
De pronto reina el silencio en la casa; los ruidos que han oído antes, los crujidos y los golpes amortiguados, han cesado repentinamente.
Kennet le dirige un gesto rápido con la cabeza, quiere que bajen al sótano. Ella asiente, aunque cada músculo de su cuerpo se lo desaconseja.
Según los planos, sin duda el mejor sitio para esconderse en la casa es el sótano. Kennet ha hecho algunas marcas en ellos con un bolígrafo. Ha señalado el espacio que ocupa la vieja caldera de combustible, donde podría levantarse un tabique y crear un habitáculo que resultara prácticamente inencontrable. El otro punto que Kennet ha señalado se encuentra inmeditamente debajo del tejado abuhardillado.
Junto a la escalera de madera de pino que conduce al piso superior hay una abertura, estrecha y sin puerta. En la pared aún pueden verse unas pequeñas bisagras de la antigua barrera de protección para los niños. La baranda de la escalera de hierro que baja al sótano casi parece de fabricación casera, las soldaduras son grandes y toscas, y los escalones están enmoquetados con un basto fieltro de color gris.
Kennet pulsa el interruptor de la luz un par de veces pero ésta no se enciende; la bombilla debe de estar fundida.
– Quédate aquí -dice en voz baja.
Simone siente una breve oleada de pánico. Del sótano asciende un olor denso, polvoriento, que le hace pensar en vehículos pesados.
– Dame la linterna -dice él, y alarga la mano.
Ella se la tiende despacio. Él sonríe brevemente, la coge, la enciende y sigue bajando con cuidado.
– ¿Hola? -grita Kennet secamente-. ¿Josef? Tengo que hablar contigo.
En el sótano no se oye nada. Ni un tintineo, ni una respiración.
Simone agarra la palanca y espera.
El haz de la linterna ilumina únicamente las paredes y el techo de la escalera, mientras que la oscuridad del sótano mantiene su densidad. Kennet continúa bajando y la luz comienza a enfocar entonces algunos objetos sueltos: una bolsa de plástico blanco, la tira reflectante de un viejo cochecito de bebé, el cristal de un cartel de cine enmarcado.
– Creo que puedo ayudarte, Josef -dice Kennet en un tono de voz más bajo.
Cuando por fin alcanza el sótano, hace un barrido a su alrededor con la linterna para asegurarse de que nadie se aproxima corriendo desde su escondite. El estrecho haz de luz se desliza por el suelo y las paredes, ilumina objetos cercanos y proyecta sombras sesgadas y oscilantes. Luego Kennet vuelve a empezar y revisa la estancia tranquila y sistemáticamente con el haz de la linterna.
Simone empieza a descender por la escalera. Bajo sus pies, la estructura metálica produce un sonido sordo.
– Aquí no hay nadie -dice Kennet.
– ¿Y qué es lo que hemos oído, entonces? Algo ha tenido que producir el ruido -replica ella.
La luz del día se filtra en el sótano a través de una pequeña claraboya en el techo. Los ojos de ambos se acostumbran poco a poco al débil resplandor. El lugar está lleno de bicicletas de distintos tamaños, un cochecito de bebé, trineos, esquís y un horno portátil, adornos navideños, diversos rollos de papel pintado y una escalera de mano con manchas de pintura blanca. En una caja alguien ha escrito con un grueso rotulador: «Cómics de Josef.»
De pronto Simone oye un repiqueteo en el techo, se vuelve hacia la escalera y luego hacia su padre, que camina lentamente hacia una puerta en el otro extremo de la estancia y no parece haberse percatado del ruido. Simone choca con un caballo balancín al tiempo que Kennet abre la puerta y echa un vistazo al lavadero, donde hay una lavadora vieja, una secadora y una antigua plancha de rodillo. Junto a una bomba de calor puede verse un armario grande cubierto por una vieja cortina.
– Aquí no hay nadie -dice él volviéndose hacia Simone.
Ella lo mira y al mismo tiempo advierte a su espalda la sucia cortina. La tela no se mueve en absoluto, pero sin embargo se hace notar.
– ¿Simone?
Hay una mancha de humedad en la tela, un pequeño óvalo, como el que formaría una boca que exhalara el aliento.
– Saca el plano -pide Kennet.
De repente a ella le parece ver que el óvalo húmedo se hunde hacia adentro.
– Papá… -susurra.
– ¿Sí? -contesta él al tiempo que se apoya contra el marco de la puerta; luego enfunda su pistola y se rasca la cabeza.
Entonces se oye un nuevo crujido, Simone se vuelve y ve que el caballo aún se balancea.
– ¿Qué pasa, Sixan?
Kennet camina hacia ella, le coge el plano de la mano, lo coloca sobre un colchón que está enrollado en el suelo, lo enfoca con la linterna y lo voltea. Luego levanta la mirada, la dirige de nuevo al plano y va hasta una pared de ladrillo junto a la que hay una vieja litera desmontada y un armario con chalecos salvavidas de color naranja. En un panel de herramientas hay colgados escoplos, diferentes sierras y sargentos. El espacio junto al martillo está vacío: falta el hacha de mayor tamaño.
Kennet mide la pared y el techo con la mirada, se inclina hacia adelante y golpea el tabique.
– ¿Qué ocurre? -pregunta Simone.
– Esta pared debe de tener por lo menos diez años.
– ¿Hay algo detrás?
– Sí, creo que sí: una habitación bastante grande.
Kennet ilumina de nuevo con la linterna la pared y el suelo bajo la litera. Las sombras se deslizan por el sótano.
– Enfoca ahí -pide Simone señalando el piso junto al armario.
Algo ha arañado el suelo de hormigón repetidas veces y ha dejado una marca en forma de arco.
– Detrás del armario -dice ella.
– Sujeta la linterna -pide su padre y saca la pistola.
De repente se oye algo tras el armario. Suena como si alguien se desplazara lentamente en el interior, con movimientos precisos pero lentos.
Simone nota que su corazón se acelera. «Dios mío, hay alguien ahí detrás», se dice. Le gustaría gritar el nombre de su hijo, pero de inmediato piensa que no sería prudente hacerlo.
Kennet le hace un gesto con la mano para que retroceda, ella se dispone a decir algo cuando el tenso silencio de repente estalla. En el piso de arriba se oye una fuerte detonación, de madera haciéndose astillas. A Simone se le cae la linterna al suelo y se hace la oscuridad. Pasos rápidos retumban de repente en el techo sobre sus cabezas, suena un repiqueteo, cegadores haces de luz se desplazan como grandes olas escaleras abajo y por el interior del sótano.
– ¡Échate al suelo! -vocifera un hombre histérico-. ¡Al suelo!
Simone está petrificada de pies a cabeza, cegada como un animal nocturno ante un coche que se aproxima por la autopista.
– ¡Túmbate! -grita Kennet.
– ¡Cierra el pico! -grita alguien.
– ¡Abajo, abajo!
Simone no comprende que los hombres se refieren a ella hasta que recibe un fuerte golpe en el estómago y la empujan contra el suelo de hormigón.
– ¡Al suelo, he dicho!
Ella intenta respirar, tose e inspira con fuerza. Un resplandor intenso inunda entonces el sótano. Unas figuras negras tiran de ellos y los empujan hacia el piso de arriba por la estrecha escalera. Simone tiene las manos esposadas a la espalda, le cuesta caminar, cojea y se golpea la mejilla contra el filo de la barandilla metálica.
Trata de volver la cabeza pero alguien se la sujeta con brusquedad y la presiona con dureza contra la pared junto a la puerta del sótano.
Unas figuras parecen estar observándola fijamente. Simone parpadea a la luz del día, le cuesta ver bien. Percibe fragmentos de una conversación más alejada y reconoce la voz austera y rigurosa de su padre. Es una voz que le hace pensar en el olor a café de las mañanas de colegio, mientras el programa radiofónico «Dagens Eko» emitía las noticias del día.
Es ahora cuando se da cuenta de que la gente que ha entrado en la casa son agentes de policía. Quizá algún vecino haya visto la luz de la linterna de Kennet y haya llamado a emergencias.
Un agente de unos veinticinco años con ojeras y unas marcadas líneas de expresión la observa con ojos desorbitados. Lleva la cabeza afeitada, lo que deja a la vista un cráneo tosco, lleno de protuberancias. El tipo se pasa varias veces la mano por el cuello, ansioso, y pregunta con frialdad:
– ¿Cómo te llamas?
– Simone Bark -responde ella con voz temblorosa-. Estoy aquí con mi padre, que es…
– Te he preguntado cómo te llamabas -la interrumpe el agente elevando el tono.
– Tranquilo, Ragnar -dice un compañero.
– Eres una sabandija -continúa él vuelto hacia Simone-. Eso es lo que opino sobre la gente a la que le gusta ver sangre.
Resopla y luego se vuelve de espaldas. Ella aún oye la voz de su padre. Kennet habla en un tono monótono, cansado.
Simone ve entonces que uno de los agentes sale de la casa con su billetera.
– Disculpe -dice dirigiéndose a una mujer policía-, oímos a alguien ahí abajo…
– Cierra el pico -la interrumpe ella.
– Mi hijo…
– Que cierres el pico, he dicho. Ponle cinta. Hay que ponerle cinta.
Simone ve que el policía que la ha llamado sabandija saca un rollo de cinta ancha, pero se detiene cuando la puerta de entrada se abre y en el vestíbulo entra un hombre alto y rubio con unos agudos ojos grises.
– Joona Linna, de la judicial -dice con un marcado acento finlandés-. ¿Qué tenéis?
– Dos sospechosos -contesta la mujer policía.
Joona mira a Kennet y a Simone.
– Yo me encargo -dice-. Esto es un error.
En las mejillas del comisario se forman dos hoyuelos cuando ordena que suelten a los sospechosos. La mujer policía camina hasta Kennet, le quita las esposas al tiempo que se disculpa y luego intercambia algunas palabras con él. Se la ve intensamente ruborizada y tiene rojas hasta las orejas.
El tipo de la cabeza afeitada, en cambio, se limita a dar algunos pasos frente a Simone mientras la mira fijamente.
– Suéltala -ordena Joona.
– Se ha resistido violentamente y me he lesionado el pulgar -contesta.
– ¿Piensas detenerlos? -inquiere Joona.
– Sí.
– ¿A Kennet Sträng y a su hija?
– No me importa quiénes sean -replica el agente con evidente agresividad.
– Ragnar-dice la mujer policía en tono tranquilizador-, es un colega.
– Es ilegal irrumpir en la escena de un crimen, y te prometo…
– Tranquilízate -lo interrumpe Joona con decisión.
– ¿Acaso estoy equivocado? -pregunta el agente.
Kennet ha llegado hasta él, pero no dice nada.
– ¿Estoy equivocado? -repite Ragnar.
– Luego hablamos sobre eso -contesta Joona.
– ¿Por qué no ahora?
El comisario baja entonces la voz y replica secamente:
– Por tu bien.
La mujer policía se dirige de nuevo hacia Kennet, se aclara la voz y dice:
– Sentimos lo ocurrido, mañana le haremos llegar una tarta con nuestras disculpas.
– Está bien -contesta Kennet al tiempo que ayuda a Simone a levantarse del suelo.
– El sótano -dice ella entonces casi de manera inaudible.
– Yo me encargo -asiente Kennet, y se vuelve hacia Joona-. Hay una o varias personas en un cuarto oculto en el sótano, detrás del armario con los chalecos salvavidas.
– Escuchadme -llama el comisario dirigiéndose a los policías-. Tenemos motivos para pensar que el sospechoso se encuentra en el sótano. Yo estoy al mando, ¿entendido? Si se da una situación en la que haya implicados rehenes, yo actuaré como negociador. El sospechoso es un tipo peligroso, pero si tenéis que abrir fuego, disparad en primer lugar a las piernas.
Joona se coloca un chaleco antibalas y se lo abrocha. Luego manda a dos agentes a la parte de atrás de la casa y reúne a su alrededor a un grupo de operación. Todos escuchan las rápidas instrucciones y a continuación desaparecen junto con él por la puerta del sótano, con la escalera metálica retumbando bajo su peso.
Kennet está de pie abrazando a Simone mientras le repite una y otra vez que todo saldrá bien. Ella está tan asustada que tiembla toda. Lo único que desea es poder oír la voz de su hijo en el sótano, reza para poder oírla de un momento a otro.
Tras un breve instante, Joona regresa junto a ellos con el chaleco antibalas en la mano.
– Ha escapado -dice, adusto.
– Benjamín…, ¿dónde está Benjamín? -pregunta Simone.
– Aquí no -contesta el comisario.
– Pero esa habitación…
Simone se dirige hacia la escalera, Kennet intenta retenerla pero ella se suelta, se abre paso ante Joona y se apresura escaleras abajo. El sótano está iluminado ahora como en un día de verano. Tres focos con pie llenan la habitación de luz. La escalera de mano manchada de pintura ha sido movida de su sitio y ahora está bajo la pequeña claraboya abierta. El armario con los chalecos ha sido desplazado hacia un lado y un policía vigila la entrada al cuarto secreto. Simone camina lentamente hacia él, oye a su padre decir algo a su espalda, pero no comprende las palabras.
– Tengo que hacerlo -dice con voz débil.
El policía levanta una mano y niega con la cabeza.
– Lo siento pero no puedo dejarla pasar -dice.
– Es mi hijo.
Nota los brazos de su padre alrededor pero intenta soltarse.
– No está aquí, Simone.
– ¡Suéltame!
Continúa avanzando y se asoma a la habitación. En su interior Simone ve que hay un colchón tirado en el suelo, montones de cómics antiguos, bolsas vacías de patatas fritas, fundas protectoras para calzado de color azul claro, latas de conservas, varias cajas de cereales y una hacha grande y reluciente.