Capítulo 26

Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía

Erik se despierta en la estrecha cama de su despacho del hospital cuando aún es noche cerrada. Comprueba la hora en su teléfono móvil y ve que son casi las tres. Se toma otra pastilla y se acurruca de nuevo bajo la manta hasta que finalmente el hormigueo se le extiende por todo el cuerpo y la oscuridad lo envuelve por completo.

Cuando se despierta horas después, nota un fuerte dolor en la cabeza. Se toma un analgésico, va hasta la ventana y desliza la mirada por la fachada de enfrente con sus cientos de ventanas. El cielo se ve blanco pero los cristales están aún oscuros. Erik se inclina hacia adelante, nota el frío vidrio contra la nariz e imagina que en ese momento se está devolviendo la mirada a sí mismo desde todas y cada una de esas aberturas.

Deja el teléfono sobre su mesa de escritorio y se desviste. La pequeña cabina de ducha huele a plástico y a desinfectante. El agua caliente le cae sobre la cabeza y el cuello y resuena contra las paredes de plexiglás.

Después de secarse, retira el vaho del espejo, se humedece la cara y se echa crema de afeitar. Accidentalmente, la espuma se le mete por los orificios nasales y Erik la expulsa de un resoplido. La superficie limpia del espejo se va reduciendo a un óvalo cada vez más pequeño mientras él se afeita.

Piensa en que Simone le advirtió que la puerta de entrada estaba abierta la noche antes de que Josef Ek se escapara del hospital. Ella se levantó y la cerró, pero esa vez no pudo haberla abierto Josef Ek. ¿Cómo iba a poder hacerlo? Erik intenta comprender qué pasó la otra noche. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. ¿Cómo consiguió entrar el chico en su casa? Quizá sólo llamó a la puerta hasta que Benjamín se despertó y le abrió. Entonces imagina a los dos muchachos de pie bajo la débil luz de la escalera, mirándose el uno al otro. Su hijo está descalzo, tiene el pelo de punta, lleva puesto su pijama infantil y parpadea mientras observa con ojos cansados al chico mayor. Tal vez alguien podría decir que guardan algún parecido, pero la principal diferencia entre ambos es que Josef ha asesinado a sus padres y a su hermana pequeña, acaba de matar a una enfermera con un escalpelo en el hospital y ha herido gravemente a un hombre en el cementerio del Norte.

– No -dice Erik para sí-. No pudo haber sucedido de ese modo, no cuadra.

¿Quién podría haber entrado? ¿A quién le abriría su hijo la puerta? ¿A quién le daría él o Simone una llave? Quizá Benjamín estuviera esperando a Aida. ¿Y si fue ella? Erik se dice que tiene que pensar en todas las posibilidades. Tal vez Josef tenía un cómplice que lo ayudó con la puerta, tal vez tenía planeado ir a su casa la primera noche pero no logró escapar del hospital. Tal vez por eso la puerta estaba abierta: era lo que él y su compinche habían acordado.

Erik termina de afeitarse, se lava los dientes y coge el teléfono de la mesa, comprueba la hora y luego llama a Joona Linna.

– Buenos días, Erik -dice en el auricular una voz ronca con acento finlandés.

El comisario debe de haber reconocido su número en la pantalla del móvil.

– ¿Lo he despertado?

– No.

– Perdone que lo llame tan temprano pero…

Erik tose.

– ¿Ha pasado algo? -pregunta Joona.

– ¿Han encontrado a Josef?

– Tenemos que hablar con su esposa, repasar los detalles con detenimiento.

– Pero ¿usted cree que fue Josef quien se llevó a Benjamín?

– No, no lo creo, pero tampoco tengo la certeza. Quiero examinar el piso, hablar con los vecinos para tratar de encontrar algún testigo.

– ¿Le pido a Simone que lo llame?

– No será necesario.

Una gota de agua cae del grifo de acero inoxidable y golpea el lavabo con un sonido breve, cortante.

– Sigo pensando que debería usted aceptar la protección policial -dice entonces Joona.

– Estoy en el Karolinska, y no creo que Josef vaya a volver aquí a por mí.

– ¿Y Simone?

– Pregúntele a ella, es posible que haya cambiado de opinión -dice Erik-. Aunque ahora ya tiene a alguien que la proteja.

– Sí, ya me he enterado -dice Joona, animado-. La verdad es que me cuesta un poco imaginar cómo debe de ser tener a Kennet Sträng como suegro.

– A mí también -contesta Erik.

– Ya lo imagino. -Joona ríe y luego guarda silencio.

– ¿Josef intentó huir también el jueves? -pregunta Erik.

– No, creo que no, al menos no hay nada que lo indique. ¿Por qué lo pregunta?

– Alguien abrió la puerta de entrada la noche anterior, igual que el viernes.

– Estoy bastante seguro de que la huida de Josef se produjo al enterarse de que se iba a solicitar su encarcelamiento, y no conoció la noticia hasta el viernes -explica lentamente el comisario.

Erik sacude la cabeza y se pasa el pulgar por la boca mientras observa que el papel pintado del baño semeja la textura de la fórmica.

– No encaja -suspira.

– ¿Vio usted la puerta abierta? -pregunta Joona.

– No, fue Sixan…, Simone, que se levantó.

– ¿Podría tener ella algún motivo para mentir?

– No se me había ocurrido…

– No tiene por qué contestarme ahora.

Erik contempla su rostro en el espejo mientras repasa su razonamiento por segunda vez: tal vez Josef tuviera un cómplice cuya misión fuera tan sólo comprobar la noche anterior al secuestro que la copia de la llave abría la puerta. No obstante, la curiosidad lo pudo y entró en el apartamento, no pudo evitar colarse y observar a la familia dormida. Tal vez la situación le proporcionaba una placentera sensación de control; se le ocurrió gastarles una pequeña broma y dejó el frigorífico y el congelador abiertos. Quizá luego se lo contó todo a Josef, describió su visita, el aspecto de las habitaciones, quién dormía en cada una de ellas.

Eso explicaría por qué Josef no me encontró, piensa Erik. Porque la primera noche estaba durmiendo en la cama junto a Simone.

– ¿Evelyn estaba en la cárcel el miércoles? -pregunta.

– Sí -dice Joona.

– ¿Todo el día y toda la noche?

– Sí.

– ¿Aún está allí?

– Se la ha trasladado a un piso protegido, pero tiene doble vigilancia.

– ¿Ha mantenido contacto con alguien?

– Tiene usted que dejar a la policía hacer su trabajo, lo sabe, ¿no? -dice Joona.

– Yo sólo hago el mío -contesta Erik en voz baja-. Quiero hablar con ella.

– ¿Qué quiere preguntarle?

– Si Josef tiene amigos, si hay alguien que podría estar ayudándolo.

– Eso puedo preguntárselo yo.

– Quizá sepa con quién podría colaborar el chico, quizá conozca a sus amigos y sepa dónde viven.

Joona deja escapar un suspiro:

– Sabe muy bien que no puedo permitirle que investigue por su cuenta, Erik. Aunque personalmente no tuviera ninguna objeción…

– ¿No puedo estar presente cuando usted hable con ella? Llevo muchos años trabajando con personas traumatizadas…

El silencio se instala entre ellos durante unos segundos.

– Reúnase conmigo dentro de una hora en la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal -dice Joona a continuación.

– Estaré allí dentro de veinte minutos -responde Erik.

– Vale, veinte minutos -dice el comisario y finaliza la llamada.

Con la mente en blanco, Erik se dirige entonces a su escritorio y abre el cajón superior. Entre los bolígrafos, las gomas de borrar y las grapas hay varios envases de medicamentos. Saca tres pastillas de un blíster y se las traga.

Piensa que quizá debería decirle a Daniella que no tiene tiempo para asistir a la reunión de la mañana, pero luego lo olvida. Sale de su despacho y se apresura hacia la cafetería. De pie frente al acuario, se toma una taza de café mientras sigue con la mirada a un grupo de tetras neón, observa su expedición por un barco de plástico naufragado y luego envuelve un sandwich en unas servilletas de papel y se lo mete en el bolsillo.

En el ascensor que baja hasta el vestíbulo de entrada, se mira al espejo y encuentra su mirada vacía. Tiene un aire triste, casi ausente. Se observa a sí mismo y piensa en el vacío que uno siente en el estómago cuando cae desde una gran altura, un vacío que es casi sexual y que al mismo tiempo está fuertemente vinculado con el desvalimiento. Casi no tiene fuerzas, pero las pastillas lo hacen ascender a un plano luminoso y definido. «Aguanta un rato más», se dice. Resiste. Lo único que necesita es aguantar lo suficiente para encontrar a su hijo. Luego todo puede desmoronarse.

Mientras conduce hacia su encuentro con Joona y Evelyn, intenta pensar en los distintos lugares en los que ha estado esa semana, y de inmediato se da cuenta de que en varias ocasiones cualquiera ha podido quitarle las llaves y hacer una copia. El jueves, en un restaurante de Sodermalm, colgó la chaqueta con las llaves en el bolsillo lejos de su vista. La ha dejado también en la silla de su despacho en el hospital, colgada de un gancho en la cafetería y en un montón de sitios más. Probablemente, lo mismo es aplicable también a las llaves de Benjamin y de su esposa.

Cuando pasa frente a las obras de remodelación de Fridhemsplan, saca trabajosamente el teléfono del bolsillo de su chaqueta y marca el número de Simone.

– ¿Hola? -contesta ella con voz alterada.

– Soy yo.

– ¿Ha pasado algo? -pregunta.

Se oye un ruido de fondo, como de una máquina, y luego se silencia de repente.

– Sólo quería decir que deberíais comprobar el disco duro: no sólo el correo, sino toda la actividad en general, lo que ha descargado de Internet, qué sitios ha visitado, carpetas temporales, si ha chateado, y…

– Pues claro -interrumpe ella.

– No os molesto más.

– Aún no hemos empezado con el ordenador -dice ella.

– La contraseña es «Dumbledore».

– Ya lo sé.

Erik gira por Polhemsgatan y luego baja por Kungsholmsgatan, pasa por delante de la comisaría y ve cómo ésta cambia de aspecto: la fachada lisa de un oscuro tono cobrizo, la ampliación de hormigón y finalmente el edificio original, alto y enlucido en color amarillo.

– Tengo que colgar -dice ella.

– Simone -dice entonces Erik-, ¿me has contado la verdad?

– ¿A qué te refieres?

– Sobre lo que pasó: que la puerta estaba abierta la noche anterior, que viste a alguien arrastrando a Benjamin por…

– ¿Tú qué crees? -grita ella, y cuelga en el acto.

Erik siente que no tiene fuerzas para buscar aparcamiento; al fin y al cabo una multa no tiene ninguna importancia, tendrá fecha de vencimiento en una vida totalmente diferente. Sin pensarlo, gira justo delante de la comisaría, las ruedas rechinan y se detiene ante la gran escalera que da al Palacio de Justicia. Los faros del coche iluminan una hermosa puerta de madera. Es antigua, hace mucho que ha dejado de utilizarse, y en unas letras grabadas en su superficie puede leerse: «Sección de detectives.»

Sale del coche y se apresura a rodear el edificio, subir la cuesta de Kungsholmsgatan en dirección al parque y luego hacia la entrada del Departamento Nacional de Policía Criminal. Ve a un padre andando con tres niñas ataviadas con las vestiduras propias de la festividad de Santa Lucía encima de sus monos de invierno, las túnicas blancas tirantes sobre las gruesas prendas de abrigo. Las pequeñas llevan unas coronas de luz en la cabeza y una de ellas sostiene una vela de dama de honor en su mano enguantada. Erik piensa de repente que a Benjamín le encantaba que lo llevaran en brazos cuando era niño. Se agarraba con manos y piernas y decía: «Cógeme, eddes gande y fuette, papá.»

La entrada del departamento de policía es un alto y brillante cubo de cristal. Frente a las puertas giratorias montadas en un marco de acero hay un soporte metálico con un teclado numérico de acceso. Erik está jadeando cuando se detiene ante la alfombrilla de goma negra de la entrada, anterior a otra puerta con un nuevo teclado de acceso. En línea recta, en el luminoso vestíbulo, ve que hay dos grandes puertas giratorias más en la pared de cristal con sendos teclados de seguridad. Se dirige a la recepción, que está situada a mano izquierda. Tras el mostrador de madera hay un hombre sentado que está hablando por teléfono.

Erik le explica por qué está allí, el recepcionista asiente brevemente, teclea algo en su ordenador y luego levanta el teléfono.

– Llamo de recepción -dice en voz baja-. Está aquí Erik Maria Bark.

El hombre escucha y luego se vuelve hacia él.

– Ahora baja -dice amablemente.

– Gracias.

Erik se sienta en un banco bajo sin respaldo con unos asientos de piel negra que chirrían. Observa una obra de arte de cristal verde y luego desliza la mirada hacia las puertas giratorias inmóviles. Tras la gran pared de cristal se ve un nuevo pasillo también de cristal que recorre unos veinte metros a través de un patio interior hasta el siguiente edificio. De pronto, Erik ve a Joona Linna, que pasa junto a los sofás que hay a su derecha, pulsa un botón en la pared y sale por las puertas giratorias. Tira una cáscara de plátano a una papelera de aluminio, hace una seña con la mano al hombre de la recepción y luego camina directamente hacia Erik.

Mientras se dirigen a pie hasta la vivienda protegida de Evelyn Ek en la calle Hantverkargatan, Joona intenta resumir lo que ha sucedido durante los interrogatorios con la chica. Le cuenta que confirmó que había ido al bosque con la escopeta con la intención de suicidarse, que Josef llevaba varios años obligándola a acceder a sus pretensiones sexuales, que maltrataba a su hermana pequeña, Lisa, si Evelyn no hacía lo que él quería. Cuando empezó a exigir relaciones sexuales completas, la joven consiguió aplazar el asunto al objetar que eso era ilegal mientras él no tuviera quince años. Cuando se aproximaba el día de su cumpleaños, Evelyn fue a ocultarse a la cabaña de veraneo de su tía materna en Värmdö. Josef la buscó, fue a ver a Sorab Ramadani, su ex novio, y de alguna manera logró que le confesara dónde se escondía su hermana. El día de su decimoquinto cumpleaños fue a visitarla a la cabaña y, cuando ella se negó a mantener relaciones sexuales con él, Josef le dijo que ya sabía lo que sucedería entonces, y que todo sería culpa suya.

– Parece ser que Josef planificó al menos el asesinato de su padre -dice Joona-. Desconocemos los motivos de que él fuera el primero, pero quizá sólo tuvieran que ver con el hecho de que Anders Ek iba a encontrarse solo en un sitio que no era su casa. El lunes, Josef metió en una bolsa de deporte ropa para cambiarse, dos pares de fundas protectoras para calzado, una toalla, el cuchillo de caza de su padre, una lata de gasolina y unas cerillas y luego fue en bicicleta hasta el polideportivo de Rodstuhage. Tras matar a su padre y mutilarlo, le quitó las llaves del bolsillo, fue al vestuario de mujeres, se duchó y se cambió de ropa, después cerró con llave, quemó la bolsa con las prendas ensangrentadas en un parque infantil y volvió en bicicleta a casa.

– Y lo que pasó después en su casa, ¿ocurrió más o menos como lo describió mientras estaba bajo hipnosis? -pregunta Erik.

– Más o menos, no: parece que fue exactamente así -dice Joona, y se aclara la voz-. No obstante, Josef había prometido tan sólo que mataría a su padre, desconocemos la razón por la que de pronto atacó también a su madre y a su hermana pequeña. -Le dirige una mirada triste a Erik y concluye-: Quizá sólo tuvo la impresión de que no había terminado, de que Evelyn aún no había sido suficientemente castigada.

Justo antes de llegar a la iglesia, Joona se detiene frente a un portal, saca su teléfono, marca un número e informa de que ya están allí. Marca el código en el teclado de acceso, abre la puerta y deja pasar a Erik a la sencilla escalera de paredes pintadas con puntos.

Hay dos policías de guardia frente al ascensor cuando llegan al tercer piso. Joona les da la mano y luego abre la cerradura de una puerta de seguridad que carece de ranura para el correo. Antes de abrir del todo, llama con los nudillos.

– ¿Podemos pasar? -pregunta a través de la puerta entreabierta.

– No lo han encontrado, ¿verdad?

Evelyn está de espaldas a la ventana y sus rasgos no se distinguen a contraluz. Erik y el comisario sólo ven una silueta oscura con una melena que brilla al sol.

– No -contesta Joona.

La joven camina hasta la puerta, permite que pasen y echa de nuevo la llave rápidamente. A continuación comprueba la cerradura y, cuando se vuelve hacia ellos, Erik ve que respira trabajosamente.

– Es una vivienda protegida, tienes vigilancia policial -dice Joona-. Nadie puede dar o buscar información sobre ti, tenemos una orden judicial al respecto. Estás a salvo, Evelyn.

– Quizá mientras esté aquí dentro -dice ella-, pero alguna vez tendré que salir, y a Josef se le da bien esperar.

Camina hasta la ventana, mira al exterior y luego se sienta en el sofá.

– ¿Sabes dónde puede estar escondido tu hermano? -pregunta Joona.

– ¿Creen que yo sé algo?

– ¿Es así? -inquiere Erik.

– ¿Me va a hipnotizar?

– No. -Sonríe, sorprendido.

La joven no lleva maquillaje y, cuando lo mira, sus ojos parecen vulnerables y desprotegidos.

– Si quiere, puede hacerlo -dice ella, y luego baja rápidamente la mirada.

En el piso hay un dormitorio con una amplia cama, un par de sillones y un televisor, un cuarto de baño con ducha y una cocina con una zona para comer. Los cristales de las ventanas son todos antibalas, y las paredes están pintadas de un sereno tono amarillo.

Erik mira a su alrededor y sigue a la chica hasta la cocina.

– Muy bonito -comenta.

Ella se encoge de hombros. Va vestida con un jersey rojo y unos vaqueros desgastados, y lleva el pelo recogido de cualquier forma en una coleta.

– Hoy me van a traer algunos objetos personales -dice.

– Eso está bien -señala Erik-. Uno suele sentirse mejor cuando…

– ¿Mejor? ¿Qué sabe usted sobre lo que haría que me sintiera mejor?

– He trabajado con…

– Perdone, pero no me importa en absoluto -lo interrumpe ella-. Dije que no quería hablar con psicólogos ni asistentes sociales.

– No estoy aquí en calidad de eso.

– ¿Entonces?

– He venido para intentar encontrar a Josef.

Ella se vuelve hacia él y le espeta:

– Pues no está aquí.

Sin saber muy bien por qué, Erik decide no contarle nada sobre Benjamín.

– Escucha, Evelyn -dice en cambio tranquilamente-, necesito tu ayuda para poder establecer quiénes son los conocidos de Josef.

Ella tiene una mirada brillante, casi febril.

– Vale -contesta, y frunce un poco los labios.

– ¿Tiene novia?

Los ojos de Evelyn se oscurecen y su boca se tensa.

– ¿Quiere decir además de mí?

– Sí.

Ella niega con la cabeza después de un rato.

– ¿Con quién se relaciona?

– No tiene ningún círculo de amigos.

– ¿Compañeros de clase?

– Que yo sepa, nunca ha tenido amigos -responde ella encogiéndose de hombros.

– Si necesitara ayuda con algo, ¿a quién se dirigiría? -pregunta entonces Erik.

– No lo sé… A veces habla con los borrachos que están detrás del Systemet.

– ¿Sabes quiénes son? ¿Cómo se llaman?

– Uno de ellos lleva un tatuaje en la mano.

– ¿Cómo es?

– No me acuerdo…, un pez, me parece.

Evelyn se levanta y vuelve junto a la ventana. Erik la observa. La luz del día incide sobre su rostro joven. Puede distinguir perfectamente las arterias pulsantes en su fino y largo cuello.

– ¿Crees que podría alojarse en casa de alguno de ellos?

Ella se encoge levemente de hombros.

– Tal vez… -dice.

– ¿Lo crees de veras?

– No.

– ¿Qué crees, entonces?

– Creo que Josef me encontrará a mí antes de que ustedes lo encuentren a él.

Erik la mira. La chica tiene la frente apoyada contra el cristal de la ventana, y él se pregunta si debe seguir presionándola. Hay algo en su voz apagada, en la desconfianza que demuestra, que le indica que Evelyn sabe cosas sobre su hermano pequeño que nadie más puede saber.

– Evelyn, ¿qué es lo que quiere Josef?

– No tengo fuerzas para hablar de ello.

– ¿Quiere matarme?

– No lo sé.

– ¿Tú qué crees?

Ella inspira profundamente y su voz suena ronca y cansada cuando dice:

– Si cree que usted se ha interpuesto entre él y yo, si siente celos, así lo hará.

– ¿El qué?

– Matarlo.

– ¿Quieres decir que lo intentará?

Evelyn se pasa la lengua por los labios, se vuelve hacia él y luego baja la mirada. Erik quiere repetirle la pregunta pero no le sale la voz. En ese mismo instante llaman a la puerta. La chica mira a Joona y a Erik, parece asustada y da un par de pasos atrás ocultándose en la cocina.

Llaman de nuevo. Joona va hasta la puerta, echa un vistazo por la mirilla y luego abre. Dos agentes de policía entran en el vestíbulo. Uno de ellos carga una gran caja de cartón.

– Creo que hemos traído todo lo que estaba en la lista -dice el de la caja-. ¿Dónde quiere que lo dejemos?

– Donde sea -dice Evelyn débilmente al tiempo que sale de la cocina.

– ¿Me firma aquí?

El agente le entrega un albarán y ella lo firma. Una vez se han marchado, Joona vuelve a echar la llave. La joven se apresura entonces hasta la puerta, comprueba que ha cerrado bien y luego se vuelve de nuevo hacia ellos.

– Pedí que me trajeran algunas cosas de casa…

– Sí, lo has dicho antes.

Evelyn se agacha en cuclillas, retira el precinto marrón de la caja y abre las solapas. Saca una hucha plateada en forma de conejo y un cuadro enmarcado en el que se ve un ángel de la guarda, pero de pronto se detiene en seco.

– Mi álbum de fotos -murmura, y Erik ve entonces cómo repentinamente le tiemblan los labios.

– ¿Evelyn?

– Yo no lo pedí, no dije nada de…

Lo abre y en la primera página ve una fotografía suya de la época del colegio. Parece tener unos catorce años, lleva ortodoncia y sonríe tímidamente. Tiene la tez muy pálida y el pelo corto.

Evelyn pasa la página y del interior del álbum cae un papel doblado que aterriza en el suelo. Lo coge, lo gira entre las manos, lo lee y de inmediato se ruboriza intensamente.

– Está en casa -susurra, y les tiende la carta.

Erik alisa el papel y él y Joona leen juntos:


Soy tu único dueño, eres sólo mía. Mataré a los demás, es culpa tuya. Voy a matar a ese cabrón de hipnotista y tú me vas a ayudar, te lo aseguro. Me mostrarás dónde vive, dónde soléis follar e ir de fiesta, y entonces lo mataré mientras tú miras cómo lo hago. Luego te lavarás el cono con jabón y te follaré cien veces seguidas, y entonces estaremos en paz y podremos empezar de nuevo los dos solos.


Evelyn baja las persianas y luego se queda de pie rodeándose el cuerpo con los brazos. Erik deja la carta sobre la mesa y se incorpora. Josef está en el adosado, se dice, no puede ser de otro modo. Si ha logrado meter el álbum de fotos con la carta en la caja, debe de estar allí.

– Josef ha vuelto al adosado -dice.

– ¿Dónde iba a vivir si no? -replica ella en voz baja.

Joona ya está en la cocina, hablando por teléfono con la central de comunicaciones.

– Evelyn, ¿sabes cómo ha podido ocultarse Josef de la policía? -pregunta Erik-. Hace varios días que la casa está llena de agentes.

– El sótano -dice ella levantando la mirada.

– ¿Qué pasa con el sótano?

– Hay una habitación extraña allí abajo.

– ¡Está en el sótano! -grita Erik en dirección a la cocina.

A través del teléfono, Joona oye cómo su interlocutor teclea lentamente en un ordenador.

– Se cree que el sospechoso está en el sótano -le informa.

– Espere -dice el oficial de guardia al teléfono-. Tengo que…

– Es urgente -lo interrumpe Joona.

Tras hacer una pausa, el oficial prosigue diciendo tranquilamente al teléfono:

– Hace un par de minutos se ha dado otro aviso para esa misma dirección.

– ¿Qué dice? ¿Para el número 8 de Gärdesvägen, en Tumba? -inquiere Joona.

– Sí. Los vecinos han llamado asegurando que había alguien en el interior de la casa.

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