Capítulo 50

20 de diciembre, por la mañana, cuarto domingo de adviento

Cae una densa nevada. La nieve se ha amontonado en las terminales del aeropuerto de Arlanda. Las pistas de aterrizaje son barridas una y otra vez por los vehículos quitanieves que van y vienen. Erik está sentado junto al ventanal mirando una cinta que transporta maletas hacia un gran avión de llamativos colores.

Simone se acerca a él con café y un plato con bollos de azafrán y galletas de jengibre. Deja las dos tazas de café sobre la mesa frente a Erik y luego hace un gesto en dirección al gran cristal desde el que se ven los aviones. Observan una hilera de azafatas que se disponen a subir a uno de ellos. Todas ellas llevan caperuzas de duende y parecen molestas por la nieve derretida bajo sus zapatos.

En el alféizar de la ventana de la cafetería del aeropuerto hay un duendecillo mecánico que sacude rítmicamente la cadera. Da la impresión de que su batería está a punto de agotarse, ya que los movimientos se vuelven cada vez más espasmódicos. Erik mira a Simone a los ojos. Ella alza las cejas con ironía al ver las contorsiones del duende.

– Nos han invitado a los bollos -dice mirando al frente, y luego recuerda-: Es el cuarto domingo de adviento, hoy es el cuarto domingo de adviento.

Se miran sin saber qué decir. De repente Simone se sobresalta, parece exaltada.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Erik.

– Su medicina -dice, sofocada-. La olvidamos… Si está allí, si aún sigue con vida…

– Simone, yo…

– Ha pasado mucho tiempo, no podrá sostenerse en pie…

– Simone, la he traído -dice Erik-. La traigo conmigo.

Ella lo mira con los ojos enrojecidos.

– ¿De verdad?

– Kennet me lo recordó, llamó desde el hospital.

Simone piensa que llevó a Kennet en coche a su casa. Lo vio bajar del vehículo y luego caer de bruces en la nieve fangosa. Creyó que había resbalado, pero cuando corrió para levantarlo él apenas pudo mirarla. Luego lo acompañó al hospital, donde se lo llevaron en una camilla. Sus reflejos eran débiles y las pupilas reaccionaban con lentitud. El médico pensó que su estado se debía a la combinación de la conmoción cerebral con la fatiga excesiva.

– ¿Cómo está? -pregunta Erik.

– Ayer estaba dormido cuando fui a verlo, pero el médico no cree que se trate de nada grave.

– Bien -asiente Erik.

Luego mira el duende mecánico y, sin decir una palabra, coge una servilleta con motivos navideños de color rojo y se la echa por encima.

El duende se mece rítmicamente atrás y adelante con la servilleta sobre la cabeza, como un fantasma. Simone rompe a reír y algunas migajas de galleta salen disparadas de su boca y aterrizan sobre la chaqueta de él.

– Perdona -se disculpa-. Pero es que está tan gracioso. Un duende loco que…

Le da un nuevo ataque de risa y se dobla en dos sobre la mesa. Luego rompe a llorar. Después de un rato guarda silencio, se enjuga el rostro y continúa bebiendo su café.

El contorno de su boca comienza a arrugarse nuevamente en el mismo momento en que Joona Linna se acerca a su mesa.

– La policía de Umeä va de camino hacia allí -anuncia sin rodeos.

– ¿Mantiene contacto por radio con ellos? -pregunta Erik de inmediato.

– Yo no, están conectados con…

Joona se interrumpe abruptamente cuando ve la servilleta que cuelga del duende danzarín. Un par de botas de plástico marrones asoman bajo el extremo del papel. Simone vuelve la cabeza y su cuerpo comienza a sacudirse por la risa, el llanto o una mezcla de ambas cosas. Parece que está a punto de atragantarse. Erik se pone rápidamente de pie y se la lleva de allí.

– Suéltame -dice ella entre las convulsiones.

– Sólo quiero ayudarte, Simone. Ven, salgamos de aquí.

Abren una puerta que da a un balcón y permanecen un rato allí de pie respirando el aire fresco.

– Ya estoy mejor, gracias -suspira ella.

Erik quita la nieve de la barandilla y lleva la muñeca de ella hacia el frío metal.

– Ya estoy mejor -repite ella-. Ya… mejor.

Cierra los ojos y se tambalea. Erik la sostiene y entonces ve que Joona los busca con la mirada desde la cafetería.

– Simone, ¿cómo estás? -susurra.

Ella lo mira con los ojos entornados.

– Nadie me cree cuando digo que estoy muy cansada.

– Yo también estoy cansado, te creo.

– Pero tienes tus píldoras, ¿no es así?

– Sí -contesta él sin pensar en defenderse.

El rostro de Simone se contrae y de repente Erik nota unas cálidas lágrimas que corren por sus mejillas. Quizá se deba a que ha dejado las pastillas, a que ya no cuenta con ningún tipo de protección adicional. Está indefenso y expuesto.

– Todo este tiempo -continúa con labios temblorosos-, sólo he pensado en una cosa: Benjamín no puede estar muerto.

Se quedan quietos y se abrazan. La nieve cae en grandes copos sobre ellos. Un avión plateado se eleva a lo lejos tronando pesadamente. Cuando Joona golpea el cristal de la puerta del balcón, ambos se sobresaltan. Erik la abre y Joona sale al exterior. Se aclara la garganta.

– Pensé que debían saber que hemos identificado el cuerpo hallado en la casa de Lydia.

– ¿Quién era?

– No era hijo de Lydia… El niño desapareció hace trece años.

Erik asiente y espera. Joona suspira con pesadez.

– Los restos de excrementos y orina indican que… -Sacude la cabeza-. Indican que el pequeño vivió allí bastante tiempo, probablemente tres años, antes de que ella le quitara la vida.

Quedan en silencio mientras la nieve cae oscura y susurrante sobre sus cabezas. Un avión brama a lo lejos en su ascenso hacia el cielo.

– Es decir, usted estaba en lo cierto, Erik. Lydia tenía a un niño encerrado en una jaula, en el sótano de su casa, al que consideraba su hijo.

– Sí -asiente Erik en voz baja.

– Se deshizo del pequeño cuando comprendió lo que había contado durante el trance hipnótico y las consecuencias que eso podría acarrearle.

– Realmente creí que me había equivocado. Ya lo había asumido -dice Erik con voz apagada mientras observa la pista de aterrizaje.

– ¿Fue por eso por lo que lo dejó? -pregunta Joona.

– Sí -responde él.

– Creyó que se había equivocado y prometió que nunca más volvería a hipnotizar a nadie -dice Joona.

Simone se pasa una mano temblorosa por la frente.

– Lydia te vio cuando rompiste la promesa, vio a Benjamín -dice en voz baja.

– No, creo que debió de vigilarnos todo el tiempo -susurra Erik.

– Dejaron salir a Lydia de Ulleräker hace dos meses -dice Joona-. Se acercó a Benjamín con cautela. Quizá se contenía debido a su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo.

Joona piensa que Lydia consideraba culpable a Joakim Samuelsson del aborto que le provocó la esterilidad cuando estaba en el hogar para jóvenes, y por eso secuestró a su hijo Johan. Luego consideró que la terapia de Erik era la causa por la que se había visto obligada a asesinar a Johan, y se llevó a Benjamin cuando él volvió a hipnotizar.

El rostro de Erik se ve sombrío, duro y taciturno. Abre la boca para explicar que en realidad le salvó la vida a Evelyn al romper su promesa, pero desiste cuando un asistente de policía se acerca a ellos.

– Debemos irnos ya -dice el hombre brevemente-. El avión despegará dentro de diez minutos.

– ¿Has hablado con la policía de Dorotea? -pregunta Joona.

– Al parecer es imposible establecer contacto con el coche patrulla que ha ido a la casa -responde el agente.

– ¿Por qué?

– No lo sé, pero dicen que lo han intentado durante cincuenta minutos.

– Maldita sea, entonces deben enviar refuerzos -dice Joona.

– Se lo he dicho, pero querían esperar.

Cuando empiezan a recorrer la corta distancia hasta el avión que espera para llevarlos al sur de Laponia, al aeropuerto de Vilhelmina, Erik nota de pronto una breve y peculiar sensación de alivio: durante todo ese tiempo, él estaba en lo cierto.

Alza la cabeza. La nieve cae, gira y se arremolina, liviana y pesada a la vez. Simone se vuelve y toma su mano.

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