Jueves 17 de diciembre
Benjamín está tumbado en el suelo mientras oye cómo los pies curvos de la mecedora chirrían contra la superficie brillante de la alfombra de plástico al balancearse lentamente atrás y adelante. Le duelen mucho las articulaciones. Se oye un crujido y el viento barre el tejado de chapa. De repente el grueso muelle de la puerta que da al vestíbulo hace un ruido metálico. Unos pesados pasos se acercan por el sendero. Alguien se quita las botas de una patada. Benjamín alza la cabeza, pero la correa para perros le aprieta el cuello cuando intenta ver quién entra en la habitación.
– Quédate tumbado -murmura Lydia.
Él baja la cabeza hacia el suelo y vuelve a sentir los flecos largos y ásperos de la alfombra de nudos contra la mejilla y el olor a polvo en la nariz.
– Dentro de tres días será el cuarto domingo de adviento -dice Jussi-. Deberíamos hacer galletas de jengibre.
– Los domingos están para cuidar la disciplina y nada más -dice Lydia mientras sigue meciéndose.
Marek sonríe socarronamente pero permanece en silencio.
– ¿Te ríes? -inquiere ella.
– No.
– Quiero que mi familia sea feliz -dice Lydia con voz apagada.
– Lo somos -contesta Marek.
El suelo está helado. A través de las paredes se filtra una corriente de aire frío que hace rodar las pelusas que hay entre los cables detrás del televisor. Benjamin sólo lleva puesto su pijama. Piensa en el momento en que fueron al caserón de Jussi. Ya había nevado. Luego volvió a caer nieve, que se derritió y posteriormente se congeló. Marek lo condujo a través de la zona habilitada para aparcar situada delante de la casa, entre viejos autobuses cubiertos de nieve y coches desvencijados. Benjamin se quemó la planta de los pies cuando tuvo que caminar descalzo sobre el hielo. Fue como andar por un foso entre los grandes vehículos cubiertos de nieve. En el interior de la casa, la luz estaba encendida. Jussi se asomó a la escalera de la entrada con la escopeta en ristre, pero cuando vio a Lydia fue como si se quedara sin fuerzas. No la esperaba, ella no era bienvenida allí, no obstante, no ofreció resistencia y decidió someterse a su voluntad. Se resignó tal como lo hace el ganado. Jussi tan sólo sacudió la cabeza cuando Marek se acercó a él y cogió su arma. Luego se oyeron pasos en el vestíbulo y apareció Annbritt. Jussi murmuró que era su pareja, que debían dejarla marchar. Cuando Annbritt vio la correa en torno al cuello de Benjamin, su rostro palideció e intentó volver a entrar en la casa y cerrar la puerta, pero Marek la detuvo poniendo el cañón del fusil en la abertura de la puerta y preguntó con una sonrisa si podían pasar.
– ¿Hablamos de la cena de Navidad? -pregunta ahora Annbritt con voz insegura.
– Lo más importante son los arenques y el fiambre de cerdo -dice Jussi.
Lydia suspira irritada. Benjamin alza la vista hacia el ventilador de techo amarillo con cuatro lámparas cuyas pantallas son también de color amarillo. La sombra de las aspas inmóviles parece una flor gris recortada contra el aglomerado blanco.
– Al muchacho le daremos albóndigas -dice Jussi.
– Ya veremos -contesta Lydia.
Marek escupe en un tiesto y mira hacia afuera.
– Empiezo a tener hambre -dice.
– Tenemos mucha carne de reno y de corzo en el frigorífico -contesta Jussi.
Marek se acerca a la mesa, hurga en la cesta del pan, parte una galleta y se lleva un pedazo a la boca.
Cuando Benjamin mira hacia arriba, Lydia tira de la correa. Él tose y vuelve a tumbarse. Está hambriento y cansado.
– Pronto necesitaré mi medicina -dice.
– Estarás bien -contesta Lydia.
– Necesito una inyección por semana, y ya ha pasado más de una semana desde…
– Cállate.
– Moriré si no…
Lydia tira de la correa con tanta fuerza que Benjamin gime del dolor. Rompe a llorar y ella vuelve a tirar de la correa para hacerlo callar.
Marek enciende el televisor. Se oye un chisporroteo y unas voces lejanas. Quizá sea un programa deportivo. Marek cambia de canal sin lograr captar la imagen de ninguno y luego apaga el aparato.
– Debería haber traído el televisor de la otra casa -dice.
– No hay televisión por cable aquí -dice Jussi.
– Eres un idiota -espeta Lydia.
– ¿Por qué no funciona la antena parabólica? -pregunta Marek.
– No lo sé -contesta Jussi-. A veces hace mucho viento, probablemente se haya torcido.
– Pues repárala -replica Marek.
– ¡Hazlo tú!
– Basta de charla -dice Lydia.
– De todas formas, en la televisión sólo dan basura -murmura Jussi.
– A mí me gusta «Let's dance» -dice Marek.
– ¿Puedo ir al baño? -pregunta Benjamin en voz baja.
– Debes orinar fuera -dice entonces Lydia.
– Bien -contesta él.
– Llévalo, Marek -dice Lydia.
– Jussi lo hará -replica él.
– Puede ir solo -dice Jussi-. No puede escapar, afuera hay cinco grados bajo cero y estamos lejos…
– Acompáñalo -lo corta Lydia-. Yo cuidaré a Annbritt mientras tanto.
Benjamín nota un mareo al ponerse de pie. Ve que Jussi ha cogido la correa de las manos de Lydia. Sus rodillas están rígidas y nota un terrible dolor en los muslos cuando comienza a caminar. Cada paso le resulta insoportable, pero aprieta las mandíbulas para obligarse a guardar silencio. No quiere molestar a Lydia, no quiere provocarla.
A lo largo del pasillo hay diplomas colgados. La luz proviene de un aplique metálico en la pared con la pantalla de cristal ahumado. Sobre el suelo de plástico del color del corcho se ve una bolsa de la tienda lea con el texto «Calidad, atención, servicio».
– Tengo que cagar -dice Jussi soltando la correa-. Espera en el vestíbulo cuando regreses.
Jussi se agarra el estómago, se pierde resoplando en el interior del baño y cierra con el pestillo. Benjamín echa un vistazo atrás, ve la espalda fuerte y redondeada de Annbritt a través de la puerta entreabierta y oye a Marek hablar de la pizza griega.
De un gancho que hay en el pasillo cuelga la chaqueta guateada de color verde de Lydia. Benjamín rebusca en los bolsillos y encuentra las llaves de la casa, un monedero dorado y su propio teléfono móvil. El corazón se le acelera cuando ve que el teléfono tiene la batería suficiente para hacer al menos una llamada. Cruza sigilosamente la puerta que da al vestíbulo, continúa hasta la puerta de la despensa y sale al frío paralizante. No hay mucha cobertura. Camina descalzo un trecho por el sendero cubierto de nieve que conduce a la leñera. En la oscuridad, adivina las formaciones de nieve sobre los viejos autobuses y los coches del jardín. Sus manos rígidas se sacuden por el frío. El primer número que encuentra es el del móvil de Simone. Llama y se lleva el teléfono temblando a la oreja. Oye las primeras señales cuando se abre la puerta de la casa. Es Jussi. Ambos se miran. A Benjamin no se le ocurre esconder el teléfono. Quizá debería correr, pero no sabe hacia dónde ir. Jussi se acerca a él a grandes pasos, su rostro se ve pálido y exaltado.
– ¿Has terminado? -pregunta alzando la voz.
Jussi sigue caminando hasta el lugar donde está Benjamin y lo mira a los ojos. Coge el teléfono de sus manos y se dirige a la leñera justo en el instante en que Lydia sale de la casa.
– ¿Qué estáis haciendo? -pregunta.
– Recogeré algunos leños más -exclama Jussi ocultando el teléfono en su abrigo.
– Ya he terminado -dice Benjamin.
Lydia se queda en la puerta y hace entrar al chico en la casa. Una vez en la leñera, Jussi mira el teléfono y comprueba que en la pantalla azul dice «Mamá». Pese al frío, percibe el aroma de la madera y la resina. El lugar está prácticamente a oscuras. La única luz proviene del teléfono. Jussi se lo lleva al oído y en ese mismo momento oye que alguien contesta.
– Hola -dice la voz de un hombre-. ¿Hola?
– ¿Es usted Erik? -pregunta Jussi.
– No, soy…
– Mi nombre es Jussi. ¿Puedo dejar un recado para Erik? Es importante. Estamos en mi casa: Lydia, Marek, yo y…
Jussi se detiene porque el hombre que ha respondido al teléfono de repente profiere un grito gutural. Se oye un gran estrépito, alguien tose, una mujer llora y se lamenta. Luego todo queda en silencio y la llamada se corta. Jussi mira el aparato. Piensa que lo intentará con otra persona y empieza a revisar los números en la guía cuando de repente se agota la batería. El teléfono se apaga en el mismo instante en que se abre la puerta de la leñera y Lydia se asoma.
– He visto tu aura a través del resquicio de la puerta. Era de un azul intenso -dice.
Jussi esconde el teléfono detrás de la espalda, se lo mete en el bolsillo y empieza a recoger leña y a meterla en el canasto.
– Entra en la casa -dice Lydia-. Yo lo haré.
– Gracias -contesta él y sale de la leñera.
Mientras camina hacia la casa por el sendero, ve que los cristales de nieve centellean a la luz de la ventana. Sus botas producen un crujido seco. Entonces oye que alguien se acerca por detrás arrastrando los pies y jadeando levemente Jussi alcanza a pensar en Castro, su perro. Recuerda cuando Castro era un cachorro, cómo cazaba ratones bajo la nieve fresca. Jussi sonríe para sus adentros cuando un golpe en la parte posterior de la cabeza lo hace tropezar e inclinarse hacia adelante. Habría caído de bruces de no ser porque el hacha ha quedado incrustada en su cabeza y tira de él hacia atrás. Se queda inmóvil con los brazos colgando. Lydia sacude el hacha y consigue liberarla. Jussi nota que la sangre le corre por el cuello y la espalda. Cae de rodillas, se derrumba hacia adelante y siente la nieve en su rostro. Sacude el pie y rueda sobre su espalda para intentar incorporarse. Su campo visual disminuye vertiginosamente, pero en los últimos segundos que pasa consciente alcanza a ver a Lydia alzar el hacha nuevamente sobre él.