Domingo 13 de diciembre, por la tarde, festividad de Santa Lucía
Kennet está sentado en su coche frente al portal de Aída, en Sundbyberg, mientras piensa en la extraña amenaza que ha leído en el ordenador de Benjamín: «Nicke dice que Wailord está enfadado, que ha dicho cosas malas sobre ti.» «No dejes que vaya al mar.» Piensa en todas las veces que ha visto u oído el miedo en su vida. Él mismo sabe cómo es porque no hay ninguna persona que viva sin miedo.
El edificio en el que vive Aida sólo consta de tres plantas. Tiene un aspecto inesperadamente idílico, antiguo, e inspira confianza. Mira la fotografía que le ha dado Simone. Una chica con piercings y los ojos pintados de negro. Kennet se pregunta por qué le cuesta imaginársela en esa casa, junto a la mesa de la cocina, en una habitación donde los pósters de caballos han sido sustituidos por los de Marilyn Manson.
Sale del coche para ir a observar el balcón que cree que pertenece a la familia de Aida, pero se detiene cuando ve una robusta figura que camina arriba y abajo por el sendero que hay tras la casa.
De repente se abre el portal. Es Aida, que sale. Parece tener prisa, mira a su alrededor por encima del hombro y saca un paquete de cigarrillos del bolsillo. Extrae uno de la cajetilla aprisionándolo directamente con los labios, lo enciende y fuma sin aminorar el paso. Kennet la sigue en dirección a la estación de metro. Decide hablar con ella cuando sepa adonde va. Un autobús pasa zumbando por su lado y en algún lugar un perro empieza a ladrar. Kennet ve de pronto que la figura voluminosa que se ocultaba tras la casa se abalanza hacia Aida. Ella debe de haber oído cómo él se le acerca a la carrera, porque vuelve la cabeza. Parece contenta y sonríe ampliamente: las mejillas empolvadas de blanco y los ojos pintados de negro adquieren de pronto un aspecto infantil.
El chico grandullón salta con los pies juntos frente a ella. Aida le acaricia la mejilla y él le corresponde con un abrazo. Se dan sendos besos en la punta de la nariz y luego ella se aleja despidiéndose con la mano. Mientras Kennet se aproxima al chico piensa que debe de tratarse de su hermano. Está inmóvil, siguiendo a Aida con la mirada, se despide de ella con la mano y luego se da media vuelta. Kennet ve entonces su rostro, tierno y franco, y observa que bizquea mucho de un ojo. Se detiene debajo de una farola y espera. El chico camina en su dirección con pasos grandes y pesados.
– Hola, Nicke -dice Kennet.
Él se detiene y lo mira asustado. Tiene saliva en las comisuras de la boca.
– No puedo -dice despacio, a la defensiva.
– Me llamo Kennet y soy policía. Bueno, mejor dicho, ahora ya soy viejo y estoy jubilado, pero eso no cambia nada: sigo siendo un policía.
El chico sonríe dubitativo.
– ¿Y tienes pistola?
Kennet niega con la cabeza.
– No -miente-. Y tampoco tengo ya coche de policía.
Nicke se pone serio.
– ¿Te los quitaron cuando te hiciste viejo?
– Sí -asiente Kennet.
– ¿Estás aquí para coger a los ladrones? -pregunta Nicke.
– ¿Qué ladrones?
Nicke se agarra la cremallera de su chaqueta.
– A veces me quitan cosas -dice al tiempo que patea el suelo.
– ¿Quién?
Nicke lo mira impaciente.
– Los ladrones.
– Ah, claro.
– Mi gorro, mi reloj y una bonita piedra con una franja brillante.
– ¿Tienes miedo de alguien?
El chico niega con la cabeza.
– ¿Así que aquí todo el mundo es bueno? -pregunta Kennet, dubitativo.
Nicke resopla y busca a Aida con la mirada.
– Mi hermana está buscando al monstruo más malo de todos.
Kennet hace un gesto en dirección al quiosco que hay junto al metro.
– ¿Te apetece un refresco?
El chico lo sigue mientras le cuenta:
– Los sábados trabajo en la biblioteca. Cuelgo la ropa de la gente en el guardarropa y les doy papelitos con números; hay mil números diferentes.
– Qué bien -dice Kennet mientras pide dos botellas de Coca-Cola.
Nicke lo observa complacido y pide otra pajita. Luego bebe, eructa, bebe y eructa de nuevo.
– ¿Qué has querido decir con eso de tu hermana? -pregunta Kennet en un tono informal.
El muchacho arruga la nariz.
– Es ese chico. El novio de Aida, Benjamín. Nicke no lo ha visto hoy. Pero antes estaba muy enfadado, mucho. Aida ha llorado.
– ¿Benjamín estaba enfadado?
Nicke mira a Kennet sorprendido.
– Benjamín no está enfadado, él es bueno. Cuando está con él, Aida se pone contenta y se ríe.
Kennet mira al chico grandullón.
– ¿Entonces quién está enfadado, Nicke? ¿Quién es el que está enfadado?
De repente el muchacho parece preocupado mientras mira la botella y luego observa a su alrededor.
– No me dejan que acepte cosas de personas…
– Por una vez no pasa nada, te lo aseguro -dice Kennet-. ¿Quién estaba enfadado?
Nicke se rasca la cabeza y se limpia la saliva de las comisuras.
– Es Wailord, tiene una boca así de grande -dice abriendo mucho los brazos.
– ¿Wailord?
– Es malo.
– ¿Adonde iba Aida, Nicke?
Las mejillas del chico tiemblan al decir:
– No encuentra a Benjamín, eso no es bueno.
– Pero ¿adonde iba ahora?
Nicke parece a punto de echarse a llorar mientras sacude la cabeza.
– Huy, huy, huy, no debes hablar con personas mayores que no conoces…
– Mira, Nicke, yo no soy una persona mayor común y corriente -dice Kennet, saca su billetera y encuentra una fotografía suya con el uniforme de policía.
Nicke mira la foto detenidamente y luego dice, muy serio:
– Aida ha ido va a ver a Wailord. Tiene miedo de que haya mordido a Benjamín. -Y añade, abriendo nuevamente los brazos-: Wailord abre la boca tal que así.
Kennet sonríe tratando de aparentar tranquilidad.
– ¿Sabes dónde vive Wailord? -pregunta a continuación.
– No puedo ir al mar, no puedo ni siquiera acercarme.
– ¿Cómo se va al mar?
– En el autobús.
Nicke se palpa algo en el bolsillo y murmura para sí.
– Wailord jugó conmigo una vez y yo tenía que pagar -dice tratando de sonreír-. Sólo estaba de broma. Me engañaron para que comiera una cosa que no hay que comer.
Kennet espera. Nicke se ruboriza y juguetea con la cremallera. Tiene suciedad en las uñas.
– ¿Qué comiste? -pregunta Kennet.
Las mejillas del chico vuelven a temblar intensamente de nuevo.
– No quiero -contesta mientras las lágrimas ruedan por sus rechonchas mejillas.
Kennet le da unas palmaditas en el hombro e intenta emplear un tono de voz sereno al decir:
– Parece ser que Wailord es realmente malo.
– Muy malo.
Entonces se da cuenta de que Nicke está tocando todo el tiempo algo que guarda en un bolsillo de su pantalón.
– Soy policía, ya lo sabes, y te aseguro que nadie va a hacerte daño.
– Eres demasiado viejo.
– Pero soy fuerte.
Nicke parece más contento ahora.
– ¿Puedo tomar otra Coca-Cola?
– Si te apetece…
– Sí, gracias.
– ¿Qué llevas en el bolsillo? -pregunta Kennet tratando de sonar indiferente.
Nicke sonríe.
– Es un secreto -responde.
– Ah -dice Kennet, y se abstiene de preguntar nada más.
El chico muerde el anzuelo.
– ¿No quieres saberlo?
– No tienes que contármelo si no quieres, Nicke.
– Huy, huy, huy -dice-. No puedes ni imaginar lo que es.
– No creo que sea nada especial.
Nicke saca la mano del bolsillo.
– Te voy a decir lo que es. -Abre el puño-. Es mi poder.
En la mano de Nicke hay un pequeño montón de tierra. Kennet mira inquisitivo al chico, que sólo sonríe.
– Soy un Pokémon de tierra -exclama, complacido.
– Un Pokémon de tierra.
Nicke cierra nuevamente el puño con la tierra y vuelve a meterlo en el bolsillo.
– ¿Sabes qué poderes tengo?
Kennet niega con la cabeza y en ese mismo instante descubre a un hombre con la cabeza apepinada que camina por delante de la fachada oscura y húmeda del otro lado de la calle. Da la impresión de estar buscando algo, y en la mano lleva un bastón con el que da pequeños golpes en el suelo. De repente a Kennet se le ocurre que quizá esté tratando de atisbar por las ventanas de la planta baja. Decide ir a preguntarle qué está haciendo, pero Nicke le ha puesto la mano en el brazo.
– ¿Sabes qué poderes tengo? -insiste el chico.
La mirada de Kennet se aparta renuente del hombre. Nicke empieza a contar con los dedos mientras habla:
– Soy bueno contra los Pokémon eléctricos, los Pokémon de fuego, los venenosos, los de piedra y los de acero. No pueden luchar conmigo, así que ahí estoy seguro. En cambio, no puedo luchar contra los Pokémon voladores, ni tampoco contra los de hierba ni los Pokémon insecto.
– ¿Ah, sí? -dice Kennet distraído mientras observa cómo el hombre se detiene. Parece como si fingiera buscar algo, pero en realidad se inclina hacia el interior de una ventana.
– ¿Me escuchas? -pregunta Nicke preocupado.
Él trata de sonreírle animado, pero cuando vuelve de nuevo la vista hacia el edificio, ve que el hombre ha desaparecido. Aguza la mirada hacia la ventana del bajo de la casa pero no consigue distinguir si está abierta.
– No tolero el agua -explica Nicke con tristeza-. El agua es lo peor, no la tolero, le tengo mucho miedo al agua.
Kennet se libera con cuidado de su mano.
– Espera un momento -dice, y da unos pasos en dirección al edificio.
– ¿Qué hora es? -pregunta el chico.
– ¿La hora? Las seis menos cuarto.
– Entonces tengo que irme. Se enfada si llego tarde.
– ¿Quién se enfada? ¿Es tu padre el que se enfada?
Nicke se ríe.
– ¡Yo no tengo padre!
– ¿Tu madre, entonces?
– No, Ariados se enfada, va a recoger unas cosas.
Nicke mira a Kennet dubitativo, luego baja la mirada y pregunta:
– ¿Me das dinero? Si llevo poco, me castigará.
– Espera un momento -dice Kennet, que empieza a prestar de nuevo atención a sus palabras-. ¿Es Wailord el que te pide dinero?
Se alejan del quiosco juntos y él repite su pregunta:
– ¿Es Wailord el que quiere dinero?
– ¿Estás loco? ¿Wailord? Me tragaría…, pero ellos…, los otros, ellos sí pueden nadar hasta él.
Nicke mira atrás un instante por encima del hombro.
– ¿Quién es el que quiere dinero? -insiste Kennet.
– Ya te lo he dicho: Ariados -contesta el chico impaciente-. ¿Tienes dinero? Si me das dinero, puedo hacer algo. Puedo darte un poco de poder…
– No hace falta -dice Kennet sacando su billetera-. ¿Es suficiente con veinte coronas?
Nicke ríe encantado, se guarda el billete en el bolsillo y echa a correr calle abajo sin decir adiós.
Kennet se queda inmóvil un momento e intenta comprender qué es lo que ha dicho el chico. No puede encajar todo lo que le ha contado, pero sin embargo lo sigue. Cuando rodea la esquina ve que está parado esperando junto al semáforo. Éste se pone en verde y el muchacho se apresura a cruzar. Parece como si se dirigiera a la biblioteca de la plaza cuadrada. Kennet cruza las calles tras él y se detiene junto a un cajero a esperar. Nicke ha vuelto a pararse. Luego empieza a caminar impaciente alrededor de la fuente que hay frente a la biblioteca. El sitio está mal iluminado pero, sin embargo, Kennet ve que el chico toca todo el tiempo la tierra en el bolsillo de su pantalón.
De repente un chico más pequeño cruza el parterre de arbustos plantados junto a la clínica odontológica y entra en la plaza. Se aproxima a Nicke, se detiene tías él y dice algo. Nicke se arroja inmediatamente al suelo y alarga el dinero hacia él. El otro lo cuenta y luego le da unas palmaditas en la cabeza. De repente lo agarra por el cuello de la chaqueta, lo arrastra hasta el borde de la fuente y le sumerge la cara en el agua. Kennet tiene el impulso de salir corriendo hacia ellos, pero en cambio se obliga a quedarse inmóvil. Está allí para encontrar a Benjamín, no puede asustar al chico que quizá sea Wailord o que pueda guiarlo hasta él. Permanece de pie con las mandíbulas tensas, apretadas, mientras cuenta los segundos hasta que sea necesario acudir corriendo. Las piernas de Nicke se sacuden, patalean, y Kennet observa la impasibilidad con que lo mira el otro chico mientras lo suelta. Nicke se sienta en el suelo junto a la fuente, tose y eructa. El otro le da una última palmadita en el hombro y luego se aleja.
Kennet se apresura tras él a través de los arbustos y luego cuesta abajo por un parterre de césped embarrado hasta un camino peatonal. Lo sigue por una zona de casas altas hasta un portal, aprieta el paso y alcanza la puerta antes de que ésta se cierre. Suben juntos en el ascensor y ve que el botón del seis está iluminado. Baja también en el sexto piso, disimula, finge buscar algo en los bolsillos y ve que el chico se acerca a una puerta y saca la llave.
– Eh, chaval -lo llama.
El muchacho no se da por aludido y Kennet va hasta él, lo agarra por la chaqueta y lo obliga a volverse.
– Suélteme, vejestorio -dice el chico mirándolo fijamente a los ojos.
– ¿Sabes que es delito quitar dinero por la fuerza a la gente?
Kennet observa sus ojos huidizos y sorprendentemente tranquilos.
– Te apellidas Johansson -dice después de echar un vistazo a la placa de la puerta.
– Sí -dice él-. ¿Cómo se llama usted?
– Kennet Sträng, y soy comisario de la policía judicial.
El chico se queda de pie sin más mientras lo observa impasible.
– ¿Cuánto dinero le has quitado a Nicke?
– Yo no quito dinero, a veces él me lo da, pero yo no le quito nada. Todo el mundo está contento, nadie está triste.
– Pienso hablar con tus padres.
– Ah.
– ¿Quieres que lo haga?
– Por favor, no -bromea el chico.
Kennet llama a la puerta y tras un momento abre una mujer gorda, bronceada.
– Hola -dice él-. Soy comisario de la policía judicial y me temo que su hijo se ha metido en problemas.
– ¿Mi hijo? Yo no tengo hijos -replica ella.
Kennet ve que el chico sonríe mirando al suelo.
– ¿No reconoce a este chico?
– ¿Puedo ver su placa? -dice la mujer gorda.
– Este muchacho…
– No tiene placa -interviene el chico.
– Claro que sí -miente Kennet.
– No es policía. -Sonríe el chico sacando su billetera-. Éste es mi abono de autobús, yo soy más policía que…
Kennet se la arrebata de las manos.
– Devuélvamela.
– Sólo voy a echarle un vistazo.
– Me ha dicho que quería besarme el pito -dice el chico entonces.
– Voy a llamar a la policía -declara la mujer, asustada.
Kennet pulsa el botón de llamada del ascensor mientras ella mira a su alrededor y empieza a golpear las otras puertas del rellano.
– Me ha dado dinero -dice el chico dirigiéndose a la mujer-. Pero yo no quería acompañarlo.
Las puertas del ascensor se deslizan a los lados. Un vecino abre con la cadena puesta.
– Deja en paz a Nicke a partir de ahora -amenaza Kennet en voz baja.
– Es mío -contesta el chico.
La mujer grita «¡policía!». Kennet entra en el ascensor, pulsa el botón verde y ve que las puertas se cierran. El sudor le resbala por la espalda. Comprende que el chico debe de haberse dado cuenta de que lo seguía desde la fuente, tan sólo lo ha engañado, se ha metido en un portal y ha ido hasta una puerta totalmente ajena. El ascensor baja despacio, la luz parpadea, los cables de acero resuenan en lo alto. Kennet mira la billetera del chico: lleva casi mil coronas, la tarjeta de un videoclub, un abono de autobús y una tarjeta de visita arrugada en la que puede leerse: «El Mar. Louddsvägen, 18.»