Martes 8 de diciembre, última hora de la mañana
Tras la conversación con el jefe de la policía judicial, Joona Linna se sienta en su coche para conducir el corto trayecto hasta el instituto forense de Estocolmo, en el recinto del Karolinska. Gira la llave del contacto, mete primera y sale lentamente del aparcamiento.
Antes de llamar a Jens Svanehjälm, el fiscal jefe, tiene que repasar lo que ha averiguado hasta el momento del caso de Tumba. La carpeta en la que ha guardado sus notas sobre la investigación está en el asiento del copiloto. Conduce hacia Sankt Eriksplan e intenta recordar lo que ya ha comunicado a la fiscalía sobre la investigación inicial de la escena del crimen y lo que contenían las notas de la conversación de la noche anterior con los servicios sociales.
Joona cruza el puente, ve el pálido palacio de Karlberg a la izquierda y recuerda las objeciones que pusieron ambos médicos por los riesgos de interrogar a un paciente que se encuentra en un estado tan grave. Decide entonces repasar las últimas doce horas una vez más.
Karim Muhammed llegó a Suecia como refugiado desde Irán. Era periodista y fue encarcelado cuando Ruhollah Jomeini volvió al país, tras ocho años en la cárcel, consiguió escapar por la frontera con Turquía y continuó hacia Alemania y hasta Trelleborg. Karim Muhammed lleva casi dos años empleado por Jasmin Jabir, que es propietario de la sociedad Limpiezas Johansson, con sede social en la calle Alice Tegnér, número 9, de Tullinge. El ayuntamiento de Botkyrka concedió a la empresa la limpieza de los colegios Tullingebergsskolan, Vistaskolan, Broängsskolan, la piscina Storvretsbadet, el instituto y el polideportivo de Tumba y los vestuarios del Rödstuhage.
Karim Muhammed llegó al polideportivo Rödstuhage a las 20.50 horas del día anterior, lunes 7 de diciembre. Era su último servicio esa tarde. Estacionó su furgoneta Volkswagen en el aparcamiento, no lejos de un Toyota rojo. Los focos en las altas torretas que rodean el campo de fútbol estaban apagados, pero la luz del vestuario estaba aún encendida. Abrió las puertas traseras de la furgoneta, bajó la rampa, subió al vehículo y soltó las sujeciones del carro de limpieza más pequeño.
Cuando llegó al edificio de madera bajo e intentó girar la llave en la cerradura de la puerta del vestuario de hombres, notó que no estaba echada. Llamó con los nudillos, no obtuvo respuesta y abrió. Tras sujetar la puerta con una cuña de plástico descubrió la sangre en el suelo. Entró, vio al hombre muerto, volvió a la furgoneta y llamó a emergencias.
La central se puso en contacto con un coche patrulla que estaba en la carretera de Huddinge, no lejos de la estación de cercanías de Tumba, y dos asistentes de policía, Jan Eriksson y Erland Björkander, fueron enviados al polideportivo.
Mientras Erland Björkander se encargaba del relato de Karim Muhammed, Jan Eriksson entró en el vestuario. A Eriksson le pareció oír que la víctima decía algo, creyó que aún vivía, y se apresuró a llegar hasta él. Cuando el policía dio media vuelta al cuerpo del hombre comprendió que era imposible: presentaba gravísimas lesiones, le faltaba el brazo derecho y tenía el pecho tan lacerado que parecía un cuenco lleno de una masa sanguinolenta. Llegó la ambulancia y, poco después, la inspectora de policía Lillemor Blom. La víctima fue identificada sin problemas como Anders Ek, profesor de física y química en el instituto de bachillerato de Tumba, casado con Katja Ek, empleada en la biblioteca central de Huddinge. Vivían en un adosado en el número 8 de Gärdesvägen con sus hijos, Lisa y Josef.
Como era tarde, la inspectora Lillemor Blom pidió al agente Erland Björkander que hablara con la familia de la víctima; mientras tanto ella se encargaría personalmente del informe de Jan Eriksson y de acordonar la escena del crimen.
Erland Björkander llegó a la casa de Tumba, aparcó y llamó a la puerta. Como no abrían, rodeó la hilera de adosados para ir a la parte de atrás, encendió la linterna e iluminó el interior de la casa. Lo primero que vio fue un gran charco de sangre en la moqueta del dormitorio, marcas en el suelo, como si hubieran arrastrado a alguien a través del umbral, y un par de gafas de niño. Sin pedir refuerzos, Erland forzó la puerta de la terraza y entró con el arma en ristre. Registró la casa y encontró a las tres víctimas, solicitó inmediatamente que acudieran al lugar más agentes de policía y también una ambulancia, y no se dio cuenta en absoluto de que el chico aún seguía con vida. Accidentalmente, Björkander hizo la llamada a través de un canal que cubría toda el área de Estocolmo.
Eran las 22.10 cuando Joona Linna conducía su coche por la carretera de Drottningsholm y oyó la conmocionada llamada. Un asistente de policía llamado Erland Björkander gritaba que los niños habían sido masacrados, que estaba solo en la casa, que la madre estaba muerta, que todos estaban muertos. Un rato más tarde estaba frente al adosado, ya más calmado, mientras explicaba que la inspectora Lillemor Blom lo había enviado solo a la casa de Gärdesvägen. Björkander se interrumpió entonces bruscamente, masculló que se había equivocado de canal y cortó la comunicación.
En el coche de Joona se hizo el silencio. Los limpiaparabrisas quitaban las gotas de agua del cristal. Mientras circulaba lentamente por Kristineberg pensó en su padre, que no había tenido refuerzo alguno.
Joona detuvo el vehículo en el arcén, junto al colegio Stefanskolan, irritado por la falta de superiores en Tumba. Ningún agente debería hacer una intervención de esa clase por su cuenta. Suspiró, cogió el teléfono y pidió que le pasaran con Lillemor Blom.
La inspectora Blom ingresó en la Escuela Superior de Policía el mismo año que Joona, y se casó tras el período de prácticas con un compañero de la unidad de investigación llamado Jerker Lindkvist. Dos años más tarde tuvieron un hijo al que llamaron Dante. Jerker nunca cogió la baja remunerada por paternidad, pese a estar establecida por la ley, y su decisión tuvo como consecuencia una pérdida económica para la familia y un considerable retraso en la carrera de Lillemor. Luego Jerker la dejó por una agente de policía más joven que acababa de terminar su formación. Joona se enteró posteriormente de que el tipo ni siquiera va a ver a su hijo cada quince días.
El comisario se presentó brevemente cuando Lillemor contestó al teléfono. Aligeró las frases de cortesía y explicó después lo que había oído por la radio.
– Tenemos poca gente, Joona -explicó ella-. La verdad es que evalué la situación…
– Pues tu evaluación fue desastrosa -la interrumpió él.
– No me estás escuchando -repuso ella.
– Ya, pero…
– ¡Pues escúchame!
– Ni siquiera a Jerker puedes mandarlo solo a la escena de un crimen -continuó Joona.
– ¿Has terminado?
Tras un breve silencio, Lillemor Blom le explicó que Erland Björkander sólo tenía órdenes de informar a la familia de la muerte de Anders Ek, y que tomó por su cuenta la decisión de forzar la puerta trasera del adosado. Joona le dijo entonces que había hecho lo correcto, se disculpó varias veces y preguntó, más que nada por cortesía, qué era lo que había sucedido en Tumba.
Lillemor le repitió el informe del agente Björkander sobre los cuchillos y los cubiertos que estaban tirados en el suelo de la cocina, manchados de sangre, las gafas de la niña, las huellas, los rastros de sangre y la ubicación en la casa de los cadáveres y las distintas partes de los cuerpos mutilados. Luego le contó que Anders Ek, que ella supuso que era la última víctima, era conocido de los servicios sociales por su ludopatía. Había hecho una reestructuración de deudas, pero al mismo tiempo había obtenido préstamos de delincuentes importantes del municipio. Un cobrador había atacado a su familia para atraparlo. Lillemor describió el cuerpo mutilado de Anders Ek en el vestuario y añadió que habían encontrado el cuchillo de caza y un brazo cortado en la ducha. Le refirió lo que sabía de la familia en la casa y explicó que al hijo lo habían llevado al hospital de Huddinge. Repitió varias veces que andaban faltos de personal y dijo que la investigación de la escena del crimen tendría que esperar.
– Me pasaré por allí -dijo entonces Joona.
– ¿Por qué? -preguntó ella, sorprendida.
– Quiero echar un vistazo.
– ¿Ahora?
– Sí -contestó él.
– Genial -dijo ella con un tono que le hizo pensar que lo decía en serio.
Joona no comprendió inmediatamente qué era lo que había atrapado su interés por el caso. En primera instancia no se trataba de la gravedad del crimen, sino de algo que no encajaba al cotejar la información que había recibido con las conclusiones que se habían sacado.
Después de visitar ambas escenas del crimen, el vestuario del polideportivo de Rödstuhage y la casa unifamiliar de Gärdesvägen, en Tumba, tuvo la seguridad de que su impresión inicial se podía relacionar con observaciones concretas. Por supuesto, no se trataba de pruebas, pero las apreciaciones eran tan destacadas que no podía pasarlas por alto. Estaba convencido de que el padre había sido asesinado antes de que atacaran al resto de la familia. Para empezar, las pisadas sobre la sangre del suelo del vestuario parecían más vigorosas, más enérgicas, en comparación con las del adosado. Por otra parte, el cuchillo de caza que estaba en la ducha del polideportivo tenía la punta rota, lo que explicaría los cubiertos esparcidos por el suelo de la cocina de la casa: el asesino sencillamente había buscado una nueva arma.
Joona pidió a un médico internista del hospital de Huddinge que lo ayudara como experto mientras esperaban a los forenses y a los técnicos del Laboratorio Nacional de la Policía Científica. Realizaron una inspección inicial de la escena del crimen en el adosado y luego el comisario habló con el instituto forense de Estocolmo y solicitó una autopsia completa de los cadáveres.
Lillemor Blom estaba fumando de pie junto a un armario de contadores situado junto a una farola cuando Joona salió del adosado. Hacía mucho tiempo que no sentía semejante desazón. Se habían ensañado especialmente con la niñita.
Un técnico forense ya estaba de camino. Joona pasó por encima del precinto ondeante de plástico azul y blanco que acordonaba la zona y continuó avanzando hasta llegar junto a Lillemor.
Hacía viento y estaba oscuro. De vez en cuando, algunos copos de nieve secos les azotaban la cara. Lillemor era una mujer hermosa, aunque su aspecto era algo descuidado. Su rostro estaba en la actualidad lleno de arrugas de cansancio y se maquillaba en exceso, pero a Joona siempre le había parecido atractiva, con su nariz recta, sus pómulos altos y sus ojos rasgados.
– ¿Habéis empezado ya las diligencias? -preguntó él.
Ella negó con la cabeza y exhaló el humo de su cigarrillo.
– Yo lo haré -dijo él.
– Entonces me voy a casa a dormir.
– Eso suena bien. -Él sonrió.
– Acompáñame -bromeó ella.
– Comprobaré si se puede hablar con el chico.
– Precisamente he llamado al laboratorio de la científica en Linköping para que se pongan en contacto con el hospital de Huddinge.
– Joder…, genial.
Lillemor tiró el cigarrillo en la cuesta y pisó la colilla.
– En realidad, ¿qué tiene que ver la judicial con este caso? -preguntó ella, y desvió la mirada hacia su coche.
– Eso ya lo veremos -masculló Joona.
Volvió a pensar que el móvil de los asesinatos no había sido un intento de cobrar deudas de juego: sencillamente no cuadraba. Alguien quería eliminar a la familia entera, pero las motivaciones que había tras ese deseo estaban aún ocultas.
Cuando Joona montó de nuevo en su coche, llamó al hospital de Huddinge, donde le informaron de que el paciente había sido trasladado a la sección de neurocirugía del hospital Karolinska de Solna. Dijeron que su estado había empeorado una hora después de que los técnicos de la científica de Linköping hubieron encargado que un médico le tomara muestras biológicas.
Era plena noche cuando Joona empezó a conducir de vuelta a Estocolmo. En la carretera de Sodertälje llamó a los servicios sociales para iniciar la colaboración relacionada con los interrogatorios previstos dentro del marco de las diligencias. Le pasaron con una persona de apoyo a los testigos que estaba de guardia llamada Susanne Granat; le refirió las circunstancias especiales y le pidió poder llamarla de nuevo cuando conociera con exactitud cuál era el estado del paciente.
A las 2.05 de la madrugada, Joona estaba en la sección de cuidados intensivos de neurocirugía del hospital Karolinska. Quince minutos después tuvo ocasión de hablar con la médico responsable, Daniella Richards, quien le explicó que, aunque el chico sobreviviera a las lesiones, seguramente no podría ser interrogado hasta dentro de varias semanas.
– Se encuentra en estado de shock -le dijo la doctora.
– ¿Qué implica eso?
– Ha perdido mucha sangre; el corazón intenta compensar eso y su ritmo se acelera.
– ¿Han conseguido detener las hemorragias?
– Creo que sí; así lo espero, vamos. Le estamos suministrando sangre todo el tiempo, pero la falta de oxígeno en el organismo hace que no puedan eliminarse las sustancias de desecho, la sangre se vuelve más acida y puede dañar el corazón, los pulmones, el hígado, los riñones…
– ¿Está consciente?
– No.
– ¿Se podría hacer algo si tuviera que hablar con él? -quiso saber Joona.
– El único que posiblemente podría acelerar la recuperación del chico es Erik Maria Bark.
– ¿El hipnotista? -preguntó Joona.
Ella sonrió abiertamente y sus mejillas se ruborizaron.
– No lo llame así si quiere que lo ayude -dijo a continuación-. Es nuestro mejor experto en el tratamiento de estados de shock y traumas.
– ¿Hay algún problema si le pido que venga?
– Al contrario, yo también lo había pensado.
Joona buscó su teléfono en los bolsillos, se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche y le pidió a Daniella Richards que le prestara el suyo. Tras relatar las circunstancias a Erik Maria Bark, volvió a llamar a Susanne Granat, de servicios sociales, y le explicó que esperaba poder hablar pronto con Josef Ek. Susanne Granat le contó entonces que la familia se encontraba en sus archivos, que el padre era adicto al juego y que habían tenido contacto con la hija hacía tres años.
– ¿La hija? -preguntó Joona, escéptico.
– La hija mayor, Evelyn -explicó Susanne.