Martes 15 de diciembre, por la mañana
Antes de que se cierren las puertas del ascensor, Erik pulsa el botón más de diez veces seguidas. Sabe que no se pondrá en marcha más de prisa, pero no puede evitar hacerlo. Las palabras de su hijo pronunciadas desde la oscuridad del maletero de un coche se mezclan con fragmentos de recuerdos extraños que el vídeo ha removido en su mente. Una vez más oye la débil voz de Eva Blau decir que un hombre con cola de caballo se ha llevado a alguien. No obstante, había falsedad en sus palabras, intuye que la mujer ocultaba algo.
La cabina del ascensor resuena con fuerza mientras desciende con un silbido.
– El caserón… -dice deseando una y otra vez que sólo sea una coincidencia, que la desaparición de Benjamín no tenga ninguna relación con su pasado.
Finalmente el ascensor se detiene y la puerta se abre. Erik se apresura a cruzar el aparcamiento y a descender luego por la escalera. Dos plantas más abajo abre con la llave una puerta de acero y continúa a través del blanco pasaje subterráneo hasta una puerta equipada con un sistema de alarma. Mantiene pulsado el bolón del interfono un largo rato, recibe una respuesta renuente, se inclina hacia el micrófono y dice cuál es el motivo de su visita. «Nadie es bienvenido aquí», piensa. En el depósito se encuentran archivadas las historias clínicas de todos los pacientes, todos los estudios, todos los experimentos, las pruebas presentadas en contra de determinados fármacos y algunas más que dudosas investigaciones sanitarias. En los estantes hay miles de carpetas donde se conserva el resultado de pruebas secretas realizadas en posibles casos de VIH durante la década de los ochenta, esterilizaciones forzadas, experimentos dentales con disminuidos psíquicos llevados a cabo en la época en que se iba a sancionar la reforma de la asistencia dental sueca. Se obligó a niños de orfanatos, a enfermos mentales y a ancianos a tener pasta de azúcar en la boca hasta que se les corroyeron los dientes.
Se oye un zumbido en la puerta y Erik se interna en la luz inesperadamente cálida. La iluminación hace del depósito un lugar agradable, nada parecido a una cueva subterránea sin ventanas.
De la garita de vigilancia sale música de ópera: borbotones de coloraturas de una mezzosoprano. Erik se repone, intenta imprimir tranquilidad a su expresión y busca una sonrisa en su interior mientras se acerca a la garita.
Un hombre de baja estatura con un sombrero de paja está de espaldas regando unas flores.
– Hola, Kurtan.
El hombre vuelve la cabeza y se muestra felizmente sorprendido:
– Erik Maria Bark…, cuánto tiempo. ¿Cómo estás?
Erik no sabe muy bien qué decir.
– No lo sé -contesta sinceramente-. La verdad es que en este momento tengo bastantes problemas familiares.
– Ya veo, es…
– Bonitas flores -dice Erik tratando de evitar más preguntas.
– Pensamientos. Me vuelven loco. Conny aseguró que nada podría florecer aquí abajo. «¿Que nada podría florecer aquí?», le dije. ¡Pues mira esto!
– Sí, es estupendo -asiente Erik.
– Instalé lámparas de cuarzo por todas partes.
– Vaya.
– El mejor solárium -bromea mostrando un tubo de protector solar.
– Lamentablemente no puedo quedarme mucho tiempo.
– Ponte un poco en la nariz -dice Kurt, presionando el tubo y aplicando un poco de crema en la punta de la nariz de Erik.
– Gracias, pero…
Kurt baja la voz y los ojos le brillan de un modo especial cuando dice:
– A veces ando por aquí en calzoncillos, pero no se lo cuentes a nadie.
Erik le sonríe y nota la tensión en su propio rostro. Quedan en silencio y Kurt lo mira.
– Hace muchos años -comienza Erik-, grabé mis sesiones de hipnotismo.
– ¿Cuánto hace?
– Alrededor de diez años, hay una serie de cintas de VHS que…
– ¿VHS?
– Sí, ya eran obsoletas entonces -continúa Erik.
– Todas las cintas de vídeo se han digitalizado.
– Bien.
– Se encuentran en el archivo del ordenador.
– ¿Y cómo puedo acceder a ellas?
Kurt sonríe y Erik ve resaltar el esmalte blanco de los dientes en su rostro bronceado.
– Creo que puedo ayudarte.
Se dirigen juntos hacia los cuatro terminales que se encuentran en un hueco de las estanterías. Luego Kurt teclea rápidamente la contraseña y recorre con el cursor la pantalla buscando entre las grabaciones transferidas.
– ¿La cinta debería llevar tu nombre? -pregunta.
– Sí, así debería ser -responde Erik.
– No está -dice Kurt al cabo de un rato-. Probaré con «Hipnosis».
Teclea la palabra y realiza una nueva búsqueda.
– Aquí hay algo, míralo tú mismo.
No hay ningún resultado en lo que concierne a la terapia de Erik. Lo único relacionado con él de esa época es un documento sobre solicitudes y concesiones. Teclea la palabra «Caserón» y realiza una nueva búsqueda. Prueba con el nombre «Eva Blau», aunque los integrantes de su grupo no estaban registrados como pacientes del hospital.
– No hay nada -dice finalmente, cansado.
– Verás, hubo muchas complicaciones con las transferencias -explica Kurt-. Mucho material se arruinó, todo lo que estaba en Betamax y…
– ¿Quién lo digitalizó?
Kurt se vuelve hacia él y se encoge de hombros, lamentándose:
– Lo hicimos Conny y yo.
– Pero las cintas originales deben de estar en alguna parte -intenta Erik.
– Lo siento, pero realmente no tengo ni idea.
– ¿Crees que Conny podría saber algo?
– No.
– Llámalo y pregúntaselo, por favor.
– Se ha ido de viaje a Simrishamn.
Erik le da la espalda e intenta pensar con calma.
– Sé que gran parte del material fue destruido por error -dice Kurt.
Erik lo mira fijamente.
– Se trata de una investigación de vital importancia -declara, agotado.
– Ya te he dicho que lo siento.
– Lo sé, no quería…
Kurt retira una hoja seca de una de las plantas.
– ¿Abandonaste el hipnotismo? -pregunta-. Sí, claro que lo hiciste.
– Así es, pero ahora necesito comprobar…
Erik se interrumpe, no soporta continuar, sólo quiere regresar a su despacho, tomarse una pastilla y acostarse.
– A menudo tenemos problemas técnicos aquí abajo -continúa Kurt-, pero cada vez que nos quejamos nos responden que hagamos lo que podamos. «Tomáoslo con calma», nos dijeron cuando borramos los informes relativos a una investigación sobre la lobotomía realizados durante diez años. Viejas admisiones, cintas de 16 milímetros que fueron transferidas a VHS en la década de los ochenta pero que no llegaron a la era del ordenador.