Lunes 14 de diciembre, por la tarde
Erik Maria Bark está sentado frente al escritorio de su despacho. Una luz pálida se abre paso a través de la ventana que da al patio interior, vacío, del hospital. En una bolsa de plástico cerrada quedan los restos de una ensalada. Junto a la lámpara de sobremesa con la pantalla de color rosa hay una botella de plástico de dos litros de Coca-Cola. Erik observa la imagen impresa que Aida le envió a Benjamin: en la oscuridad, un rayo de luz forma un claro en el pasto amarillento, el seto y la parte trasera de la valla. A pesar de que se acerca mucho la fotografía a los ojos, resulta difícil entender qué es lo que ésta pretende mostrar, cuál es su objeto. Sostiene la fotografía cerca de su rostro y trata de adivinar algo en la cesta de plástico verde.
Erik piensa entonces en llamar a Simone para pedirle que le lea el correo electrónico al pie de la letra, para así saber exactamente qué fue lo que Aida le escribió a Benjamin y qué fue lo que él le contestó. Pero luego se dice que Simone no necesita hablar con él; no entiende por qué se comportó de un modo tan estúpido y reconoció, aun sin ser cierto, que tenía un lío con Daniella. Quizá sólo lo hizo porque anhelaba ser perdonado por Simone y porque ella desconfiaba constantemente de él.
De pronto Erik, vuelve a oír en su mente la voz de Benjamin cuando lo llamó desde el maletero del coche, piensa en su actitud adulta al tratar de no parecer asustado. Saca una pastilla rosa de Citadon de la caja de madera y la traga con un poco de café frío. La mano ha empezado a temblarle tanto que le resulta difícil volver a dejar la taza en el plato.
Se dice que Benjamín debía de estar terriblemente asustado, encerrado en la oscuridad del vehículo. Quería oír su voz, no sabía nada. No sabía quién se lo había llevado, ni adonde se dirigían.
¿Cuánto tiempo le llevará a Kennet rastrear la llamada? Erik está furioso por haber tenido que delegar la misión, pero se dice que si su suegro puede encontrar a Benjamín, todo lo demás no tiene ninguna importancia.
Apoya la mano en el auricular del teléfono y piensa en llamar a la policía para meterles prisa. Necesita saber si han llegado a algo, si han rastreado la llamada y si tienen ya algún sospechoso. Cuando comunica con la centralita y explica el motivo de su llamada, lo transfieren mal y debe volver a empezar. Espera poder hablar con Joona Linna, pero le pasan con el agente Fredrik Stensund, quien le confirma que está a cargo del sumario del caso por la desaparición de Benjamín Bark. El asistente de policía se muestra comprensivo y explica que él también tiene hijos adolescentes:
– Cuando salen, uno pasa la noche en vela, preocupado, sabe que debe dejarlos ir pero…
– Benjamín no salió de fiesta -dice Erik con gravedad.
– No, ciertamente tenemos datos que contradicen…
– Lo raptaron -interrumpe Erik.
– Entiendo cómo debe de sentirse, pero…
– No darán prioridad a la búsqueda de Benjamín, ¿verdad? -remacha Erik.
Ambos quedan en silencio. El asistente de policía respira profundamente varias veces antes de volver a hablar:
– Considero seriamente lo que dice y le prometo que haremos todo lo posible.
– Entonces encárguese de rastrear esa llamada -replica Erik.
– Nos estamos ocupando de ello -asegura Stensund.
– Por favor… -termina Erik débilmente.
Luego permanece sentado con el auricular en la mano. Deben rastrear la llamada, piensa. Deben encontrar un lugar, una zona en el mapa, una dirección. Tan sólo pueden atenerse a eso. Lo único que Benjamín pudo contarle fue que había oído una voz.
Como si hablaran desde debajo de una manta, piensa Erik, aunque no está seguro de recordarlo bien. ¿En verdad su hijo dijo que había oído una voz, una voz apagada? Quizá fuera sólo un murmullo, un sonido que le pareció una voz, sin palabras, sin significado. Erik se pasa la mano por los labios. Mira de nuevo la fotografía y se pregunta si hay algo entre la hierba, pero no ve nada. Luego se recuesta hacia atrás en su silla y cierra los ojos. La imagen sigue allí: sobre el seto y la valla oscura se ve un destello rosado, y el montículo verde que se desliza suavemente parece tener una tonalidad azul. Como una tela que se extendiera en el cielo nocturno, piensa. Y en ese mismo instante recuerda que Benjamin dijo algo sobre una casa, un caserón en ruinas.
Abre los ojos y se levanta de la silla. La voz apagada había dicho algo sobre una mansión. Erik no entiende cómo ha podido olvidarlo. Eso fue lo que dijo Benjamin antes de que el coche se detuviera.
Mientras se pone el abrigo intenta recordar dónde ha visto él un caserón; no existen tantos en la zona. Recuerda que vio uno en alguna parte al norte de Estocolmo, cerca de Rosersberg. Piensa con rapidez: la iglesia de Ed, en Runby. Hay que cruzar la avenida y la colina, dejar atrás el pueblo y descender hacia el lago Mälaren. La construcción se encuentra a la izquierda, en dirección al lago, antes de llegar a los barcos de piedra de Runsaborg. Es una especie de castillito de madera con torres, balconadas y un exceso de adornos de carpintería.
Erik abandona su despacho y atraviesa el corredor a toda prisa. Intenta recordar el día de la excursión y piensa que Benjamin también iba en el coche. Habían visto los barcos de piedra, uno de los mayores cementerios vikingos de Suecia, se habían detenido en medio de la elipse de grandes piedras grises sobre el césped verde. Era a finales de verano y hacía mucho calor. Erik recuerda el aire inmóvil y las mariposas sobre la gravilla del aparcamiento cuando subieron de nuevo al vehículo caldeado y emprendieron el viaje de regreso con las ventanillas bajadas.
En el ascensor que lleva al aparcamiento, recuerda que tras algunos kilómetros se desvió al arcén, detuvo el coche, señaló el caserón y le preguntó bromeando a Benjamín si le gustaría vivir allí.
– ¿Dónde?
– En esa casona -había dicho él, pero lo cierto es que ya no recordaba cuál había sido la respuesta de Benjamín.
El sol está a punto de ponerse. La luz oblicua despide destellos en el hielo de un charco en el aparcamiento del sector de neurología. La grava cruje bajo los neumáticos del coche cuando dobla hacia la entrada principal.
Obviamente Erik entiende que es poco probable que Benjamín se refiriera a esa casa en particular, aunque no es del todo imposible. Conduce hacia el norte por la E 4 mientras la luz menguante vuelve turbio el mundo. Parpadea tratando de ver mejor, y en cuanto aparecen los primeros tonos azulados en el horizonte, su mente comprende que está a punto de oscurecer.
Media hora después se acerca a la casona. Ha intentado comunicarse con Kennet cuatro veces para saber si ha conseguido rastrear la llamada de Benjamín, pero nadie ha respondido y Erik no ha dejado ningún mensaje.
El cielo conserva aún un débil brillo sobre el gran lago, mientras que el bosque se ve completamente negro. Conduce lentamente por la estrecha calle de entrada al pueblo, que ha ido creciendo en torno al lago. Los faros del automóvil recorren chalets recién construidos, casas de fin de siglo y pequeñas cabañas de recreo. Las luces relampaguean en las ventanas e iluminan una entrada para vehículos con un triciclo. Erik disminuye la velocidad y ve el caserón dibujarse detrás de una alta colina. Pasa junto a algunas casas más y luego aparca a un lado del camino. Baja del coche y retrocede, abre una verja que da a un terreno con un chalet de ladrillos oscuros, camina por el césped y rodea la casa. Un mástil es azotado por su cuerda. Erik salta la valla hacia el terreno contiguo y pasa junto a una piscina cubierta por un plástico que cruje. El gran ventanal de la casa baja que da al lago se ve de color negro. El empedrado está cubierto de hojas oscuras. Erik apura el paso, intuye el caserón al otro lado del seto y se abre camino a través de él.
Piensa que la finca está más protegida del acceso que las demás.
Los faros de un coche que circula por el camino iluminan algunos árboles. Erik recuerda la extraña fotografía de Aida, el pasto amarillento y el seto. Se acerca a la gran casa de madera y nota que un fuego azul parece arder en una de las habitaciones.
La casona tiene unas altas ventanas con montantes y un tejado voladizo que parece hecho de encaje tejido. Piensa que desde allí la vista del lago debe de ser fantástica. Una torre hexagonal más alta en uno de los costados y dos miradores acristalados hacen que la construcción parezca un palacio de madera en miniatura. El revestimiento de la pared llega hasta la base, pero la línea se interrumpe por un panel falso que crea una impresión multidimensional. El marco de la puerta está hecho en madera tallada, y las jambas terminan en un hermoso arco apuntado.
Al acercarse a la ventana, Erik ve que la luz azul proviene de un televisor. Están viendo un programa sobre patinaje artístico. La cámara sigue los largos desplazamientos, los saltos con giros y los rápidos cortes de los patines. La luz azul titila en las paredes de la habitación. En el sofá hay un hombre obeso con unos pantalones de chándal de color gris. Se quita las gafas y vuelve a reclinarse en el asiento. Parece ser que no hay nadie más con él. Sobre la mesita baja sólo se ve una taza. Erik intenta atisbar en la habitación contigua. Algo rechina débilmente al otro lado del cristal. Camina hasta la siguiente ventana y en el interior ve un dormitorio con la cama sin hacer y la puerta cerrada. Sobre la mesilla de noche hay algunos pañuelos arrugados junto a un vaso de agua y un mapa de Australia cuelga de una pared. Se oye cómo algo gotea en el alféizar. Erik prosigue su camino hacia la siguiente ventana. Las cortinas están cerradas y no se puede ver nada a través de ellas, pero de nuevo oye el extraño chirrido y algo parecido a un «clic».
Sigue adelante, rodea la torre hexagonal y luego ve un comedor. El mobiliario oscuro descansa sobre el brillante suelo de madera. Algo le dice a Erik que deben de utilizarlo en raras ocasiones. Frente a una vitrina hay un objeto negro en el suelo; parece la funda de una guitarra. Entonces oye un crujido, se inclina hacia el cristal, cubre con las manos el reflejo del cielo gris y ve un gran perro correr hacia él. El animal se abalanza contra la ventana y comienza a ladrar con las patas delanteras apoyadas en el cristal. Erik retrocede, tropieza con un tiesto, rodea rápidamente la casa y aguarda a ver qué ocurre con el corazón galopándole en el pecho.
Después de un momento, el perro se calla. Se enciende la luz exterior y luego vuelve a apagarse.
Erik no entiende qué está haciendo allí. Se siente terriblemente solo, desorientado. Comprende que debe regresar a su despacho en el Karolinska y echa a andar hacia el frente de la casa.
Tras rodearla, ve que hay alguien en la entrada. El hombre obeso está de pie en la escalera, con un chaquetón de plumas. En cuanto lo ve, su rostro muestra ansiedad; quizá esperaba encontrar a unos niños jugando, o tal vez un corzo.
– Hola -lo saluda Erik.
– Esto es propiedad privada -replica el hombre con voz estridente.
El perro empieza a ladrar de nuevo tras la puerta cerrada. Erik se acerca a la entrada y descubre que hay un deportivo amarillo en el camino de acceso. Es un biplaza, y el maletero es obviamente demasiado pequeño para transportar a una persona en su interior.
– ¿Es suyo ese Porsche? -pregunta.
– Sí, así es.
– ¿Tiene usted algún otro vehículo?
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Mi hijo ha desaparecido -responde Erik, muy serio.
– No tengo más coches, ¿entendido? -replica el hombre.
Erik anota el número de la matrícula en un papel.
– ¿Puede marcharse ya?
– Sí -responde Erik encaminándose hacia la verja.
Se detiene un momento en la oscuridad del camino y observa de nuevo la casa antes de regresar a su coche. Coge su pequeña caja de madera con el indígena y el papagayo, se echa algunas pastillas redondas y escurridizas en la palma de la mano, las cuenta con el pulgar y se las mete en la boca.
Tras un breve momento de duda, marca el número de Simone y oye el tono de llamada. Piensa que tal vez en ese momento esté en casa de Kennet comiendo sandwiches de salchichón y pepinillos en vinagre. La señal se prolonga en medio del silencio. Erik imagina el apartamento de Luntmakargatan a oscuras, el pasillo con la ropa de abrigo, la lámpara en la pared, la cocina con su mesa de roble larga y estrecha, las sillas. El correo se encuentra sobre el felpudo: una pila de periódicos, facturas y folletos publicitarios. No deja ningún mensaje en el contestador al oír la señal, sólo corta la comunicación. Gira la llave en el contacto, da media vuelta con el coche y comienza su camino de regreso a Estocolmo.
Observando la parte irónica del asunto, piensa que no hay nadie a quien pueda recurrir. Él, que ha dedicado tantos años a investigar la dinámica de grupos y la psicoterapia grupal, de repente se encuentra solo y aislado. No tiene siquiera una persona en la que apoyarse, alguien con quien hablar. No obstante, fue la fuerza grupal la que le hizo avanzar en su profesión. Trató de entender el hecho de que a las personas que habían sobrevivido a la guerra en grupo les resultara mucho más fácil enfrentarse a sus traumas que a aquellos que habían sufrido los mismos abusos en soledad. Quería saber cómo podía ser que los individuos pertenecientes a un grupo que habían sido torturados sanaran mejor sus heridas que las personas que se hallaban solas. ¿Qué hay en una comunidad que nos proporciona alivio?, se había preguntado. ¿Es reflejo, canalización, normalización, o verdadera solidaridad?
Bajo la luz amarillenta de la autopista, Erik marca el número de Joona Linna. El teléfono suena cinco veces, corta la comunicación y a continuación prueba a llamarlo al móvil.
– Sí, aquí Joona -dice distraídamente el comisario.
– Hola, soy Erik. ¿Han encontrado a Josef Ek?
– No -suspira Joona.
– Parece seguir un patrón propio.
– Ya se lo he dicho antes y pienso seguir diciéndoselo, Erik: debería aceptar la protección policial.
– Tengo otras prioridades.
– Lo sé.
Ambos guardan silencio.
– ¿Benjamín no ha vuelto a llamarlo? -pregunta Joona con su acongojado acento finlandés.
– No.
Erik oye una voz de fondo, como de un televisor.
– Kennet iba a rastrear la llamada, pero…
– Lo sé, pero eso puede llevar tiempo -repone Joona-. Hay que enviar un técnico a la centralita, a una estación base en particular.
– Pero al menos deben de saber de qué estación se trata.
– Creo que el operador puede saberlo de inmediato -responde Joona.
– ¿Puede saber de qué estación base se trata?
Joona guarda silencio un momento y luego responde en un tono neutro:
– ¿Por qué no habla usted con Kennet?
– Lo he intentado, pero no responde al teléfono.
Joona suspira débilmente.
– Lo comprobaré, pero no espere demasiado.
– ¿A qué se refiere?
– A que posiblemente se trate de una estación base de Estocolmo, y eso no significa nada hasta que un técnico especifique la procedencia de la llamada.
Erik lo oye hacer algo; suena como si destapara un tarro de cristal.
– Le estoy preparando té verde a mi madre -explica Joona brevemente.
Se oye el bramido de un grifo que luego se cierra de nuevo.
Erik contiene la respiración por un segundo. Sabe que el comisario debe dar prioridad a la huida de Josef Ek y que el caso de Benjamín no es en absoluto único para la policía. Un adolescente que desaparece del hogar familiar es el pan de cada día para ellos, pero debe preguntarlo de todos modos.
– Joona -dice-, quiero que se haga usted cargo del secuestro de Benjamín. Realmente lo quiero, me sentiría…
Erik se interrumpe. Le duelen las mandíbulas, las ha estado apretando con fuerza inconscientemente.
– Tanto usted como yo sabemos que ésta no es una desaparición común -prosigue-. Alguien inyectó un anestésico a Simone y a Benjamín. Sé que da usted prioridad a la búsqueda de Josef Ek, y entiendo que mi hijo no es asunto suyo desde el momento en que perdió la conexión con Josef, pero quizá haya ocurrido algo mucho peor…
Erik se interrumpe, demasiado indignado para poder continuar.
– Ya le he hablado sobre la enfermedad de Benjamín -se obliga a decir a continuación-. Después de unos pocos días su sangre ya no estará protegida por el preparado que la ayuda a coagular, y dentro de una semana los vasos sanguíneos habrán sufrido tanto que quizá tenga una parálisis o padezca una hemorragia cerebral o pulmonar al toser.
– Debe ser usted fuerte -dice Joona.
– ¿Puede ayudarme?
Erik permanece sentado en el coche con su indefensa súplica suspendida en el aire. No obstante, no le importa lo más mínimo: con gusto se pondría de rodillas para rogar que lo ayudaran. La mano con la que sostiene el teléfono está húmeda y resbaladiza por el sudor.
– No puedo hacerme cargo sin más de un expediente de la policía de Estocolmo -explica Joona.
– El agente se llama Fredrik Slensund; parece amable, pero no parece tener intención de salir de su cálido despacho.
– Ellos saben lo que hacen.
– No mienta por mí, se lo ruego -dice Erik en voz baja.
– No creo que pueda hacerme cargo del caso -declara Joona pesadamente-. No hay nada que yo pueda hacer al respecto, pero con gusto intentaré ayudarlo. Debe sentarse a pensar quién podría haberse llevado a Benjamin. Podría tratarse de alguien que simplemente lo viera a usted en la primera plana de los periódicos, pero también podría ser alguien conocido. Si no hay un sospechoso, tampoco hay caso, no hay nada. Debe usted reflexionar, repasar su vida entera una y otra vez, pensar en la gente que conoce, en la gente que conoce su esposa y también Benjamin. Examine a vecinos, familiares, colegas, pacientes, rivales, amigos… ¿Hay alguien que lo haya amenazado, que tal vez haya amenazado a Benjamin? Intente recordar. Podría tratarse de un acto impulsivo o bien de algo que ha sido planeado durante años. Analícelo todo detenidamente, Erik, y luego vuelva a llamarme.
Erik está a punto de pedirle una vez más a Joona que asuma el caso, pero no le da tiempo a decir nada antes de oír un clic. Luego sigue conduciendo mientras mira con ojos ardientes la autopista que se extiende frente a él.