Jueves 17 de diciembre, al mediodía.
Cuando Simone entra en la habitación de Kennet en el hospital lo encuentra incorporado en la cama. Su rostro ha recuperado un poco de color y, a juzgar por su expresión, parece que supiera que ella cruzaría el umbral en ese mismo momento.
Simone se acerca, se inclina y apoya con cuidado la mejilla sobre su mano.
– ¿Sabes lo que he soñado hoy, Sixan? -pregunta él.
– No. -Sonríe ella.
– He soñado con mi padre.
– ¿El abuelo?
Él ríe suavemente.
– ¿Puedes creerlo? Estaba en el taller, sudado y alegre. «Mi chico», fue todo cuanto dijo. Aún puedo percibir el olor a diesel…
Simone traga saliva y nota un doloroso nudo en la garganta. Kennet sacude lentamente la cabeza.
– Papá… -suspira ella-. ¿Recuerdas lo que hablamos justo antes de que te atropellaran?
Él la mira seriamente y de pronto es como si se encendiera una luz en su mirada áspera y penetrante. Trata de incorporarse pero vuelve a caer sobre la cama.
– Ayúdame, Simone -dice, impaciente-. Tenemos prisa, no puedo quedarme aquí.
– ¿Recuerdas lo que pasó, papá?
– Lo recuerdo todo perfectamente.
El se pasa la mano por los ojos, carraspea y extiende sus manos.
– Sujétame -ordena.
Esta vez, cuando su hija lo sostiene, logra sentarse en el borde de la cama con las piernas colgando.
– Necesito mi ropa.
Simone se apresura a ir hasta el armario para cogerla. Un poco más tarde, está de rodillas pasándole los pantalones por los pies cuando la puerta se abre y entra un joven médico.
– Debo irme de aquí -le dice Kennet bruscamente al hombre antes de que ni siquiera haya tenido tiempo de entrar en la habitación.
Simone se incorpora.
– Hola -dice estrechando la mano del joven doctor-. Mi nombre es Simone Bark.
– Ola Tuvefjäll -responde él, y parece avergonzado cuando se vuelve hacia Kennet, que está de pie abrochándose los pantalones.
– Hola -lo saluda él mientras se mete la camisa por dentro de los pantalones-. Lamento no poder quedarme más tiempo, pero tenemos una urgencia.
– No puedo obligarlo a permanecer aquí -dice el médico con serenidad-, pero debería ser consciente de que recibió un fuerte impacto en la cabeza. Quizá se sienta bien ahora, pero debe saber que podrían surgir complicaciones dentro de un minuto, de una hora…, quizá mañana.
Kennet se acerca al lavabo y se echa agua fría en la cara.
– Como ya le he dicho, lo lamento mucho -dice enderezando la espalda-, pero debo ir al mar.
El médico los mira intrigado cuando se apresuran a atravesar el corredor. Simone le habla a su padre acerca de la visita que le ha hecho a Aida. Mientras esperan el ascensor, ve que Kennet debe apoyarse en la pared para sostenerse.
– ¿Adonde vamos? -pregunta.
Por primera vez, el no protesta cuando su hija ocupa el asiento del conductor. Simplemente sube al coche junto a ella, se ajusta el cinturón de seguridad y se rasca la frente por debajo de la venda.
– Debes decirme adonde vamos -dice ella al ver que él no contesta-. ¿Cómo se llega allí?
Él le dirige una mirada extraña.
– Déjame pensarlo un momento -responde.
Se reclina en el asiento, cierra los ojos y guarda silencio un instante. Ella empieza a pensar que ha cometido un error; resulta evidente que su padre no está bien, que debe regresar al hospital. Entonces él abre de nuevo los ojos y dice:
– Toma Sankt Eriksgatan, cruza el puente y gira a la derecha en Odengatan. Sigue en línea recta hasta la estación Ostra. Desde allí, toma la calle Valhallavägen en dirección al oeste hasta el instituto de cine, donde debes coger Lindarängsvägen, que llega hasta el puerto.
– ¿Quién necesita GPS? -Simone sonríe mientras toma la atestada vía de Sankt Eriksgatan hacia el centro comercial de Västermalmsgallerian.
– Me pregunto… -empieza a decir Kennet, pensativo, pero luego se interrumpe.
– ¿Qué?
– Me pregunto si los padres sabrán algo.
Simone le dirige una rápida mirada de soslayo mientras el coche pasa junto a la iglesia de Gustav Vasa. Ve una larga hilera de niños vestidos con capuchas; llevan velas en la mano y cruzan lentamente el umbral del templo.
Kennet se aclara la garganta.
– Me pregunto si los padres sabrán lo que están haciendo sus hijos.
– Presión, abusos, violencia y amenazas… -responde Simone, agotada-. Los pequeños tesoros de mamá y papá.
Ella piensa en el día que fue a Tensta, al estudio de tatuajes. Unos muchachos sostenían a una chica por encima de la barandilla. No estaban en absoluto asustados. Por el contrario, se los veía amenazantes, peligrosos. Piensa cu cómo Benjamin intentó detenerla luego para que no se acercara al muchacho en la estación de metro. Ahora entiende que debía de ser uno de ellos. Probablemente hubiera oído que usaban nombres de personajes de Pokémon.
– ¿Qué le está pasando al género humano? -pregunta retóricamente.
– No tuve un accidente de tráfico, Sixan. Me empujaron frente a un coche -declara entonces Kennet con voz afilada-. Y vi quién lo hizo.
– ¿Te empujaron? ¿Quién…?
– Fue uno de ellos, una criatura. Una niña.
Los bajos triángulos luminosos brillan en las negras ventanas del instituto de cine. Hay lodo en el punto de la calzada donde Simone gira para tomar Lindarängsvägen. Sobre el barrio de Gärdet penden pesadas nubes, parece que pronto va a caer una verdadera lluvia torrencial sobre los dueños de los perros y sus felices mascotas.
Loudden es un cabo situado inmediatamente después de la zona franca de Estocolmo. A finales de la década de 1920, el cabo se transformó en un puerto petrolero, con casi cien cisternas. La zona abarca construcciones industriales de baja altura, torres de agua y terminales para portacontenedores, refugios abiertos en la roca y muelles.
Kennet saca la tarjeta de visita que encontró en la billetera del chico.
– Calle Louddsvägen, 18 -dice haciéndole un gesto a Simone para que detenga el coche.
Ella gira hacia una zona asfaltada demarcada por unas altas vallas metálicas.
– Andaremos el último trecho hasta allí -dice Kennet al tiempo que se desabrocha el cinturón de seguridad.
Caminan entre enormes cisternas y observan estrechas escaleras enroscarse como serpentinas en torno a las construcciones cilíndricas. El óxido gana terreno en las planchas metálicas soldadas entre sí, en las sujeciones de la escalera y la barandilla de seguridad.
Una lluvia fina y fría comienza a caer. Las gotas golpean a su alrededor con un ruido metálico. Muy pronto oscurecerá y ya no podrán ver nada. Se han formado pequeños senderos amarillos, rojos y azules entre los grandes contenedores allí apiñados. No hay ninguna clase de iluminación exterior, sólo cisternas, contenedores de carga, casetas que se utilizan a modo de oficinas y, más cerca del agua, el sencillo asentamiento del muelle con sus grúas, rampas, gabarras y diques secos. Una camioneta sucia de la marca Ford está aparcada frente a un cobertizo situado en el flanco de un gran local de depósito de planchas de aluminio corrugado. En el oscuro vidrio de la ventana del cobertizo se ven unas letras autoadhesivas casi despegadas: «El Mar.» Las letras inferiores más pequeñas se han desprendido, pero aún es posible leer la marca que las palabras han dejado en el cristal: «Escuela de buceo.» Junto a la puerta hay una pesada tranca.
Kennet espera un breve instante, escucha y luego tira de la puerta con cuidado. La pequeña oficina está a oscuras. En su interior sólo se ve un escritorio, algunas sillas plegables con asientos de plástico y un par de bombonas de oxígeno oxidadas. De la pared cuelga una lámina descolorida de peces exóticos en el agua color esmeralda. Es evidente que la escuela de buceo ya no tiene su oficina allí. Quizá hayan interrumpido la actividad, o quebrado, o tal vez se hayan trasladado.
Un ventilador empieza a girar de pronto tras una rejilla y se oye un ruido en el interior de una de las puertas. Kennet se lleva un dedo a los labios. Claramente se oyen pasos. Se apresuran, abren la puerta y miran el interior de un gran depósito. Alguien corre en la oscuridad. Simone intenta ver algo mientras Kennet baja una escalera de acero y comienza una persecución, pero grita de repente.
– ¿Papá? -llama ella.
No puede verlo pero oye su voz. Él maldice y le grita que tenga cuidado.
– Han tendido un alambre de espino.
Hay un ruido metálico en el suelo de hormigón. Kennet ha comenzado a correr nuevamente. Simone lo sigue, pasa por encima del alambre de espino y entra en el amplio local.
El aire es frío y húmedo. Está oscuro y resulta difícil orientarse. Se oyen rápidos pasos a lo lejos.
A través de una ventana sucia se filtra la luz del reflector de una de las grúas para contenedores. Simone ve a alguien de pie junto a una carretilla elevadora. Se trata de un chico con una máscara que le cubre el rostro, una máscara de tela gris o de cartón. Sujeta una vara de hierro en la mano, da algunos pasos nerviosos y se esconde.
Kennet camina enérgicamente en su dirección entre las estanterías.
– ¡Detrás de la carretilla elevadora! -exclama Simone.
El chico de la máscara corre entonces hacia adelante y le arroja a Kennet la vara metálica, que da vueltas en el aire y pasa justo por encima de su cabeza.
– ¡Espera! ¡Sólo queremos hablar contigo! -grita Kennet.
El chico abre una puerta de acero y corre hacia el exterior. Se oye un retumbo y la luz entra. Kennet ya ha llegado a la puerta.
– Se escapará -dice con un silbido.
Simone lo persigue, pero al salir resbala y cae en el húmedo puente de carga. Al tiempo que nota un fuerte olor a desperdicios, vuelve a levantarse y ve a su padre correr a lo largo del muelle. El suelo está resbaladizo a causa de la nevisca, y cuando se apresura a seguirlo casi resbala de nuevo y está a punto de caer desde el borde. Continúa corriendo mientras a lo lejos divisa a las dos figuras que se alejan por el muelle. El agua oscura y semicongelada de la nieve enfangada golpea contra el borde.
Simone sabe que, si tropezara y cayera, no pasaría mucho tiempo antes de que el agua helada la paralizara. Se hundiría como una piedra con la pesada capa de lluvia y las botas de invierno. De pronto recuerda a aquel periodista que murió junto a su amiga cuando su coche cayó al agua en el muelle. El automóvil se hundió en el agua como una nasa, fue tragado por el cieno suelto del fondo y desapareció. Cats Falk, así se llamaba, piensa Simone.
Está sin aliento y tiembla por el nerviosismo y el esfuerzo. Nota la espalda empapada por la lluvia.
Entonces ve que su padre se ha detenido; al parecer, ha perdido al chico. Está de pie esperándola, con las manos apoyadas sobre las rodillas. El vendaje en torno a su cabeza se ha desprendido y jadea trabajosamente para recuperar el aliento. Un chorro de sangre mana de su nariz. Parece como si algo se hubiera roto en sus pulmones. En el suelo hay una careta de cartón. Está prácticamente deshecha por la lluvia. Cuando el viento la atrapa, vuela y cae al agua.
– Menuda mierda -exclama Kennet cuando ella se le acerca.
Luego dan media vuelta mientras el cielo sigue oscureciéndose a su alrededor. La lluvia ha amainado, pero en cambio ha empezado a soplar un fuerte viento que silba entre las grandes construcciones de chapa. Pasan por un dique seco de forma ovalada y Simone oye el canto oscuro y monótono del viento allí abajo. Hay cubiertas de tractor que cuelgan de cadenas oxidadas en el borde y sirven de escala. Ella mira hacia abajo, en dirección al formidable hueco perforado en la tierra. Una enorme pila sin agua, de paredes de roca ásperas reforzadas con hormigón y sujetas con tirantes de acero. Cincuenta metros más abajo se ve el suelo de cemento con grandes zócalos.
Una lona impermeabilizada se golpea con el viento y la luz de una grúa titila en las paredes verticales del dique seco. Simone ve de repente a alguien sentado detrás de un zócalo de hormigón allí abajo.
Kennet nota que su hija se detiene y se vuelve hacia ella, intrigado. Sin decir nada, Simone señala en dirección al dique seco.
La figura acurrucada se aleja de la luz.
Kennet y Simone se abalanzan hacia la estrecha escalera de la pared. La figura se levanta y echa a correr hacia algo que parece ser una puerta. Kennet se agarra a la barandilla y baja corriendo por los empinados escalones. Resbala, pero recupera el equilibrio. En el aire flota un penetrante olor a metal, óxido y lluvia. Siguen bajando pegados a la pared con el eco de sus pasos resonando en la profundidad del dique.
El fondo está empapado. Simone siente el agua helada filtrarse en sus botas. Tiene frío.
– ¿Hacia adonde ha ido? -exclama.
Kennet se apresura entre los zócalos que mantienen la nave en su lugar mientras se bombea para extraer el agua. Señala el lugar por donde el chico ha desaparecido: como suponían, no hay ninguna puerta, sino una especie de ojo de buey. Kennet echa una ojeada pero no ve nada. Está agitado, se seca la frente y el cuello.
– Sal de una vez -resuella-. Ya basta, vamos.
Se oye un ruido áspero, pesado y rítmico. Kennet empieza a arrastrarse hacia el ojo de buey.
– Ten cuidado, papá.
Algo cruje y luego la compuerta de la esclusa empieza a chirriar. De repente se oye un silbido ensordecedor y Simone entiende lo que está a punto de ocurrir.
– ¡Dejará entrar el agua! -exclama.
– ¡Hay una escalera aquí dentro! -oye que grita Kennet.
Con una presión enorme, pequeños chorros de agua helada comienzan a caer en el interior del dique seco a través del mínimo resquicio entre las compuertas de la esclusa. Se sigue oyendo un ruido metálico y las compuertas se separan aún más. El agua se precipita hacia abajo. Simone se abalanza hacia la escalera mientras el nivel sube. Lucha para avanzar en el agua helada que ya le llega a las rodillas. La luz de la grúa titila en las rugosas paredes. El agua forma una corriente, crea fuertes remolinos y tira de ella hacia atrás. Simone se golpea contra una gran protección metálica y nota que el pie se le duerme a causa del dolor. La pesada masa de agua negra retumba allí abajo. Está a punto de echarse a llorar cuando finalmente alcanza la empinada escalera y empieza a subir por ella. Después de algunos escalones se vuelve, pero no puede ver a su padre en la oscuridad. El agua ya llega hasta el ojo de buey de la pared. Resuena un chirrido que parece un grito, Simone se sobresalta pero continúa subiendo. El aire le quema en los pulmones. De pronto oye que el estrépito del agua ha empezado a amainar. Las compuertas se cierran y el flujo de agua se detiene.
Ha perdido la sensibilidad en la mano que tiene asida a la barandilla metálica. Nota su ropa pesada y tirante en torno a los muslos. Sube y entonces ve a Kennet al otro lado del dique seco. Él le hace señas mientras arrastra al muchacho en dirección a la vieja escuela de buceo.
Simone está empapada, tiene las manos y los pies helados. Su padre y el chico esperan junto al coche. La mirada de Kennet es extraña, distante. El muchacho está de pie frente a él con la cabeza gacha.
– ¿Dónde está Benjamín? -grita Simone antes de llegar.
Él no dice nada. Ella lo agarra por los hombros y lo obliga a mirarla. Se sorprende tanto al ver su rostro que deja escapar un gemido.
Al chico le han cortado la punta de la nariz.
Da la impresión de que alguien ha intentado coser la herida, pero de una manera burda y apresurada. Su mirada es totalmente apática. El viento silba. Los tres suben entonces al coche. Simone arranca el motor para que se ponga en marcha la calefacción y rápidamente se empañan las ven lanillas. Busca una chocolatina y se la tiende al chico. En el interior del vehículo reina el más absoluto silencio.
– ¿Dónde está Benjamín? -pregunta Kennet.
El muchacho se mira las rodillas. Mastica la chocolatina y traga con dificultad.
– Vas a contármelo todo, ¿me oyes? Han golpeado a otros niños para quitarles su dinero.
– Yo ya no estoy con ellos, lo he dejado -murmura él.
– ¿Por qué abusabais de otros niños? -pregunta Kennet.
– No sé, fue algo que surgió cuando…
– ¿Surgió? ¿Dónde están los demás?
– No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? Quizá ahora formen parte de otra pandilla -dice el chico-. Entiendo que así es con Jerker.
– ¿Tú eres Wailord?
La boca del chico tiembla.
– Lo he dejado -responde débilmente-. Juro que lo he dejado.
– ¿Dónde está Benjamin? -grita de pronto Simone.
– No lo sé -se apresura a decir él-. No volveré a hacerle daño, lo prometo.
– Escúchame -continúa ella-, soy su madre, debo saberlo…
Pero se interrumpe cuando el chico comienza a mecerse atrás y adelante. Llora desconsoladamente y repite una y otra vez:
– Lo prometo, lo prometo…, lo prometo…, lo prometo…
Kennet apoya la mano en el brazo de Simone.
– Debemos regresar con él -dice con voz hueca-. El muchacho necesita ayuda.