Capítulo 49

Sábado 19 de diciembre, por la tarde

El calambre en el estómago de Joona Linna ya casi ha desaparecido cuando pone la quinta y el coche zumba sobre la nieve derretida de la E 4 en dirección a Uppsala. La institución para enfermos mentales de Ulleräker sigue en funcionamiento, a pesar de los grandes recortes en la atención psiquiátrica que se introdujeron con la reforma llevada a cabo a principios de la década de los noventa, con la que el gobierno sueco pretendía que una gran cantidad de personas enfermas se las arreglaran por sí mismas tras haber pasado allí media vida. Se les ofrecieron viviendas, pero obviamente tuvieron que abandonarlas pronto, ya que no pagaban las facturas ni estaban en absoluto capacitados para ocuparse de las tareas de la casa. Los internamientos disminuyeron, pero los sin techo aumentaron en la misma proporción. La gran crisis financiera surgió como consecuencia de las políticas neoliberales, y de repente las autoridades no tuvieron recursos suficientes para volver a acoger a esas personas. En la actualidad sólo están en funcionamiento dos instituciones psiquiátricas en Suecia, y Ulleräker es una de ellas.

Como de costumbre, Anja ha hecho un buen trabajo. Cuando Joona cruza la entrada principal se da cuenta por la mirada de la chica de recepción de que lo están esperando.

– ¿Joona Linna? -dice ella simplemente.

Él asiente y le muestra su identificación policial.

– El doctor Langfeldt lo espera. Primer piso, la primera habitación a la derecha del pasillo.

Joona le da las gracias y comienza a subir la ancha escalera de piedra. A lo lejos oye golpes secos y gritos. Por el olor, percibe que alguien está fumando, y oye el sonido de un televisor en algún lugar. Hay rejas en las ventanas. Afuera se ve un parque que más bien parece un cementerio con arbustos oscuros y mojados por la lluvia, así como espalderas podridas por la humedad por las que trepan plantas nudosas. Joona piensa que es un lugar sombrío, y se dice que la finalidad de un sitio como ése no es que los pacientes sanen. En realidad es un sitio de conservación. Llega al primer rellano de la escalera y mira a su alrededor. A la izquierda, detrás de una puerta de cristal, hay un pasillo largo y estrecho. Cavila por un momento acerca de dónde lo ha visto antes, hasta que se da cuenta de que es prácticamente una copia de la prisión de Kronoberg; un corredor con puertas cerradas con candados a lado y lado. Una mujer mayor con un vestido largo sale por una de ellas. Lo mira fijamente a través del cristal. Joona le hace un gesto con la cabeza y luego abre la puerta en dirección al pasillo. Hay un fuerte olor a desinfectante, un olor acre que le recuerda al cloro.

El doctor Langfeldt está de pie esperándolo junto a la puerta cuando Joona llega a la habitación.

– ¿Es usted el policía? -pregunta retóricamente tendiendo su mano ancha y regordeta hacia Joona.

Su apretón es asombrosamente suave; quizá el más suave que le han dado jamás a Joona.

La expresión en el rostro del doctor Langfeldt no cambia cuando dice con un sobrio gesto:

– Si es tan amable de entrar…

El despacho del médico es sorprendentemente grande. Las paredes están cubiertas de pesadas estanterías con carpetas idénticas. En la estancia no hay ningún objeto decorativo, ningún cuadro o fotografía. La única imagen es el dibujo de un niño que cuelga de la puerta. Los pies nacen directamente de la cabeza en el dibujo hecho con ceras de color verde y azul. Los niños de tres años de edad suelen dibujar a las personas de ese modo. Directamente desde el rostro, que tiene ojos, nariz y boca, salen los brazos y las piernas. Se puede considerar o bien que esos dibujos no tienen cuerpo, o que la cabeza es el cuerpo que tienen.

El doctor Langfeldt se acerca a su escritorio, sobre el que descansan pilas de papeles. Retira un teléfono de viejo diseño de la silla para las visitas y vuelve a dirigirle un austero movimiento de la mano a Joona, que lo interpreta como una invitación a tomar asiento.

El médico lo mira pensativo. Su rostro es pesado y arrugado. Hay algo sin vida en sus rasgos, casi como si sufriera de parálisis facial.

– Gracias por haberse tomado la molestia -dice Joona-. Es fin de semana y…

– Sé qué es lo que quiere preguntarme -lo interrumpe él-. Quiere información acerca de Lydia Evers, mi paciente, ¿no es así?

Joona abre la boca pero el doctor alza una mano para detenerlo.

– Supongo que ha oído hablar del secreto profesional y de la ley de confidencialidad en lo que respecta a los pacientes -continúa Langfeldt-. Además…

– Conozco la ley -lo interrumpe Joona-. Si por el delito que se investiga corresponden más de dos años de prisión como consecuencia…

– Sí, sí, sí -dice Langfeldt.

La mirada del médico no es evasiva, sino simplemente exánime.

– Obviamente, también podría citarlo para un interrogatorio -dice Joona suavemente-. El fiscal está preparando la solicitud de prisión preventiva para Lydia Evers. Por supuesto, también tendremos que confiscar la historia clínica.

El doctor Langfeldt golpetea unos dedos con otros y se humedece los labios.

– Es sólo que quiero… -Se interrumpe unos segundos y luego prosigue-: Simplemente quiero tener una garantía.

– ¿Una garantía?

El médico asiente.

– Quiero que mi nombre quede fuera de esta historia.

Joona cruza la mirada con él y se da cuenta en seguida de que esa ausencia de vida es en realidad miedo contenido.

– No puedo prometerle eso -dice ásperamente.

– Por favor.

– Soy pertinaz -explica Joona.

El doctor se recuesta en su silla. Hay una leve tirantez en las comisuras de sus labios. Es el único signo de nerviosismo que ha mostrado hasta el momento.

– ¿Qué es lo que quiere saber? -pregunta.

Joona se inclina hacia adelante y dice:

– Todo, siempre quiero saberlo todo.

Una hora más tarde, Joona Linna sale del despacho del médico. Echa un rápido vistazo hacia el pasillo opuesto, pero la mujer del vestido largo ya no está. Cuando baja apresuradamente la escalera de piedra nota que fuera ha oscurecido por completo, ya no se distingue el parque ni las espalderas. Obviamente, la chica de la recepción ya se ha marchado a su casa. El mostrador está vacío y la puerta que da al exterior está cerrada. El edificio está en completo silencio, a pesar de que Joona sabe que la institución alberga a cien pacientes.

Está tiritando cuando sube a su coche nuevamente y abandona el amplio aparcamiento.

Hay algo que lo perturba, algo que se le escapa. Intenta recordar el punto en el que comenzó a molestarlo.

El doctor cogió una carpeta igual que todas las demás que llenaban los estantes, y golpeó suavemente la primera página al tiempo que decía:

– Aquí está.

La fotografía de Lydia mostraba a una mujer bastante hermosa, de cabello largo teñido con alheña y una extraña expresión sonriente: la furia corría bajo la superficie suplicante.

La primera vez que Lydia fue internada para recibir tratamiento psiquiátrico sólo tenía diez años. El motivo del ingreso fue que había asesinado a su hermano menor, Kasper Evers. Un domingo le abrió el cráneo al partirle un palo de madera en la cabeza. Al doctor le contó que su madre la obligaba a cuidar de su hermano. Kasper era responsabilidad suya cuando la madre estaba trabajando o durmiendo. Castigarlo era tarea suya.

Tas la muerte de Kasper Evers con tres años de edad, las autoridades se hicieron cargo de Lydia y la madre fue condenada a prisión por maltrato infantil.

– Lydia perdió a toda su familia -murmura Joona.

Pone en marcha el limpiaparabrisas cuando un autobús que circula en sentido contrario salpica agua sobre su coche.

El doctor Langfeldt sólo trató a Lydia con fuertes ansiolíticos, no le administró ningún tipo de terapia, ya que consideró que había actuado sometida a una gran presión por parte de la madre. Por prescripción suya, la chica fue internada en un hogar abierto para delincuentes juveniles. Cuando cumplió catorce años desapareció del registro, se mudó a su antigua casa y vivió allí junto a un muchacho que había conocido en el hogar para jóvenes. Cinco años más tarde volvió a aparecer en los documentos cuando fue internada nuevamente, según la ley ahora abolida, porque en repetidas ocasiones había golpeado a un niño en un parque infantil.

El doctor Langfeldt se encontró con ella por segunda vez en la institución y se convirtió en su médico, aunque esta vez no estaba autorizado a darle el alta.

El médico le contó al comisario con voz áspera y distante que Lydia había ido a un parque infantil y había elegido a un niño en especial, un niño de cinco años de edad al que había atraído hacia sí y luego golpeado. A parecer, acudió varias veces al parque antes de que la detuvieran. El último episodio de maltrato fue tan grave que el pequeño estuvo a punto de morir.

– Lydia pasó seis años internada en la clínica psiquiátrica de Ulleräker. Estuvo bajo tratamiento durante todo ese tiempo -explicó Langfeldt sonriendo sin alegría-. Su comportamiento fue ejemplar. El único problema con ella era que constantemente creaba alianzas con los demás pacientes. Creaba grupos a su alrededor, grupos a los que exigía una lealtad absoluta.

Ahora Joona piensa que Lydia está formando una familia. Gira con su coche hacia Fridhemsplan cuando de repente recuerda la fiesta del personal en Skansen. Considera la posibilidad de fingir que lo ha olvidado, pero entiende que le debe a Anja su presencia allí.

Langfeldt había cerrado los ojos y masajeado las sienes antes de continuar:

– Tras seis años sin incidentes, Lydia comenzó a tener permisos de salida.

– ¿Ningún tipo de incidente? -preguntó Joona.

El médico lo pensó.

– Ocurrió algo, pero nunca pudo probarse.

– ¿Qué fue lo que ocurrió?

– Una paciente sufrió una herida en el rostro. Sostenía que ella misma se había cortado, pero se rumoreaba que había sido Lydia Evers quien lo había hecho. Por lo que recuerdo, sólo eran chismes. No había nada serio en ellos.

Langfeldt alzó entonces las cejas como si quisiera proseguir con su exposición.

– Continúe -dijo Joona.

– Obtuvo el alta y se mudó nuevamente al hogar familiar. Continuó bajo tratamiento psiquiátrico y su conducta era buena. No había ningún motivo -añadió el doctor-, ninguno en absoluto, para dudar de su verdadero empeño por sanar. Años más tarde, Lydia finalizó el tratamiento, y entonces eligió una forma de terapia que estaba de moda en aquella época. Se unió a un grupo de terapia con…

– Erik Maria Bark -completó Joona.

Langfeldt asintió.

– Al parecer, el hipnotismo no le resultó tan provechoso -dijo con soberbia-. Al final, Lydia tuvo un intento de suicidio, y acabó volviendo a mí por tercera vez…

– ¿Le habló de lo que le sucedió? -lo interrumpió Joona Langfeldt sacudió la cabeza.

– Según tengo entendido, todo fue culpa de ese hipnotista.

– ¿Es usted consciente de que Lydia reconoció haber maltratado a un niño ante Erik Maria Bark? -preguntó el comisario con aspereza.

Langfeldt se encogió de hombros.

– Algo oí, pero supongo que un hipnotista puede hacer que la gente reconozca cualquier cosa.

– ¿Entonces no tomó en serio su confesión? -preguntó.

Langfeldt dibujó una débil sonrisa.

– Estaba hecha una piltrafa, no existía la posibilidad de entablar una conversación con ella. Tuve que aplicarle terapia de electroshock y administrarle fuertes fármacos neurolépticos. Fue un gran logro conseguir que saliera adelante nuevamente.

– ¿Así que ni siquiera intentó investigar si había algo de cierto en su confesión?

– Supuse que se trataba de un sentimiento de culpa por su hermano menor -contestó Langfeldt severamente.

– ¿Cuándo le dio el alta?

– Hace dos meses. Sin duda estaba bien.

Joona se puso en pie y su mirada volvió a recaer en la única imagen del despacho del doctor Langfelt, el dibujo sin cuerpo que colgaba de la puerta. Una cabeza andante, pensó de repente. Sólo un cerebro, sin corazón.

– Ése es usted, ¿verdad? -dijo señalando el dibujo.

El médico parecía confundido cuando el comisario abandonó la habitación.


Son las cinco de la tarde; el sol se ha puesto hace dos horas. Hace frío y está oscuro como boca de lobo. De las pocas farolas de las calles proviene una luz brumosa. Más allá de Skansen, la ciudad se adivina en manchones de tenue luz. En las casetas se vislumbra a los artesanos del vidrio soplado y la platería. Joona atraviesa el mercado de Navidad. Las fogatas arden aquí y allá, los caballos piafan. Hay gente asando castañas. Algunos niños corretean por un laberinto de piedra y otros beben chocolate caliente. Se oye música, las familias danzan en corros alrededor de un abeto alto colocado en el centro de la pista de baile.

El teléfono de Joona suena y él se detiene frente a un puesto de salchichas y carne de reno.

– Sí, aquí Joona Linna.

– Hola, soy Erik Maria Bark.

– Hola.

– Creo que Lydia se ha llevado a Benjamín al caserón de Jussi. Queda a las afueras de Dorotea, en la provincia de Västerbotten, en Laponia.

– ¿Eso cree?

– Estoy casi seguro -contesta Erik con resolución-. Ya no hay más vuelos hoy. No tiene por qué acompañarme usted, pero he reservado tres pasajes para mañana temprano.

– Bien -dice Joona-. Si puede enviarme un mensaje de texto con los datos de ese tal Jussi, me pondré en contacto con la policía de Västerbotten.

Mientras Joona camina por los estrechos senderos de gravilla hacia el restaurante Solliden, oye las risas de unos niños detrás de él y se sobresalta. El bonito restaurante pintado de amarillo está decorado con guirnaldas de luces y ramitas de abeto. En el comedor han dispuesto cuatro enormes mesas alargadas con comida típicamente navideña. Joona ve a sus compañeros de trabajo nada más entrar. Se han sentado junto a los grandes ventanales, que ofrecen una fantástica vista de las aguas de la bahía de Nybroviken y de Sodermalm, con el parque de atracciones de Grona Lund a un lado y el museo Vasa al otro.

– ¡Estamos aquí! -exclama Anja, llamándolo.

Se pone de pie y le hace señas. Joona siente que se alegra por su entusiasmo. Aún tiene una sensación desagradable que se arrastra por su cuerpo tras la visita al médico de Ulleräker.

Saluda a todo el mundo y luego se sienta junto a Anja. Carlos Eliasson está frente a él. Lleva una caperuza de duende y mueve la cabeza alegremente hacia Joona.

– Hemos tomado aguardiente -dice en un tono confidencial, y su piel, por lo común amarillenta, se sonroja claramente.

Anja intenta pasar la mano por debajo del brazo de Joona, pero él se pone repentinamente en pie y dice que va a por un poco de comida.

Camina entre las mesas repletas de gente que charla y come mientras piensa que en realidad no consigue que despierte en su interior un verdadero espíritu navideño. Es como si una parte de sí mismo aún estuviera en el salón de los padres de Johan Samuelsson. O como si todavía deambulara por la institución psiquiátrica de Ulleräker, subiera por la escalera de piedra y avanzara hacia la puerta cerrada que comunica con el largo pasillo parecido a una cárcel.

Joona coge un plato de la pila, se pone a la cola para servirse unos pocos arenques y observa a sus compañeros de trabajo desde la distancia. Anja ha embutido su cuerpo rollizo en un vestido rojo de moer. Aún lleva puestas las botas de nieve. Petter habla intensamente con Carlos. Se ha afeitado la cabeza y la coronilla se ve brillante bajo la luz de las arañas.

Joona se sirve arenques en escabeche y a la mostaza y permanece de pie. Observa a una mujer de otro grupo. Lleva puesto un vestido gris claro ajustado y dos chicas con bonitos peinados la acompañan hacia la mesa de los dulces. Un hombre con un traje marrón se apresura a seguirlas llevando a una niña con un vestido rojo de la mano.

Se han acabado las patatas de una cacerola. Joona espera un buen rato hasta que una camarera se acerca con un cuenco y la rellena con patatas recién cocidas. Su plato favorito, el pastel de nabicol finlandés, no se ve por ninguna parte. Joona hace equilibrios con el plato entre los agentes que ya van por el cuarto plato. Cinco técnicos criminalistas cantan junto a la mesa una canción de brindis con las pequeñas copas en alto. Joona se sienta y en seguida nota la mano de Anja sobre su pierna. Ella le sonríe.

– ¿Recuerdas que ibas a permitirme que te sobara? -bromea.

Se inclina hacia él y susurra:

– Esta noche quiero bailar un tango contigo.

Carlos la oye y exclama:

– ¡Anja Larsson! ¡Tú y yo bailaremos un tango!

– Bailaré con Joona -dice ella con decisión.

Carlos ladea la cabeza y farfulla:

– Entonces reservaré mi turno.

Anja hace un mohín y saborea su cerveza.

– ¿Cómo te ha ido en Ulleräker? -le pregunta a Joona.

Él responde con una mueca y Anja le habla de un tipo que no estaba especialmente enfermo pero que fue fuertemente medicado porque era lo más cómodo para el personal de la clínica.

Joona asiente, se dispone a probar el salmón ahumado pero de pronto se detiene. Ahora recuerda qué le pareció tan importante acerca de lo que le contó Langfeldt.

– Anja -dice-. Necesito un informe policial.

Ella ríe tontamente.

– Ahora, no -replica.

– Entonces mañana, pero lo más pronto posible.

– ¿Qué clase de informe?

– Es un caso de maltrato. Lydia Evers fue recluida por haber maltratado a un niño en un parque infantil.

Anja saca un lápiz y anota algo en un ticket que hay frente a ella.

– Mañana es domingo, me gusta dormir hasta tarde -dice, disgustada.

– Tendrás que dejarlo para otro día.

– ¿Bailarás conmigo?

– Te lo prometo -susurra Joona.


Carlos dormita sentado en una silla del guardarropa. Petter y sus acompañantes se han marchado ya al centro para seguir la fiesta en el club Café Opera. Joona y Anja han prometido ocuparse de que Carlos llegue a su casa sano y salvo. Mientras esperan el taxi, salen al aire frío de la noche. Joona conduce a Anja hacia la pista de baile y le advierte que la madera de la plataforma está cubierta por una fina capa de hielo.

Luego bailan mientras él tararea suavemente:

– Dum-dum, du-du-dum…

– Cásate conmigo -suspira Anja.

Joona no contesta. Piensa en Disa y en su rostro melancólico. Piensa en la amistad de todos esos años y en cómo se vio obligado a dejarla el otro día. Anja va más allá y trata de lamerle la oreja, pero él aleja despacio la cabeza de ella.

– Joona -dice Anja-, bailas muy bien.

– Lo sé -susurra él haciéndola girar.

A su alrededor huele a leña y a ponche navideño. Anja aprieta su cuerpo contra el de él. Joona piensa que resultará difícil llevar a Carlos hasta la parada de taxis; tendrán que tomar la escalera mecánica.

En ese mismo momento suena su teléfono en el bolsillo. Anja gime desilusionada cuando él se aleja para contestar.

– Joona Linna.

– Hola -saluda una voz tensa-. Soy Joakim Samuelsson. Hoy ha estado en nuestra casa…

– Sí, sé quién es usted -dice Joona.

Piensa en la forma en que se dilataron las pupilas de Joakim Samuelsson cuando él le preguntó acerca de Lydia Evers.

– Me preguntaba si podríamos vernos -dice Joakim Samuelsson-. Hay algo que quiero contarle.

Joona mira su reloj. Son las nueve y media de la noche.

– ¿Podemos encontrarnos ahora? -pregunta Joakim, y agrega que su esposa y su hija han ido a ver a sus suegros.

– Está bien -asiente Joona-. ¿Podría usted ir a la comisaría? A la entrada de la calle Polhemsgatan, dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Sí -contesta Joakim con una voz infinitamente cansada.

– No te pongas triste, amiga -le dice Joona a Anja, que lo espera de pie en medio de la pista-. Pero se acabó el tango por esta noche.

– Eres tú quien debería entristecerse -replica ella, disgustada.

– No tolero el alcohol -suspira Carlos cuando lo conducen hacia la escalera mecánica y luego hacia la salida.

– No vomites -dice Anja bruscamente-, o de lo contrario solicitaré un aumento de sueldo.

– Anja, Anja… -dice Carlos, herido.


Joakim Samuelsson está sentado en un Mercedes blanco al otro lado de la calle, frente a la entrada de la comisaría de policía. La luz del interior del coche está encendida, y su rostro se ve cansado y solitario bajo la sombría bombilla. Se sobresalta cuando Joona golpea la ventanilla del coche, como si hubiera estado profundamente sumido en sus pensamientos.

– Hola -dice, y abre la puerta-. Suba.

Joona ocupa el asiento del acompañante. Espera. Hay un vago olor a perro en el habitáculo. Ve que sobre el asiento trasero hay extendida una manta de lana.

– ¿Sabe? -dice Joakim-. Al pensar en mí mismo y en cómo era yo cuando nació Johan, es como si pensara en un extraño. Tuve una infancia bastante difícil, pasé por varias instituciones para jóvenes y hogares de acogida…, pero cuando conocí a Isabella me esforcé por mejorar. Empecé a estudiar en serio y me gradué en ingeniería el mismo año en que nació Johan. Recuerdo que nos fuimos de vacaciones, nunca antes lo había hecho. Viajamos a Grecia, Johan apenas acababa de aprender a caminar y…

Joakim Samuelsson sacude la cabeza.

– Fue hace mucho tiempo. Se parecía mucho a mí, tenía los mismos…

El coche queda en silencio. Una rata gris corre por la oscura acera junto a los arbustos llenos de desperdicios.

– ¿Qué es lo que quería contarme? -pregunta Joona tras un momento.

Joakim se frota los ojos con las manos.

– ¿Está seguro de que fue Lydia Evers quien lo hizo? -pregunta con un hilo de voz.

Joona asiente.

– Estoy muy seguro de ello -dice.

– Bien -susurra Joakim Samuelsson.

Vuelve su rostro cansado y arrugado hacia Joona y declara simplemente:

– La conozco. La conozco muy bien. Estuvimos juntos en el hogar para jóvenes.

– ¿Sabe por qué se llevó a Johan?

– Sí -dice Joakim tragando con fuerza-. Allí, en la institución…, Lydia sólo tenía catorce años cuando descubrieron que estaba embarazada. Por supuesto, se asustaron mucho. Así que la obligaron a abortar. Iban a ocultarlo pero… Hubo muchas complicaciones, padeció una severa infección en el útero que se extendió a los ovarios. Pero le dieron penicilina y se curó.

A Joakim le tiemblan las manos cuando las apoya en el volante.

– Lydia y yo dejamos la institución y fuimos a vivir a su casa de Rotebro. Intentamos tener hijos, ella estaba totalmente obsesionada con ello, pero no funcionó. Un día pidió cita con un ginecólogo para realizarse un examen. Nunca olvidaré el momento en que regresó a casa tras la visita y me contó que se había quedado estéril tras aquel aborto.

– ¿Fue usted quien la dejó embarazada cuando estaban en la institución? -pregunta Joona.

– Sí.

– Entonces le debía un niño -dice el comisario casi para sí.

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