Miércoles 16 de diciembre, por la mañana
Krik está en el coche junto a Joona, soplando un café en un vaso de cartón mientras circulan frente a la universidad y el Museo Nacional de Historia Natural. Al otro lado del camino, en dirección al lago Brunnsviken, el interior de los invernaderos está todavía iluminado, puesto que la mañana es oscura.
– ¿Está usted seguro del nombre? ¿Eva Blau? -pregunta Joona.
– Sí.
– No hay nada en la guía telefónica ni en el registro criminal, nada en el censo, en el registro de sospechosos ni tampoco en el de armas, nada en la oficina de impuestos, el registro civil ni en el de vehículos. He pedido que lo verificaran en los registros de todos los condados, administraciones, registros eclesiásticos, agencias de seguros y en la oficina de inmigración. No hay ninguna Eva Blau en toda Suecia ni la ha habido nunca.
– Fue mi paciente -se empecina Erik.
– Entonces debe de llamarse de otro modo.
– Diablos, sé perfectamente cómo se llamaba…
De pronto se interrumpe, algo ha pasado volando, una leve sospecha de que quizá tuviera otro nombre, pero luego desaparece.
– ¿Qué iba a decir? -pregunta Joona.
– Revisaré mis papeles, quizá se hacía llamar Eva Blau.
El blanco cielo invernal se ve bajo y encapotado; da la impresión de que vaya a empezar a nevar en cualquier momento.
Erik bebe un sorbo de su café y nota el sabor dulce seguido de un regusto amargo. El coche se desvía hacia una zona residencial de Täby. Avanza lentamente entre las casas, bordeando jardines helados con árboles frutales desnudos y pequeñas pilas cubiertas, cenadores de cristal con muebles de ratán, camas elásticas llenas de nieve, coloridas guirnaldas de luces en torno a los cipreses, trineos azules y coches estacionados.
– ¿Adonde vamos? -pregunta Erik de repente.
Pequeños copos de nieve redondeados revolotean en el aire y se reúnen en el capó, junto al limpiaparabrisas.
– Ya casi estamos llegando.
– ¿Llegar adonde?
– Encontré a otras personas con el apellido Blau -responde Joona sonriente.
Gira frente a un garaje particular y detiene el automóvil, pero deja el motor en marcha. Tirado en el césped hay un muñeco de Winnie the Pooh de plástico con su camiseta roja. Aparte de eso, no se ven otros juguetes en el jardín. Un sendero de piedras irregulares conduce hacia la gran casa amarilla de madera.
– Aquí vive Liselott Blau -dice Joona.
– ¿Quién es?
– No tengo ni idea, pero quizá sepa algo de Eva.
Joona ve el gesto de duda de Erik y añade:
– Es lo único que tenemos por ahora.
Erik sacude la cabeza.
– Pasó hace mucho tiempo y la verdad es que ya nunca pienso en esa época, cuando me dedicaba al hipnotismo. -Encuentra los ojos grises de Joona y añade-: Quizá esto no tenga nada que ver con Eva Blau.
– ¿Ha intentado hacer memoria?
– Eso creo -tarda en responder Erik mientras mira el vaso de café.
– ¿Con detenimiento?
– Quizá no el suficiente.
– ¿Recuerda si Eva Blau era peligrosa? -pregunta Joona.
Erik mira a través de la ventanilla del coche y ve que alguien le ha dibujado con un rotulador unos dientes afilados y unas cejas malévolas a Winnie the Pooh. Bebe un sorbo de su café y de repente acude a su memoria el primer día que oyó el nombre de Eva Blau.
Ahora lo recuerda.
Eran las ocho y media de la mañana. El sol brillaba a través de las ventanas cubiertas de polvo. Recuerda que había dormido en el hospital después de cubrir el turno de guardia.
Diez años atrás
Eran las ocho y media de la mañana. El sol brillaba a través de las ventanas cubiertas de polvo. Había dormido en el hospital después del turno de guardia, me sentía cansado, pero igualmente preparé la bolsa de deporte. Lars Ohlson había cancelado los partidos de bádminton durante varias semanas seguidas. Había estado muy ocupado, viajando a menudo del Hospital de Oslo al Karolinska, daba clases en Londres e iba a obtener un puesto en la junta directiva, pero dos días antes me había llamado para preguntarme si estalla listo para jugar.
– Sí, claro -contesté.
– ¿Estás preparado para recibir una paliza? -dijo sin su habitual vigor en la voz.
Vertí el resto del café en el fregadero de la pequeña cocina del personal, corrí escaleras abajo y fui en bicicleta hasta el gimnasio. Lars Ohlson ya se encontraba en el frío vestuario cuando entré. Levantó la vista y me dirigió una mirada casi asustada, se volvió y se puso el pantalón corto.
– Voy a darte tal paliza que no podrás sentarte en una semana -dijo mirándome.
Vi que la mano le temblaba al cerrar la taquilla.
– Has estado trabajando mucho -dije.
– ¿Cómo? Sí, ha sido…
Guardó silencio y luego se dejó caer en el banco.
– ¿Te encuentras bien? -pregunté.
– Perfectamente -contestó-. ¿Y tú?
– Debo reunirme con la junta directiva el viernes.
– Claro, tu subvención ha terminado, siempre es lo mismo.
– Aunque no estoy especialmente intranquilo -dije-. Es decir, creo que me irá bien: mi investigación avanza por buen camino, he obtenido muy buenos resultados.
– Conozco a Frank Paulsson, de la junta -dijo mientras se incorporaba.
– ¿De veras? ¿Y cómo es eso?
– Hicimos juntos el servicio militar en Boden, al norte. Es un tipo ingenioso y bastante abierto.
– Bien -asentí en voz baja.
Salimos del vestuario y Lars me tomó del brazo.
– ¿Quieres que lo llame y le diga que deben darte su apoyo?
– ¿Puedes hacer eso? -pregunté.
– No está permitido, pero ¡qué diablos!
– Entonces será mejor dejarlo así. -Sonreí.
– Pero debes continuar con tu investigación.
– Todo se andará.
– Nadie tiene por qué enterarse.
Lo miré.
– Bueno -dije-, quizá…
– Llamaré a Frank Paulsson esta misma noche -resolvió él.
Yo asentí y Lars me palmeó el hombro sonriendo. Cuando salimos al gran pasillo, con las zapatillas chirriando en el suelo, él me preguntó de repente:
– ¿Podrías hacerte cargo de una de mis pacientes?
– ¿Por qué?
– No tengo tiempo para ella -explicó.
– Lamentablemente tengo todas las horas ocupadas.
– Está bien.
Comencé a hacer estiramientos mientras esperábamos a que quedara libre la pista cinco. Al poco, Lars se acercó de nuevo a mí, se alisó el cabello y carraspeó.
– Probablemente, Eva Blau se adaptaría fácilmente a tu grupo -dijo-. Sufre un terrible trauma. Bueno, en todo caso, eso es lo que creo, porque lo cierto es que me ha resultado imposible ver a través de su coraza.
– Puedo aconsejarte si tú…
– ¿Aconsejarme? -me interrumpió, y luego bajó la voz para añadir-: Para serte sincero, he terminado con ella.
– ¿Ha ocurrido algo?
– No, es sólo que… Creí que estaba muy enferma, físicamente, quiero decir.
– ¿Y no lo estaba? -pregunté.
Él sonrió, tenso, y me observó.
– ¿No podrías simplemente aceptar el caso? -dijo.
– Lo consideraré -respondí.
– Hablaremos de ello más tarde -se apresuró a añadir él.
A continuación empezó a calentar pero al poco se detuvo y miró hacia la puerta de entrada con expresión inquieta, observó a los que llegaban y luego apoyó la espalda contra la pared.
– No lo sé, Erik -dijo-, pero me sentiría muy bien si vieras a Eva, me…
Se interrumpió y miró la pista, en la que dos mujeres jóvenes con aspecto de estudiantes jugaban el último par de minutos. Una de ellas tropezó y perdió una bola muy sencilla.
– Maldición -murmuró Lars.
Comprobé la hora en mi reloj y me volví hacia él. Estaba de pie mordiéndose las uñas, y observé que tenía manchas de sudor bajo los brazos.
Parecía más viejo, como si hubiera encogido. Alguien gritó en la entrada y él se sobresaltó y miró hacia allí.
Las mujeres recogieron sus cosas y abandonaron la pista charlando.
– Ahora nos toca a nosotros -dije echando a andar.
– Erik, ¿alguna vez te he pedido que te ocuparas de un paciente?
– No, sólo es que estoy muy ocupado.
– ¿Y si yo hago tus guardias? -se apresuró a añadir, observándome.
– Son bastantes -repuse, sorprendido.
– Lo sé, pero he pensado que tenías familia y necesitabas estar en tu casa -dijo.
– ¿Es peligrosa?
– ¿A qué te refieres? -preguntó con una sonrisa insegura mientras toqueteaba su raqueta.
– Eva Blau. ¿Es ésa tu apreciación?
Dirigió una nueva mirada hacia la puerta.
– No sé qué responder -contestó en voz baja.
– ¿Te ha amenazado?
– Bueno…, todos los pacientes pueden resultar peligrosos en un momento dado, es difícil de determinar, pero estoy seguro de que podrás con ella.
– Seguramente lo haré -dije.
– ¿Te harás cargo? Dime que lo harás, Erik. ¿Lo harás?
– Sí -contesté finalmente.
Él se ruborizó, dio media vuelta y echó a andar hacia la línea de saque. De repente, un reguero de sangre comenzó a resbalar por la parte interna de su muslo, Lars lo secó con la mano y me miró. Cuando entendió que yo había visto la sangre, murmuró que tenía un pequeño problema en la ingle, se disculpó y abandonó la pista cojeando.
Acababa de regresar a mi despacho dos días después cuando llamaron a la puerta. Abrí y vi a Lars Ohlson en el pasillo, a varios metros de una mujer que llevaba puesta una capa de lluvia. Tenía una expresión preocupada en los ojos y la nariz roja, como si estuviera resfriada. Su rostro era estrecho y anguloso, e iba profusamente maquillada en torno a los ojos, con sombra azul y rosa.
– Él es Erik Maria Bark -dijo Lars-. Un buen médico, mucho mejor de lo que yo nunca seré.
– Llegáis temprano -dije.
– ¿Te parece bien? -preguntó él, preocupado.
Asentí y les pedí que pasaran.
– Erik, no tengo tiempo -dijo él entonces en voz baja.
– Pero estaría bien que tú también estuvieras presente.
– Lo sé, pero debo marcharme -explicó-. Llámame a cualquier hora del día o de la noche si es necesario, ¿de acuerdo?
Luego se alejó a toda prisa y Eva Blau me siguió al interior de la consulta, cerró la puerta tras de sí y nuestras miradas se encontraron.
– ¿Esto es tuyo? -preguntó de repente. Vi que sostenía un elefante de porcelana en su palma temblorosa.
– No, no es mío -contesté.
– Pero he visto cómo lo mirabas -repuso en tono burlón-. ¿Lo quieres o no?
Respiré profundamente y pregunté:
– ¿Por qué crees que lo quiero?
– ¿No es así?
– No.
– ¿Quieres esto, entonces? -preguntó a continuación levantándose el vestido.
No llevaba ropa interior y se había afeitado el vello púbico.
– Eva, no hagas eso -dije.
– De acuerdo -repuso con labios temblorosos.
Estaba muy cerca de mí, y pude percibir que su ropa despedía un fuerte aroma a vainilla.
– ¿Quieres sentarte? -pregunté en tono neutro.
– ¿Encima de ti?
– Puedes sentarte en el sofá -sugerí.
– ¿En el sofá?
– Sí.
– Claro, así estarás más cómodo -dijo arrojando la capa de lluvia al suelo, luego caminó hacia el escritorio y se sentó en mi silla.
– ¿Quieres hablarme de ti? -propuse.
– ¿Qué que quieres saber?
Me pregunté si, a pesar de lo nerviosa que parecía, sería una persona que se dejaría hipnotizar con facilidad o si ofrecería resistencia, si intentaría mostrarse reservada.
– No soy tu enemigo -le expliqué con tranquilidad.
– ¿No?
Abrió un cajón del escritorio.
– Deja eso -dije.
Hizo caso omiso de mis palabras y hojeó descuidadamente los papeles en el interior. Me acerqué a ella, aparté su mano y cerré el cajón al tiempo que le espetaba:
– No puedes hacer eso. Te he pedido que lo dejaras.
Me miró con terquedad y abrió de nuevo el cajón. Sin apartar su mirada de mí, cogió un montón de papeles y los arrojó al suelo.
– Basta -dije con firmeza.
Entonces sus labios empezaron a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Me odias -suspiró-. Lo sabía, sabía que me odiarías. Todo el mundo me odia.
De repente parecía asustada.
– Eva -dije con cuidado-, no pasa nada, quédate sentada, por favor. Puedes tomar prestada mi silla o sentarte en el sofá si lo prefieres.
Asintió, se puso en pie y se dirigió al sofá. De repente se volvió hacia mí y preguntó en voz baja:
– ¿Puedo besarte?
– No, no puedes. Siéntate, por favor -le pedí.
Finalmente tomó asiento, pero en seguida empezó a moverse inquieta. Noté que tenía algo en la mano.
– ¿Qué tienes ahí? -pregunté.
Rápidamente la escondió detrás de la espalda.
– Ven a verlo si te atreves -dijo con su tono de asustada hostilidad.
Sentí unas breves punzadas de impaciencia agolparse en mi mente, pero me obligué a que mi voz sonara totalmente tranquila cuando pregunté:
– ¿Quieres contarme por qué estás aquí?
Ella sacudió la cabeza.
– ¿Tú qué crees? -preguntó a continuación. Luego su rostro se contrajo y murmuró-: Porque dije que tenía cáncer.
– ¿Tenías miedo de tener cáncer?
– Creí que él quería que lo tuviera -respondió.
– ¿Lars Ohlson?
– Me operaron del cerebro en un par de ocasiones. Me anestesiaron y me violaron mientras dormía.
Su mirada se encontró con la mía y Eva frunció los labios.
– Así que ahora estoy lobotomizada y además embarazada.
– ¿Qué quieres decir?
– Que está bien: lo cierto es que anhelo tener hijos. Un tilico, un varón que me chupe los pechos.
– Eva, ¿por qué crees que estás aquí? -insistí.
Ella llevó de nuevo al frente la mano que antes tenía a la espalda y abrió el puño apretado. Luego la hizo girar varias veces mostrando que estaba vacía.
– ¿Quieres examinarme el cono? -suspiró.
Decidí que debía abandonar la habitación o llamar a alguien, pero Eva Blau se puso en pie súbitamente.
– Perdón -dijo-. Perdón, sólo tengo miedo de que me odies. Por favor, no me odies. Quiero quedarme, necesito ayuda.
– Eva, tranquilízate. Sólo intento mantener una conversación contigo. La idea es que participes en mi grupo de hipnotismo, lo sabes, ¿no? Lars te lo ha explicado. Me dijo que te habías mostrado predispuesta, que querías hacerlo.
Ella asintió, alargó el brazo y tiró mi taza de café por el suelo.
– Perdón -dijo nuevamente.
Cuando Eva Blau se marchó, recogí mis papeles del suelo y me senté tras el escritorio. Vi que al otro lado de la ventana estaba lloviznando, recordé que Benjamín tenía una excursión con el parvulario ese día, y que tanto Simone como yo habíamos olvidado ponerle su pantalón impermeable.
La fina lluvia empapaba las calles y los parques infantiles.
Pensé en llamar al parvulario para pedirles que Benjamín se quedara dentro. Las excursiones me producían una gran ansiedad. Lo cierto es que ni siquiera me gustaba la idea de que mi hijo debiera atravesar varios corredores y bajar un par de tramos de escaleras para llegar al comedor.
En mi mente veía cómo lo empujaban otros niños alborotados, cómo alguien le cerraba una pesada puerta en las narices, cómo resbalaba en el lindero del bosque al pisar un montón de gravilla. Traté de tranquilizarme pensando que yo mismo le ponía sus inyecciones; la medicina hacía que Benjamín no se desangrara por una pequeña herida, pero aun así era mucho más frágil que cualquier otro niño.
Recuerdo la luz del sol a la mañana siguiente a través de las oscuras cortinas. Simone dormía desnuda junto a mí. Tenía la boca entreabierta, el pelo alborotado. Los hombros y el pecho estaban cubiertos de pequeñas pecas claras. De repente vi que se le erizaba la piel del brazo y la cubrí con la manta. Luego oí toser débilmente a Benjamín. No me había dado cuenta de que estuviera en la habitación. A veces entraba sigilosamente por la noche y se acostaba sobre un colchón en el suelo si había tenido pesadillas. Yo solía adoptar una posición incómoda y sostenía su mano hasta que volvía a dormirse.
Vi que eran las seis, me puse de costado, cerré los ojos y pensé que me gustaría poder dormir un poco más.
– ¿Papá? -murmuró de repente Benjamín.
– Duérmete -dije en voz baja.
Pero él se sentó en el colchón, me miró y dijo con su voz clara y luminosa:
– Papá, anoche estabas acostado encima de mamá.
– ¿Ah, sí? -dije, y noté que Simone se despertaba a mi lado.
– Sí, estabas bajo la manta y te columpiabas encima de ella -continuó.
– Qué raro -traté de decir en tono ligero.
– Mmm.
Simone ahogó una carcajada escondiendo la cabeza bajo la almohada.
– Quizá estuviera soñando -dije vagamente.
Ella se sacudía bajo la almohada, desternillándose.
– ¿Soñabas que te columpiabas?
– Bueno…
Simone levantó entonces la cabeza y sonrió ampliamente.
– Vamos, responde -dijo con voz serena-. ¿Soñabas que te columpiabas?
– ¿Papá?
– Supongo que debió de ser así…
– Pero ¿por qué lo hiciste? -continuó Simone riendo-. ¿Por qué te tumbaste encima de mí cuando…?
– Vayamos a desayunar -atajé.
Me levanté de la cama y vi que Benjamín hacía una mueca de dolor. Las mañanas siempre eran lo peor. Las articulaciones habían permanecido inmóviles varias horas y a menudo se presentaban hemorragias espontáneas.
– ¿Cómo te encuentras?
Él se apoyó en la pared para ponerse de pie.
– Espera, pequeño. Te daré un masaje -dije.
Benjamín dejó escapar un suspiro cuando se tumbó de nuevo en la cama y me dejó que flexionara y extendiera cuidadosamente sus articulaciones.
– No quiero la inyección -dijo con voz triste.
– Hoy no, Benjamín. Pasado mañana.
– No quiero, papá.
– Piensa en Lars, que tiene diabetes -respondí-. Él debe pincharse todos los días.
– David no tiene que ponerse ninguna inyección -se quejó Benjamín.
– Pero quizá haya otras cosas que sean más difíciles para él que para ti.
Hubo un silencio.
– Su papá está muerto -suspiró él.
– Sí -asentí mientras terminaba de masajearle los brazos y las manos.
– Gracias, papá -dijo Benjamín al cabo, y se puso de pie con cuidado.
– Mi chico…
Abracé su pequeño cuerpo delgado, pero como de costumbre me resistí a la tentación de estrecharlo con fuerza contra mí.
– ¿Puedo ver los dibujos animados de Pokémon? -preguntó.
– Pregúntale a mamá -respondí, y oí a Simone gritar «cobarde» desde la cocina.
Tras el desayuno me senté en el estudio frente al escritorio de Simone, levanté el auricular del teléfono y marqué el número de Lars Ohlson. Contestó su secretaria, Jennie Lagercrantz. La mujer llevaba trabajando para él desde hacía al menos veinte años. Charlé un poco con ella, le conté que era mi primera mañana libre en tres semanas y luego le pedí que me pasara con Lars.
– Espera un momento -dijo.
Si aún estaba a tiempo, quería pedirle que no le dijera nada de mí a Frank Paulsson, su amigo de la junta directiva.
Sonó un clic en el auricular y, tras algunos segundos, oí de nuevo la voz de la secretaria:
– Lo siento, pero Lars no puede recibir llamadas en este momento.
– Dile que soy yo.
– Ya lo he hecho -repuso, tirante.
Colgué sin decir nada más, cerré los ojos y me dije que digo no marchaba bien, que quizá Lars Ohlson me había engañado y probablemente Eva Blau fuera más difícil o peligrosa de lo que me había contado.
– Ya encontraré una solución -murmuré para mí.
Sin embargo, luego pensé que el grupo de hipnotismo podía desestabilizarse si ella se incorporaba a la terapia. Había reunido a un pequeño grupo de personas formado por mujeres y hombres cuyos problemas, historial de enfermedades y procedencia eran totalmente diferentes. No había considerado si se los podía o no hipnotizar fácilmente. Mi objetivo era que se estableciera una comunicación, un contacto dentro del grupo, que los pacientes se relacionaran consigo mismos y también con los demás. Muchos de ellos arrastraban una pesada carga de culpabilidad que les impedía relacionarse con otras personas, desenvolverse en sociedad. Se culpaban a sí mismos por haber sido violados o maltratados, habían perdido el control de sus vidas y toda fe en el mundo.
En la última sesión, el grupo había dado un paso adelante. Habíamos conversado como de costumbre durante un rato antes de que intentara inducir a Marek Semiovic a un trance profundo. No me había resultado nada fácil hacerlo anteriormente, ya que él estaba todo el tiempo distraído o a la defensiva. Sentía que no había encontrado la manera correcta de acceder a él, que ni siquiera habíamos hallado por dónde comenzar.
– ¿Una casa? ¿Un campo de fútbol? ¿Una zona boscosa? -propuse.
– No lo sé -contestó Marek como de costumbre.
– Debemos empezar por algún sitio -dije.
– Pero ¿dónde?
– Piensa en un lugar al que te veas obligado a regresar para entender quién eres ahora -dije.
– A Bosnia -dijo Marek con voz neutra. Al cantón de Zenica-Doboj.
– De acuerdo, bien -repuse tomando nota-. ¿Sabes qué fue lo que ocurrió allí?
– Todo ocurrió allí, en una gran casa de madera oscura, casi como un castillo, el caserón de un hacendado, con tejados inclinados, pequeñas torres y balconadas…
El resto del grupo escuchaba ahora con atención, todos parecían entender que de repente Marek había abierto algunas puertas en su interior.
– Creo que yo estaba sentado en un sillón -prosiguió él-. O tal vez sobre algunos cojines. De lo que estoy seguro es que fumaba un Marlboro… Debieron de ser cientos de chicas y mujeres de mi ciudad natal las que pasaron frente a mí.
– ¿Pasaron?
– Durante algunas semanas… Entraban por la puerta principal y eran llevadas escaleras arriba, hacia los dormitorios.
– ¿Es un burdel? -preguntó Jussi con su fuerte acento de Norrland.
– No sé qué ocurría allí, no sé casi nada -repuso Marek en voz baja.
– ¿Nunca viste las habitaciones de la planta superior? dije yo.
Se frotó la cara con las manos y luego respiró profundamente.
– Tengo un recuerdo -comenzó diciendo-. Entro en un pequeño cuarto y veo a una maestra que tuve en la universidad. Yace desnuda y atada sobre una cama, con moretones en la cadera y en los muslos.
– ¿Qué ocurre entonces?
– Yo estoy en el interior, junto a la puerta, con un palo cu la mano y… Ya no recuerdo nada más.
– Inténtalo -dije con calma.
– Ha desaparecido.
– ¿Estás seguro?
– No lo soporto más.
– De acuerdo, no tienes que hacerlo, es suficiente -repuse.
– Espera un momento -dijo, pero luego permaneció sentado en silencio largo rato. Suspiró, se frotó la cara de nuevo con las manos y se puso en pie.
– ¿Marek?
– No recuerdo nada más -dijo con voz chillona.
Tomé algunas notas y sentí que él me observaba.
– No lo recuerdo, pero todo ocurrió en esa maldita casa -declaró.
Lo miré y asentí con la cabeza.
– Todo lo que soy se encuentra en esa casa de madera.
– El caserón -dijo Lydia desde su lugar junto a él.
– Exacto, era un caserón -dijo él riendo con gesto apenado.
Eché un nuevo vistazo a mi reloj. Dentro de un momento, me reuniría con la junta directiva del hospital para presentarles mi trabajo de investigación. Me veía obligado a obtener más medios o bien tendría que suspender la terapia. Hasta el momento no había tenido tiempo de ponerme nervioso. Me acerqué al lavabo y me eché agua en la cara, permanecí allí un momento contemplándome en el espejo e intenté sonreír antes de dejar el cuarto de baño. Cuando cerré con llave la puerta de mi despacho, vi a una mujer joven de pie en el pasillo, a sólo unos pasos de mí.
– ¿Erik Maria Bark?
Su pelo oscuro y espeso estaba recogido en un moño bajo, y cuando me sonrió aparecieron unos grandes hoyuelos en sus mejillas. Llevaba una bata de médico y una placa identificativa en el pecho.
– Maja Swartling -dijo tendiéndome una mano-. Soy una de sus mayores admiradoras.
– ¿A qué puede deberse? -pregunté esbozando una sonrisa.
Parecía alegre y despedía un suave olor a jacintos, a flores pequeñas.
– Quiero participar en su trabajo -dijo entonces sin rodeos.
– ¿En mi trabajo?
Asintió y se sonrojó intensamente.
– Debo hacerlo -dijo-. Es increíblemente emocionante.
– Disculpa que no comparta tu entusiasmo, pero es que ni siquiera sé si la investigación seguirá adelante -expliqué.
– ¿Qué?
– Mi subvención termina este año.
Pensé en la inminente reunión e intenté explicar amablemente:
– Me parece estupendo que te interese mi trabajo. Con gusto discutiría el asunto contigo, pero precisamente ahora tengo una importante reunión que…
Maja se hizo a un lado de inmediato.
– Lo siento -dijo-. Dios mío, lo siento.
– Podemos hablar de camino al ascensor. -Sonreí.
Ella parecía preocupada por la situación. Volvió a ruborizarse y echó a andar junto a mí.
– ¿Cree que habrá problemas con la subvención? -preguntó, intranquila.
Faltaban tan sólo un par de minutos para que me reuniera con la dirección. Resumir en qué consistía la investigación -el programa, el objetivo y el resultado- para solicitar más medios era el procedimiento habitual. No obstante, a mí se me hacía cuesta arriba, pues sabía que me toparía con problemas debido a la gran cantidad de prejuicios que existían en contra del hipnotismo.
– La mayoría aún opina que la hipnosis es bastante imprecisa, y ese estigma hace que no suelan aceptar resultados incompletos.
– Pero al leer sus informes se ven ejemplos increíblemente claros, aunque todavía sea demasiado pronto para publicar algo.
– ¿Has leído todos mis informes? -pregunté, escéptico.
– Fue un trabajo bastante arduo, sí -contestó secamente.
Nos detuvimos frente a la puerta del ascensor.
– ¿Qué opinas de las ideas acerca de los engramas? -la puse a prueba.
– ¿Se refiere a los pacientes con lesiones cerebrales?
– Sí -dije intentando ocultar que estaba sorprendido.
– Interesante -dijo-. Usted contradice las teorías acerca del modo en que el cerebro se ocupa de la memoria.
– ¿Tienes alguna reflexión al respecto?
– Sí, creo que debería profundizar en la investigación de la sinapsis y concentrarse en la amígdala.
– Estoy impresionado -dije mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor.
– Debe conseguir esa subvención.
– Lo sé -contesté.
– ¿Qué ocurrirá si dicen que no?
– Espero tener tiempo de cerrar el grupo de terapia y ayudar a mis pacientes a encontrar otras formas de tratamiento.
– ¿Y la investigación?
Me encogí de hombros.
– Quizá me dirija a otras universidades, a ver si alguna quiere acogerme.
– ¿Tiene enemigos en la junta? -preguntó ella.
– Espero que no.
Levantó la mano y la apoyó suavemente en mi brazo mientras sonreía a modo de disculpa. Sus mejillas se sonrojaron aún más.
– Conseguirá ese dinero; su trabajo es innovador, no pueden darle la espalda -aseguró mirándome profundamente a los ojos-. Si ellos no son capaces de verlo, yo lo seguiré a la universidad a la que vaya.
De repente me pregunté si estaba coqueteando conmigo. Había algo en su humildad, en su entonación suave y ronca… Eché un rápido vistazo a su placa para asegurarme de su nombre: «Maja Swartling, medicina interna.»
– Maja…
– No puede rechazarme… -suspiró juguetonamente-, doctor Bark.
– Seguiremos hablando de esto -dije cuando se abrió la puerta del ascensor.
Maja Swartling sonrió mostrando de nuevo sus hoyuelos, juntó las manos bajo el mentón y bromeó haciendo una profunda reverencia y diciendo suavemente:
– Sawadee.
Me descubrí sonriendo para mí tras su saludo en tailandés mientras subía en el ascensor a ver a la directora. La campanilla tintineó y salí al pasillo. A pesar de que la puerta de su despacho estaba abierta, llamé antes de entrar. Annika Lorentzon estaba sentada mirando a través de la ventana panorámica, que ofrecía una maravillosa vista del cementerio Norra y del parque Haga. En su rostro no había vestigios de las dos botellas de vino que, según había oído, se bebía todas las noches para poder conciliar el sueño, y a sus cincuenta años los vasos sanguíneos permanecían todavía ocultos bajo la piel. Tenía algunas líneas de expresión bajo los ojos y en la frente, y su cuello, una vez hermoso, aquel que le hizo obtener el segundo puesto en un concurso de Miss Suecia muchos años antes, se veía ahora arrugado.
Me dije que Simone me habría reprendido por pensar en esos términos. De inmediato habría dicho que era una actitud machista desmerecer a una mujer que ocupaba un importante cargo objetando su apariencia. Nadie cuestionaba la afición a la bebida de su jefe si éste era un hombre, y tampoco se le ocurriría comentar que tenía el rostro flácido.
Saludé a la directora y me senté junto a ella.
– Bien -dije.
Annika Lorentzon me dirigió una sonrisa serena. Se la veía bronceada y delgada y tenía el cabello fino y aclarado. No olía a perfume, sino más bien a limpio, despedía una ligera fragancia a jabón exclusivo.
– ¿Quieres? -preguntó señalando las botellas de agua mineral.
Negué con la cabeza y me pregunté qué sucedía con los demás. Pasaban cinco minutos de la hora fijada y ya deberían haber estado allí.
Annika se puso entonces de pie y explicó, como si me leyera el pensamiento:
– En seguida vendrán, Erik. Es que hoy es el día de su sauna semanal. -Sonrió de un modo ambiguo y añadió-: Una manera muy ingeniosa de evitar que yo esté en la reunión, ¿no te parece?
En ese mismo instante se abrió la puerta del despacho y vi a cinco hombres con el rostro arrebolado. El cuello de sus trajes estaba húmedo por el cabello y la nuca mojados, despedían vapor y aroma a loción para después del afeitado e iban charlando entre sí.
– Pero mi investigación costará dinero -oí decir a Ronny Johansson.
– Por supuesto -contestó Svein Holstein, molesto.
– Entonces deliraba al decir que iban a recortar los gastos, que los encargados de las cuentas querían ajustar el presupuesto de investigación para todo el campo.
– También lo he oído, pero no hay de qué preocuparse -repuso Holstein en voz baja.
La conversación se apagó cuando entraron en el despacho.
Svein Holstein me dio un fuerte apretón de manos.
Ronny Johansson, el representante de la industria farmacéutica de la junta, sólo me dirigió una seña contenida, al tiempo que Peder Mälarstedt, el político de la administración provincial de servicios públicos, estrechaba mi mano. Me sonrió con un jadeo y vi que seguía transpirando profusamente. Tenía la frente perlada de sudor.
– ¿Le gusta sudar? -me preguntó sonriendo-. Mi esposa lo odia, pero yo creo que es beneficioso. Por supuesto que lo es.
Frank Paulsson, por su parte, apenas si me miró; se limitó a hacer un breve gesto de saludo con la cabeza y acto seguido se dirigió al otro lado de la habitación. Después de un momento, Annika dio un par de suaves palmadas pidiendo silencio e invitó a los hombres a tomar asiento junto a la mesa de reuniones. Los recién llegados estaban sedientos tras la sauna, e inmediatamente abrieron las botellas de agua mineral que descansaban sobre la gran mesa de plástico amarilla.
Yo permanecí de pie, inmóvil, tan sólo observando a aquellas personas, en cuyas manos estaba el futuro de mi investigación. Resultaba extraño, pero miraba a la junta y a la vez pensaba en mi grupo de pacientes. Era como si todos estuvieran allí reunidos en ese momento, con sus recuerdos, sus vivencias y sus represiones como quietos torbellinos de humo en una bola de cristal. El trágico y bello rostro de Charlotte; el cuerpo pesado y triste de Jussi; la coronilla de Marek, su mirada inquisitiva y al tiempo asustada; la pálida blandura de Pierre; Lydia, con su maquillaje chillón y su ropa que olía a tabaco; Sibel y sus pelucas, y la sumamente neurótica Eva Blau. Mis pacientes eran una especie de imagen especular de aquellos hombres vestidos de traje, adinerados y seguros de sí mismos.
Los miembros de la junta tomaron asiento finalmente. Uno de ellos suspiró al tiempo que se acomodaba, mientras que otro hacía tintinear las monedas de su bolsillo. Otro, en cambio, se escondió parapetándose detrás de su agenda. Annika elevó la mirada, sonrió con suavidad y luego dijo:
– Adelante, Erik.
– Mi método… -comencé-, mi método consiste en tratar los traumas agudos mediante el hipnotismo grupal.
– Eso ya lo sabíamos -suspiró Ronny Johansson.
Traté de resumir cuáles habían sido los resultados obtenidos hasta el momento. Mis oyentes escuchaban distraídos; algunos me observaban, otros tenían la mirada fija en el tablero de la mesa.
– Lamentablemente, debo irme -dijo Rainer Milch al cabo de un rato poniéndose de pie.
Estrechó la mano de algunos de los hombres y luego abandonó la habitación.
– Han recibido el material con anticipación -continué-. Sé que es bastante extenso, pero era necesario. No era posible abreviarlo.
– ¿Por qué no? -inquirió Peder Mälarstedt.
– Porque aún es algo pronto para extraer conclusiones -expliqué.
– ¿Y si nos adelantáramos dos años? -dijo.
– Es difícil de decir, pero veo algunos patrones -contesté, a pesar de que sabía que no debía tocar ese tema.
– ¿Patrones? ¿Qué tipo de patrones?
– ¿No quieres contarnos lo que esperas hallar? -preguntó Annika Lorentzon sonriente.
– Verán, el objetivo de mi investigación es documentar los bloqueos mentales que persisten durante el trance hipnótico, cómo el cerebro, en un estado de relajación profunda, descubre nuevas maneras para proteger al individuo de lo que lo atemoriza, es decir, cuando se aproxima al origen del trauma. Cuando el recuerdo bloqueado finalmente comienza a aflorar durante el trance, el individuo se aferra a lo que hay a su alrededor en un último intento por proteger el secreto y, entonces, empiezo a presentir, evoca material onírico en sus representaciones mentales, sólo para evitar ver más allá.
– ¿Evitar ver la situación? -preguntó Ronny Johansson con repentina curiosidad.
– Sí, es decir, no…, sólo para evitar ver al culpable -contesté-. Suele reemplazárselo con lo que sea, a menudo con un animal.
Alrededor de la mesa se hizo el silencio.
Vi que Annika Lorentzon, que hasta entonces se había sentido algo avergonzada por mi causa, sonreía con aire tranquilo.
– ¿Es eso posible? -articuló Ronny Johansson casi en un susurro.
– ¿Cuan claros son esos patrones? -preguntó Mälarstedt.
– Evidentes, pero no constatados -contesté.
– ¿Hay algún estudio internacional similar? -inquirió de nuevo Mälarstedt.
– No -contestó Ronny Johansson en tono cortante.
– Me gustaría saber -intervino entonces Holstein-, si se detuviera ahí, según usted, ¿el individuo siempre encontraría nuevos subterfugios en la hipnosis?
– ¿Se podría ir más allá? -preguntó Mälarstedt.
Sentí cómo el calor se agolpaba en mis mejillas, me aclaré la garganta y contesté:
– Creo que se podría llegar a averiguar qué hay debajo de esas imágenes sometiendo a los individuos a un trance más profundo.
– ¿Y los pacientes?
– También pensaba en ellos, por supuesto -dijo Mälarstedt dirigiéndose a Lorentzon.
– Entiendo que todo esto es muy tentador -repuso Holstein-, pero quiero garantías… Nada de psicosis ni suicidios.
– Sí, aunque…
– ¿Podría asegurar que será así? -interrumpió Frank Paulsson mientras jugueteaba con la etiqueta de su botella de agua.
Holstein parecía cansado, miró su reloj.
– Mi prioridad es ayudar a los pacientes -declaré.
– ¿Y la investigación?
– Es… -Me aclaré la garganta y añadí en voz baja-: Sólo es un subproducto. Debo verla de ese modo.
Algunos de los hombres en torno a la mesa desviaron la mirada.
– Buena respuesta -dijo Frank Paulsson súbitamente-. Erik Maria Bark tiene todo mi apoyo.
– Todavía me preocupan los pacientes -señaló Holstein.
– Todo está aquí -repuso Paulsson señalando los informes-. La evolución de los pacientes está recogida en estos papeles.
– Es sólo que se trata de una terapia tan poco común, tan audaz, que debemos estar seguros de poder defenderla si algo sale mal.
– En realidad, no hay nada que pueda salir mal -repuse, y de inmediato noté un escalofrío que me recorría la espalda.
– Erik, es viernes y todo el mundo está deseando irse a casa -intervino Annika Lorentzon-. Creo que puedes contar con la renovación de tu subvención.
El resto de los presente asintieron con la cabeza, y Ronny Johansson se reclinó en su asiento y aplaudió.
Simone estaba de pie en la amplia cocina de nuestra casa cuando llegué. Estaba vaciando sobre la mesa unas bolsas con comestibles: un atado de espárragos, mejorana fresca, pollo, limones y arroz jazmín. Nada más verme, se echó a reír.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
Ella sacudió la cabeza y dijo con una amplia sonrisa:
– Tendrías que verte.
– ¿Qué?
– Pareces un niño pequeño la mañana de Navidad.
– ¿Tanto se me nota?
– ¡Benjamín! -llamó.
Él entró en la cocina con el estuche de su medicina en la mano. Simone me señaló ocultando su hilaridad.
– Mira -dijo-. ¿Qué cara tiene papá?
Benjamín me miró a los ojos y vi que esbozaba una sonrisa.
– Pareces contento, papá.
– Lo estoy, pequeño. Lo estoy.
– ¿Has descubierto una nueva medicina? -preguntó.
– ¿Qué?
– Para que me cure, para que nunca más necesite ponerme inyecciones -respondió él.
Lo cogí en brazos, lo estreché contra mí y le expliqué que aún no habían descubierto esa medicina, pero que deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo que lo hicieron pronto.
– Vale -dijo.
Lo dejé en el suelo y vi el rostro pensativo de Simone.
Benjamin me tironeó entonces del pantalón.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– ¿Por qué estabas tan contento, papá?
– Era sólo por dinero -contesté secamente-. He conseguido el dinero para mi investigación.
– David dice que haces magia.
– No hago magia, hipnotizo a las personas que están tristes y asustadas para intentar ayudarlas.
– ¿Artistas? -preguntó.
Me reí y Simone pareció sorprendida.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó.
– Por teléfono dijiste que ellos estaban asustados, mamá.
– ¿De veras?
– Sí, antes, yo lo oí.
– Es cierto, ahora lo recuerdo. Decía que los artistas se sienten nerviosos y asustados cuando deben exponer sus pinturas al público -explicó.
– A propósito, ¿qué tal ese local cerca del parque Berzelii? -pregunté.
– En Arsenalsgatan…
– ¿Has ido a verlo ya?
Simone asintió lentamente.
– Está bien -dijo-. Mañana mismo firmaré el contrato.
– Pero ¿por qué no me has dicho nada? ¡Felicidades, Sixan!
Ella rió.
– Ya sé qué vestido voy a ponerme para la inauguración -dijo-. Conozco a una chica que asistió a la escuela de arte de Bergen y que es realmente fantástica, diseña…
Simone se interrumpió en ese mismo instante porque llamaron a la puerta. Trató de atisbar quién era a través de la ventana de la cocina, luego fue a abrir y yo la seguí. Desde la distancia observé cómo la luz del día inundaba el oscuro vestíbulo cuando ella abrió la puerta. Simone permaneció de pie, inmóvil en el vano, y me acerqué.
– ¿Quién era? -pregunté.
– Nadie, no había nadie cuando he abierto -dijo.
Miré hacia afuera en dirección a los arbustos que había frente a la entrada.
– ¿Qué es eso? -preguntó ella de pronto.
En la escalera de acceso a la casa había un instrumento alargado con un mango en un extremo y una pequeña tablilla de madera en el otro.
– Qué extraño -dije recogiendo el viejo artilugio.
– Pero ¿qué es eso?
– Creo que es una palmeta. Antaño se utilizaba para castigar a los niños.
La sesión con el grupo de hipnotismo estaba a punto de comenzar. Mis pacientes llegarían dentro de diez minutos; los seis de costumbre y la nueva mujer, Eva Blau. Cada vez que me ponía la bata de médico, notaba una breve corriente de euforia, como si ésta me proporcionara una presencia teatral. Me sentía como si estuviera a punto de salir a un escenario profundamente iluminado por los focos. No obstante, esa sensación no tenía nada que ver con la vanidad, sino con la experiencia en extremo placentera de poder poner en práctica mis conocimientos especializados.
Cogí mi bloc y leí las anotaciones de la última sesión, celebrada una semana antes, cuando Marek Semiovic nos había hablado sobre la gran casa de madera en la zona rural del cantón de Zenica-Doboj.
Luego yo había inducido a Marek a un trance aún más profundo que el anterior. Él, muy tranquilo, describió entonces una habitación con el piso de cemento situada en el sótano, donde lo obligaron a aplicar descargas eléctricas a sus amigos y familiares. Pero de repente se desvió del tema, cambió de escenario, se abstrajo de mis indicaciones y buscó salir del trance por iniciativa propia. Yo sabía que debía avanzar lentamente, por lo que resolví dejar tranquilo a Marek por ese día. Cuando retomáramos la sesión, sería el turno de Charlotte, y luego haría un primer intento con la mujer nueva, Eva Blau.
La sala donde practicaba hipnotismo pretendía infundir confianza y serenidad en los pacientes. Las cortinas eran de un indefinido tono amarillento, el suelo era gris, los muebles sencillos pero cómodos, las sillas y la mesa eran de abedul, de una madera clara con pequeñas notas de un tono castaño. Debajo de una silla había un par de fundas protectoras para calzado azules que alguien había olvidado. Las paredes estaban desnudas, como litografías de colores indefinidos.
Dispuse las sillas en semicírculo y coloqué el trípode de la cámara de vídeo lo más lejos posible.
La investigación me entusiasmaba. Sentía una gran curiosidad acerca de cuáles serían los resultados, al tiempo que me convencía cada vez más de que esta nueva forma de terapia era mejor que cualquiera de las que había empleado anteriormente. El grupo era la clave en el tratamiento del trauma, cuando los pacientes compartían sus experiencias con los demás, el aislamiento y la soledad se transformaban en un proceso curativo común.
Aseguré la cámara en el trípode y conecté el cable. Introduje una nueva cinta, acerqué el objetivo al respaldo de una silla, luego ajusté la nitidez de la imagen y volví a alejar el objetivo. Una de mis pacientes entró entonces en la habitación; era Sibel. Supuse que había estado esperando frente al hospital durante varias horas a que se abriera la sala y diera comienzo la sesión. Se sentó en una de las sillas y comenzó a hacer ruidos extraños con la garganta, tragando y cloqueando. Con una sonrisa insatisfecha, se acomodó la gran peluca de rizos claros que solía llevar en las reuniones y suspiró a causa del esfuerzo realizado.
A continuación entró Charlotte Cederskiold. Llevaba una gabardina azul oscuro con un cinturón ancho fuertemente ajustado en torno a su delgada cintura. Cuando se quitó la capucha, la espesa cabellera de color castaño se derramó sobre su rostro. Se la veía increíblemente triste y hermosa, como de costumbre.
Me acerqué a la ventana, la abrí y sentí cómo la fresca y suave brisa de primavera me recorría el rostro.
Cuando volví a mirar hacia el interior de la sala también había entrado ya Jussi Persson.
– Doctor -dijo con su pausado acento de Norrland.
Nos dimos la mano y luego fue a saludar a Sibel. Jussi se palmeó la prominente barriga y dijo algo que hizo que ella se ruborizara y riera. Estuvieron charlando en voz baja mientras esperábamos al resto del grupo. Lydia, Pierre y Marek llegaron algo tarde, como era habitual.
Yo aguardé a que todos estuvieran en su sitio. Todos ellos eran individuos con un denominador común: habían sufrido abusos traumáticos. Esos abusos habían causado tal devastación en su psique que, para sobrevivir, habían tenido que ocultarlos incluso de sí mismos. En realidad, ninguno de ellos sabía con exactitud lo que le había sucedido; sólo eran conscientes de que su terrible pasado había arruinado sus vidas presentes.
«Porque el pasado no está muerto. El pasado ni siquiera ha pasado», solía decir yo citando al escritor William Faulkner. Me refería a que cada pequeña cosa que le sucedía a una persona la acompañaba hasta el presente. Todas sus vivencias influían en cada elección, y cuando se trataba de experiencias traumáticas, el pasado ocupaba casi todo el espacio del presente.
A menudo hipnotizaba a todos los integrantes del grupo al mismo tiempo, y cada vez elegía a uno o dos de ellos, con los que profundizaba más que con los demás. De ese modo, siempre teníamos acceso a dos niveles en los que podíamos discutir lo sucedido: el de la sugestión hipnótica y el nivel de la conciencia.
Con el tiempo había descubierto algo acerca de la hipnosis, algo que había empezado siendo tan sólo una sospecha y que había ido convirtiéndose en un patrón cada vez más nítido. Pero, naturalmente, aún se debía demostrar. Yo era consciente de que quizá esperaba demasiado de mi tesis: el culpable del trauma nunca aparecía bajo su propia identidad durante el trance hipnótico. Era posible dar con la situación y observar el suceso aterrador, pero el individuo mantenía oculto al autor de los hechos.
Cuando todos hubieron ocupado sus lugares, caí en la cuenta de que Eva Blau, mi nueva paciente, aún no había llegado. Una ansiedad conocida flotaba en la sala.
Charlotte Cederskiöld solía sentarse alejada de los demás. Se había quitado la gabardina y, como siempre, se la veía extremadamente elegante, con un sobrio vestido gris y un ancho y luminoso collar de perlas en torno a su grácil cuello. La falda azul era plisada y llevaba unas medias opacas también azules. Sus zapatos eran brillantes y de tacón bajo. Nuestras miradas se cruzaron y me sonrió con timidez. Antes de que Charlotte se incorporase al grupo, había intentado quitarse la vida en quince ocasiones. La última vez se había disparado en la cabeza con la escopeta de caza de su pareja en la sala de estar de su chalet de Djursholm. El rifle se le había resbalado y ella había perdido una oreja y parte de la mejilla. Pero nada de eso se veía ahora: se había sometido a un par de operaciones de cirugía plástica y cambiado su peinado a un tupido corte estilo paje que ocultaba la prótesis auricular y el audífono. A menudo sentía una profunda angustia cuando veía a Charlotte inclinar la cabeza y escuchar amable y respetuosamente los relatos de los demás. Era una hermosa mujer de mediana edad, atractiva, a pesar de que había algo terriblemente desgarrador en ella. Yo era consciente de que no podía mantenerme imperturbable ante el abismo que presentía en su interior.
– ¿Estás cómoda, Charlotte? -pregunté.
Ella asintió y respondió con su voz suave y clara:
– Estoy bien, muy bien.
– Hoy exploraremos la habitación interior de Charlotte -expliqué.
– Mi caserón. -Sonrió.
– Exacto.
Marek me dirigió una sonrisa impaciente y exenta de alegría cuando nuestras miradas se cruzaron. Había estado entrenando en el gimnasio toda la mañana y sus músculos se veían hinchados. Miré el reloj. Era hora de empezar, no podíamos seguir esperando a Eva Blau.
– Bien, comencemos -resolví.
Sibel se puso precipitadamente en pie, se sacó un chicle de la boca y lo envolvió en una servilleta de papel que luego arrojó a la papelera. Me dirigió una mirada tímida y declaró:
– Estoy lista, doctor.
Tras la relajación venía la escala pesada y cálida de la inducción, la disolución de los límites de la voluntad. Lentamente inducía al grupo a un trance más profundo evocando la imagen de una escalera de madera húmeda por la que debían descender lentamente.
La energía comenzó a circular al poco entre nosotros, una calidez muy especial que envolvía a todos los presentes. Mi voz era primero aguda y bien articulada, y poco a poco iba bajando el tono. Ese día, Jussi parecía especialmente nervioso, tarareaba y por momentos contraía los labios con agresividad. Mi voz dirigía a los pacientes mientras mis ojos observaban cómo sus cuerpos se hundían en las sillas, cómo sus semblantes se relajaban y adquirían esa peculiar expresión que tiene la gente cuando se la somete a un trance hipnótico.
Comencé a caminar por detrás de ellos tocando suavemente sus hombros. Todo el tiempo los dirigía de manera individual, contando hacia atrás, paso a paso.
Jussi silbaba algo para sí.
Marek Semiovic tenía la boca abierta y un hilo de baba le caía por una comisura.
Pierre se veía más delgado y flácido que nunca.
Las manos de Lydia colgaban laxas por encima de los apoyabrazos de su silla.
– Seguid bajando por la escalera -dije en voz baja.
Ante la junta del hospital no había explicado que durante las sesiones el hipnotista también se sumía en una especie de trance pero, en mi opinión, eso era inevitable y al mismo tiempo bueno.
Nunca había entendido por qué mi propio trance, que tenía lugar en paralelo al de los pacientes, se desarrollaba bajo el agua. Pero lo cierto era que me gustaba la imagen acuática, era nítida y placentera, y me habla habituado a leer los matices del proceso a través de ella.
Naturalmente, mientras yo me sumergía en el mar, mis pacientes veían otras cosas: caían en los recuerdos del pasado, entraban en habitaciones de su infancia o iban a parar a los lugares de su adolescencia, a la casa de veraneo de sus padres o al garaje de la niña vecina. No sabían que para mí ellos también se encontraban en las profundidades submarinas, cayendo lentamente entre enormes formaciones de coral o entre las ásperas paredes de una falla continental. En mi pensamiento, en ese momento nos sumergíamos todos juntos en el agua burbujeante.
Esa vez quería probar a llevarlos a un estado de hipnosis bastante profunda. Mientras contaba en orden descendente y hablaba sobre el placer de la relajación, el agua tronaba en mis oídos.
– Quiero que descendáis todavía un poco más -indiqué-. Seguid bajando, pero ahora hacedlo más lentamente. Pronto nos detendremos, totalmente tranquilos y relajados… Un poco más abajo, un poco más. Ahora nos detendremos.
Vi a todo el grupo dispuesto en semicírculo frente a mí en el arenoso fondo del mar, plano y extenso. El agua era clara y levemente verdosa. La arena formaba pequeñas ondas regulares bajo nuestros pies. Había medusas de color rosado flotando luminosas sobre nuestras cabezas. Cada tanto, algunos peces planos levantaban remolinos de arena y luego se alejaban.
– Ahora todos estamos en el fondo -dije.
Abrieron los ojos y me miraron.
– Charlotte, hoy te toca empezar a ti -continué-. ¿Qué es lo que ves? ¿Dónde te encuentras?
Sus labios se movieron pero no pronunció palabra.
– Aquí no hay nada peligroso -señalé-. Estamos contigo todo el tiempo, detrás de ti.
– Lo sé -dijo con voz monótona.
Sus ojos no estaban abiertos ni cerrados, sino que se entornaban como los de un sonámbulo, vacíos y lejanos.
– Estás tras la puerta -dije-. ¿Quieres entrar?
Asintió y el pelo se movió en su cabeza con la corriente del agua.
– Hazlo -indiqué.
– Sí.
– ¿Qué ves? -continué.
– No lo sé.
– ¿Has entrado? -pregunté con la sensación de que tal vez la apremiaba demasiado.
– Sí.
– Pero ¿no ves nada?
– Sí.
– ¿Es algo extraño?
– No lo sé, no lo creo…
– Descríbelo -dije rápidamente.
Ella negó con la cabeza y unas pequeñas burbujas de aire se liberaron de su pelo y subieron centelleando a la superficie. Me percaté de mi falta de tacto, de que no la estaba guiando, sino que intentaba empujarla hacia adelante. Aun así, no pude evitar decir:
– Estás de vuelta en la casa de tu abuelo.
– Sí -contestó con voz apagada.
– Ya estás dentro y sigues adelante.
– No quiero.
– Da sólo un paso.
– Ahora no -suspiró.
– Alza la vista y mira.
– No quiero.
Su labio inferior tembló.
– ¿Ves algo que parezca extraño? -pregunté-. ¿Algo que no debería estar ahí?
Una gran arruga se formó en su frente y de repente advertí que su resistencia cedería demasiado pronto y que Charlotte se desgastaría aún más con el trance. Podía resultar peligroso, quizá cayera en una profunda depresión si el proceso era demasiado rápido. Grandes burbujas salieron de su boca como una brillante cadena. Su rostro centelleó y un manto azul verdoso recorrió su frente.
– No tienes que hacerlo, Charlotte. No tienes que mirar -la tranquilicé-. Puedes abrir la puerta de cristal y salir al jardín si es lo que quieres.
Su cuerpo se sacudió y supe que ya era demasiado tarde.
– Tranquilízate -suspiré alargando el brazo para tocar su hombro.
Sus labios estaban blancos y tenía los ojos muy abiertos.
– Charlotte, ahora, con cuidado, regresaremos juntos a la superficie -dije.
Sus pies levantaron una espesa nube de arena cuando flotó hacia arriba.
– Espera -dije débilmente.
Marek me miró y dio la impresión de que fuera a decir algo a gritos.
– Ya estamos subiendo, voy a contar hasta diez -continué mientras ascendíamos súbitamente hacia la superficie-. Cuando haya acabado, abriréis los ojos y os sentiréis bien…
Charlotte resolló, se levantó de la silla dando tumbos, se acomodó la ropa y me miró de manera inquisitiva.
– Haremos una breve pausa -dije.
Sibel se incorporó despacio y salió a fumar. Pierre fue I ras ella. Jussi se quedó en la silla, pesado y relajado. Ninguno de ellos estaba totalmente despierto, el ascenso había sido demasiado abrupto, pero como íbamos a volver a bajar en seguida, pensé que sería mejor mantener al grupo en ese difuso nivel de conciencia. Me senté en la silla, me froté el rostro con las manos y estaba haciendo algunas anotaciones cuando Marek Semiovic se acercó a mí.
– Bien hecho. -Sonrió secamente.
– No ha sido como lo había imaginado -contesté.
– A mí me ha parecido divertido -dijo.
Lydia se aproximó también con sus joyas tintineantes. El cabello teñido con alheña adquirió un tono intensamente rojizo cuando un rayo de sol incidió sobre él.
– ¿Qué? -pregunté-. ¿Qué ha sido tan divertido?
– Que pusieras en su lugar a esa ramera de clase alta.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Lydia.
– No estoy hablando de ti, sino de…
– No debes decir que Charlotte es una ramera porque eso no es cierto -dijo Lydia con suavidad-. ¿No es así, Marek?
– De acuerdo, esta bien.
– ¿Sabes lo que hace una ramera?
– Sí.
– Ser una ramera -continuó ella con una sonrisa- no tiene por qué ser malo. Uno elige serlo o no, se trata del shakti, la energía femenina, el poder de la mujer.
– Exacto, quieren tener poder -dijo Marek con fervor-. Diablos, a mí no me dan lástima, te lo aseguro.
Me hice a un lado y eché un vistazo a mis anotaciones, pero seguí oyendo su conversación.
– Hay quienes no logran equilibrar su chakra -dijo Lydia con tranquilidad-, y por supuesto se sienten mal.
Marek Semiovic se sentó. Se lo veía inquieto, se pasó la lengua por los labios y observó a Lydia.
– Seguramente ocurrieron cosas en el caserón -dijo en voz baja-. Lo sé, pero…
Quedó en silencio y apretó los dientes, de forma que se movieron los músculos de su mandíbula.
– En realidad, todo está bien -dijo ella tomándole la mano.
– Pero ¿por qué no puedo recordar?
Sibel y Pierre volvieron a entrar en la sala. Todos estaban taciturnos y apagados. A Charlotte se la veía frágil, tenía los delgados brazos en cruz sobre el pecho y las manos apoyadas sobre los hombros.
Cambié la cinta de la cámara de vídeo, recité la hora y la fecha y expliqué que todos los pacientes se encontraban aún en un estado posthipnótico. Miré por el visor, elevé un poco el trípode y ajusté la cámara. Luego coloqué bien las sillas y les pedí a los pacientes que ocuparan nuevamente sus lugares.
– Por favor, sentaos, es hora de continuar -dije.
De repente llamaron a la puerta y entró Eva Blau. Vi lo tensa que estaba y me acerqué a ella.
– Bienvenida -dije.
– ¿Lo soy? -preguntó.
– Sí -respondí.
Vi que aparecían unas manchas rojizas en sus mejillas y en su cuello cuando fui a coger su abrigo para colgarlo. La acompañé hasta el grupo y acerqué una silla más al semicírculo.
– Eva Blau antes era paciente del doctor Ohlson, pero en adelante formará parte de nuestro grupo. Todos intentaremos hacer que se sienta bienvenida.
Sibel asintió, contenida, Charlotte sonrió con amabilidad y los demás la saludaron retraídamente. Marek fingió no verla en absoluto.
Eva Blau se sentó en la silla vacía y apretó las manos entre los muslos. Regresé a mi lugar y pausadamente di comienzo a la segunda parte.
– Sentaos cómodos, con los pies apoyados en el suelo y las manos sobre las rodillas. La primera parte no ha resultado como yo la había imaginado.
– Pido disculpas -dijo Charlotte.
– Nadie debe pedir disculpas, y menos aún tú, espero que lo entiendas.
Eva Blau me observaba fijamente todo el tiempo.
– Comenzaremos haciendo algunas reflexiones acerca de la primera parte -dije-. ¿Alguien quiere hacer algún comentario?
– Confuso -dijo Sibel.
– Frustrante -continuó Jussi-. Es decir, sólo tuve tiempo de abrir los ojos y rascarme la cabeza antes de que terminara.
– ¿Qué sentiste? -le pregunté.
– Pelo -contestó con una sonrisa.
– ¿Pelo? -inquirió Sibel riendo tontamente.
– Cuando me rasqué la cabeza -explicó Jussi.
Algunos se rieron de la broma.
– Estableced asociaciones a partir del pelo -dije sonriendo-. ¿Charlotte?
– No sé -dijo ella-. ¿Pelo? Quizá barba…, ¿no?
Pierre la interrumpió con su voz clara:
– Un hippy, un hippy en helicóptero. -Sonrió-. Se sienta así, mastica chicle y se desliza…
Eva se puso repentinamente en pie con gran estrépito.
– Todo esto no son más que tonterías -espetó indignada dirigiéndose a Pierre.
La sonrisa de él se desvaneció.
– ¿Por qué opinas eso? -pregunté.
Eva no contestó. Sólo me miró a los ojos antes de volver a sentarse malhumorada.
– Pierre, ¿quieres continuar? -pedí con calma.
Él negó con la cabeza y juntó los dedos índices de ambas manos formando una cruz en dirección a Eva, simulando protegerse así de ella.
– A Dennis Hopper le dispararon porque era hippy -murmuró de manera conspirativa.
Sibel rió tontamente y me miró de reojo. Jussi carraspeó e hizo un gesto con la mano en dirección a Eva Blau.
– En el caserón te librarías de nuestras tonterías -dijo con su fuerte acento.
La sala quedó en completo silencio. Pensé que Eva no podía saber lo que el caserón significaba para nuestro grupo, pero aun así lo dejó pasar. Se volvió hacia Jussi y pareció que iba a reaccionar de manera agresiva, pero él la miró con gesto calmo y serio y finalmente ella se contuvo.
– Eva, comenzamos con ejercicios de relajación y respiración -le expliqué-. Luego los hipnotizo de manera individual o por parejas. Naturalmente, todos participan todo el tiempo, independientemente del nivel de conciencia en el que se encuentren.
Una sonrisa irónica se extendió por el rostro de ella.
– A veces -continué-, si veo que funciona, intento que todo el grupo entre en un trance profundo.
Acerqué una silla y les pedí que cerraran los ojos y se pusieran cómodos.
– Los pies deben descansar firmes en el suelo, las manos sobre las rodillas.
Mientras los guiaba hacia un estado de relajación más profunda, pensé que debía comenzar investigando el cuarto secreto de Eva Blau. Era importante que ella contribuyera pronto con algo para entrar en comunión con los demás. Conté en orden descendente y escuché su respiración, sumí al grupo en una leve hipnosis y luego los dejé flotando justo por debajo de la plateada superficie del agua.
– Eva, ahora me ocuparé sólo de ti -dije con calma-.
Debes confiar en mí, te cuidaré durante la hipnosis. No puede ocurrirte nada malo. Te sentirás relajada y segura, escucharás mi voz y seguirás mis palabras. Sigue todo el tiempo mis indicaciones sin cuestionarlas previamente. Te encontraras envuelta en el flujo de palabras, ni antes ni después, sino siempre en medio de…
Nos hundimos en el agua grisácea y vislumbré al resto del grupo suspendido con la coronilla pegada al ondulado espejo. Luego nos sumergimos en la profunda oscuridad siguiendo una cuerda, un cabo con ondeantes jirones de algas.
Al mismo tiempo, en la realidad, estaba detrás de la silla de Eva Blau con una mano sobre su hombro mientras hablaba calma y quedamente. Su cabello olía a tabaco. Ella permanecía reclinada hacia atrás con el rostro relajado.
En mi propio trance, el agua frente a ella se veía a veces marrón y otras veces gris. El rostro quedaba a oscuras y los labios se cerraban fuertemente apretados. Una cortante arruga se veía entre las cejas, pero su mirada era totalmente negra. Me pregunté por dónde empezar. En realidad, sabía muy poco de ella. El diario de Lars Ohlson no contenía prácticamente ningún detalle de su pasado. Me veía obligado a explorarlo por mí mismo, y decidí intentar entrar con cuidado. A menudo quedaba demostrado que la tranquilidad y una buena disposición de ánimo constituían el camino más corto hacia lo más difícil.
– Tienes diez años, Eva -dije rodeando las sillas dispuestas en semicírculo para poder observarla desde lejos.
Su tórax apenas se movía; respiraba con movimientos calmos y suaves en el estómago.
– Tienes diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿ Por qué estás contenta?
Eva hizo un leve mohín con los labios, sonrió para sí y respondió:
– Porque el hombre baila y chapotea en el charco.
– ¿Quién baila? -pregunté.
– ¿Quién? -repitió, y quedó en silencio un breve instante-. Gene Kelly, dice mamá.
– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?
– Es mamá quien la está viendo.
– ¿Tú no? -pregunté.
– Sí. -Sonrió con los ojos entornados.
– ¿Y estás contenta?
Eva Blau asintió lentamente.
– ¿Qué ocurre?
Vi que apretaba los labios con fuerza y bajaba la cabeza.
– Mi barriga está abultada -dijo con un hilo de voz.
– ¿Tu barriga?
– Veo que está muy hinchada -sollozó.
Jussi hinchó el pecho respirando junto a ella. Por el rabillo del ojo vi que movía los labios.
– El caserón -murmuró desde su leve trance-. El caserón.
– Eva, tienes que escucharme -dije-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.
– Bien -dijo con una expresión satisfecha.
– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunté.
Ella no contestó. La contemplé de frente. Su rostro se veía serio y preocupado, con la mirada perdida en algún pensamiento, algún recuerdo. De repente tuve la impresión de que contenía una sonrisa.
– No lo sé -dijo finalmente.
– Sí, yo creo que sí lo sabes -repuse-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.
– Quiero entrar en el caserón -susurró ella entonces.
Pensé que había algo que no encajaba mientras contaba en orden descendente y les hablaba de una escalera que descendía. Me vi rodeado de agua tibia mientras bajaba lentamente a lo largo de un peñasco, más y más profundamente.
Eva Blau levantó entonces el mentón, se humedeció los labios, se succionó las mejillas y luego murmuró:
– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.
– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunté.
Ella empezó a respirar de manera irregular. Su rostro se ensombreció. El agua turbia pasó revuelta frente a ella.
– Un hombre con una cola de caballo. Cuelga a la pobre persona del techo -se lamentó.
Vi que se sujetaba fuertemente con una mano del cabo con las algas ondeantes. Las piernas se movían en un lento chapoteo.
Salí del trance de una violenta sacudida, consciente de que Eva Blau mentía, no estaba hipnotizada. No entendía por qué lo sabía, pero estaba totalmente seguro de ello. Se había defendido de mis palabras y bloqueado la sugestión. Mi cerebro susurró en tono glacial: «Miente, no está hipnotizada en absoluto.»
La vi sacudirse atrás y adelante en la silla.
– El hombre tira más y más de esa pobre persona. Tira de ella con mucha fuerza…
De repente, la mirada de Eva Blau se cruzó con la mía y se quedó inmóvil. Una risa burlona se extendió por sus labios.
– ¿He estado bien? -preguntó.
Yo no contesté. Sólo permanecí de pie mientras la observaba levantarse, coger su capa de lluvia del perchero y salir luego tranquilamente de la habitación.
Escribí la palabra «Caserón» en un papel, envolví con él la cinta de vídeo número 14 y lo sujeté con una goma elástica. En vez de archivar el cásete como de costumbre, la llevé a mi despacho. Quería analizar la mentira de Eva Blau y mi propia reacción, pero una vez en el pasillo ya advertí lo que no había encajado desde el primer momento: el rostro de Eva parecía consciente. Había intentado mostrarse dulce, no tenía el gesto relajado y sincero que siempre tienen los individuos en trance. Quien está sumido en la hipnosis puede sonreír, pero no es su sonrisa habitual, sino otra blanda y adormecida.
Cuando llegué al despacho, la joven estudiante de medicina me esperaba junto a la puerta. Me sorprendí al recordar su nombre: Maja Swartling.
Nos saludamos y, antes de que tuviera tiempo de abrir la puerta, ella se apresuró a decir:
– Perdone que sea tan insistente, pero estoy basando gran parte de mi tesis en su investigación. A mí, y también a mi tutor, nos gustaría que participara en ella.
Me miró con seriedad.
– Entiendo -asentí.
– ¿Le parece bien que le haga algunas preguntas? -dijo finalmente-. ¿Tengo su permiso para hacerlo?
De pronto su mirada me pareció la de una niña pequeña: despierta pero insegura. Sus ojos eran muy oscuros y relucían negros contra la piel inusualmente clara. El cabello se veía bien cepillado en las trenzas enrolladas. El peinado era anticuado, pero le sentaba bien.
– ¿De verdad que puedo? -preguntó suavemente-. No tiene ni idea de lo insistente que puedo llegar a ser.
Noté que la miraba sonriendo. Había algo tan sano y luminoso en ella que, sin pensarlo primero, abrí los brazos y respondí que estaba listo. Maja rió dirigiéndome una mirada larga y satisfecha. Abrí la puerta y me siguió sin rodeos al interior del despacho. Se sentó en la silla para las visitas, sacó un bloc de notas y un lápiz y a continuación me miró sonriente.
– ¿Qué es lo que quieres preguntarme?
Ella se ruborizó intensamente y empezó a hablar, todavía con una sonrisa tan amplia que parecía que no pudiera contenerla.
– Podríamos comenzar con la práctica… ¿Qué opina de la posibilidad de que el paciente le engañe? Que sólo diga lo que cree que usted quiere oír.
– En realidad eso ha ocurrido hoy mismo. -Sonreí-. Una de mis pacientes no quería ser hipnotizada. Se resistió y, por supuesto, no se sumió en el trance, aunque fingió que era así.
Maja se había tranquilizado y ahora parecía menos insegura. Se inclinó hacia adelante, contrajo los labios y preguntó:
– ¿Fingió?
– Lo descubrí, naturalmente.
Ella alzó las cejas de manera inquisitiva.
– ¿Cómo?
– Para empezar, existen signos externos muy claros del reposo hipnótico. El más importante es que el rostro pierde toda afectación.
– ¿Podría desarrollar ese punto?
– Estando consciente, incluso la persona más relajada controla la expresión de su rostro. La boca se cierra, hay actividad en los músculos faciales y en los ojos… Pero en un individuo hipnotizado nada de eso está presente. La boca se abre, el mentón se hunde, la mirada es vaga… Es difícil de describir, pero uno lo sabe.
Parecía que Maja quería preguntar algo, así que hice una pausa. No obstante, negó con la cabeza y me pidió que continuara.
– Acabo de leer sus informes -dijo-. El grupo de hipnotismo no se compone sólo de víctimas, es decir, de quienes fueron sometidos a abusos, sino también de abusadores, personas que sometieron a otros a cosas espantosas.
– Funciona del mismo modo en el subconsciente y…
– ¿Se refiere usted a…?
– Perdona, Maja… Y en el contexto de terapia grupal es en realidad un recurso.
– Interesante -dijo tomando nota-. Quiero regresar a ello más tarde, pero ahora me gustaría saber cómo se ve a sí mismo el abusador durante la hipnosis. Usted sugiere la idea de que la víctima a menudo reemplaza al culpable con alguna otra cosa, como un animal.
– Aún no he investigado cómo se ve el culpable a sí mismo, y no quiero caer en la especulación.
Ella ladeó la cabeza.
– Pero ¿sospecha algo?
– Tengo un paciente que…
Quedé en silencio y comencé a pensar en Jussi Persson, el hombre de Norrland que cargaba a cuestas con su soledad como si de un enorme peso se tratara.
– ¿Qué iba a decir?
– Durante el trance, ese paciente regresa a una torre de caza. Es como si el fusil lo dominara, dispara a los corzos y los deja allí tendidos. Cuando está consciente, niega que hubiera corzos y dice que suele sentarse en la torre a esperar a que aparezca una osa.
– ¿Eso dice cuando está consciente? -Sonrió.
– Tiene una casa en Västerbotten.
– ¿Ah, sí? Creí que vivía aquí -rió.
– Los osos seguramente son reales -dije-. Hay muchos osos allí. Jussi contó que una hembra enorme mató a su perro hace algunos años.
Permanecimos sentados mirándonos en silencio.
– Es tarde -dije.
– Aún tengo muchas preguntas…
Abrí las manos.
– Podemos vernos más veces.
Ella me miró. De repente sentí un extraño calor en el cuerpo cuando advertí que una fina nube de rubor se extendía por su piel clara. Había complicidad entre nosotros, una mezcla de seriedad y avidez de reír.
– ¿Puedo invitarlo a una copa como agradecimiento? Hay un libanés bastante agradable…
Se interrumpió abruptamente cuando sonó el teléfono. Le pedí disculpas y contesté.
– ¿Erik?
Era Simone; parecía tensa.
– ¿Qué ocurre? -pregunté.
– Yo… estoy en la parte de atrás, en el carril para bicicletas. Parece ser que alguien ha entrado por la fuerza en casa.
Me recorrió un temblor helado. Pensé en la palmeta que hallamos frente a la puerta, el viejo instrumento de castigo.
– ¿Qué ha ocurrido?
Oí a Simone tragar con fuerza. A lo lejos se oía jugar a unos niños. Quizá estuvieran en el campo de fútbol. Sonó un silbato y se oyeron gritos.
– ¿Qué ha sido eso? -pregunté.
– Nada, unos niños jugando -repuso tratando de parecer serena-. Erik -continuó presurosa-, han forzado la puerta del balcón de Benjamín, la ventana está rota.
Por el rabillo del ojo vi a Maja Swartling ponerse de pie y preguntarme con un gesto si debía marcharse.
Asentí con un breve movimiento de la cabeza y alcé los hombros pidiendo disculpas.
Sin querer, golpeó una silla, que arañó el suelo.
– ¿Estás solo? -preguntó Simone.
– Sí -dije sin saber por qué mentía.
Maja se despidió con la mano y cerró la puerta en silencio tras de sí. Aún podía sentir su perfume como un matiz sencillo y fresco.
– Mejor que no hayas entrado -continué-. ¿Has llamado a la policía?
– Erik, te noto raro. ¿Ha ocurrido algo?
– ¿Además de que quizá haya un intruso en nuestra casa en este mismo instante? ¿Has llamado a la policía?
– Sí, llamé a papá.
– Bien.
– Dijo que vendría en seguida.
– Debes irte de ahí, Simone.
– Estoy en el carril para bicicletas.
– ¿Ves la casa?
– Sí.
– Si tú puedes verla, alguien que esté dentro también podría verte a ti.
– Ya basta -dijo.
– Ve hacia el campo de fútbol, por favor. Iré para allá de inmediato.
Aparqué detrás del Opel sucio de Kennet y puse el freno de mano, giré la llave en el contacto y bajé del coche. Kennet vino corriendo hacia mí. Tenía una expresión resuelta.
– ¿Dónde diablos está Sixan? -exclamó.
– Le dije que esperara en el campo de fútbol.
– Bien, temía que…
– La conozco y sé que habría entrado en la casa. Se parece a ti.
Se rió y me dio un fuerte abrazo.
– Me alegro de verte, muchacho.
Empezamos a rodear la hilera de casas para ir a la parte trasera y divisé a Simone algo alejada de la nuestra. Posiblemente había estado vigilando todo el tiempo la puerta rota del balcón que conducía directamente a nuestro jardín. Levantó la vista, dejó su bicicleta, caminó hacia nosotros y me abrazó con fuerza. Luego miró por encima de mi hombro y dijo:
– Hola, papá.
– Voy a entrar -dijo él con seriedad.
– Te acompañaré -dije.
– Las mujeres y los niños esperan fuera, ¿no? -suspiró Simone.
Los tres pasamos por encima del solo de poca altura y atravesamos el jardín, donde había una mesa y cuatro sillas de plástico blanco.
– Quizá sólo fueron unos adolescentes que necesitaban un lugar donde follar -sugirió Simone.
– No, en ese caso habría más desorden.
– ¿No te parece extraño que los vecinos no notaran nada? A Adolfsson no se le escapa una.
– Quizá fue él quien lo hizo -propuse.
– ¿Follar en nuestra cama?
Me reí, la abracé y percibí su aroma; olía a un delicado perfume en absoluto pegajoso ni dulzón. Se apretó contra mí y sentí su cuerpo delgado como el de un chico junto al mío. Deslicé las manos por debajo de su blusa suelta y exploré la delicada piel. Sus pechos estaban tibios y turgentes. Gimió cuando besé su cuello y un fragor de aliento cálido recorrió mi oreja.
Nos desvestimos a la luz del televisor. Nos ayudamos uno al otro con manos rápidas y ansiosas, tanteamos las prendas de ropa, nos reímos juntos y volvimos a besarnos. Luego ella me arrastró en dirección al dormitorio y me empujó sobre la cama de manera juguetona.
– ¿Es hora de usar la palmeta? -pregunté.
Ella asintió y se acercó a mí, inclinó la cabeza y dejó que su pelo se arrastrara por mis piernas. Sonrió con una mirada afligida mientras se movía hacia arriba. Los rizos cayeron sobre sus delgados hombros pecosos. Los músculos de los brazos se veían tensos cuando se sentó a horcajadas sobre mi cadera. Sus mejillas se arrebolaron cuando la penetré.
Durante algunos segundos, el recuerdo de ciertas fotografías deambuló por mi mente. Las había tomado una vez en la playa, en las islas griegas. Fue un par de años antes de que naciera Benjamín. Habíamos recorrido la costa en autobús y nos bajamos en el sitio que consideramos más hermoso. Cuando comprobamos que la playa estaba desierta, nos despojamos de nuestra ropa de baño. Comimos sandía tibia a la luz del sol y luego nos metimos desnudos en el agua clara y poco profunda, acariciándonos y besándonos. Ese día hicimos el amor cuatro veces en la playa, cada vez más indolentes y apasionados. Simone tenía el pelo enmarañado por el agua de mar. Su mirada se veía pesada por el sol, y sonreía de manera introspectiva. Los pequeños senos tensos, las pecas, los pezones rosados. Su estómago plano, el ombligo, el vello cobrizo de su sexo.
Simone se inclinó hacia adelante sobre mí y se dispuso a buscar el orgasmo. Se echó un poco hacia atrás y me besó en el pecho y en el cuello. Respiraba cada vez más de prisa. Cerró los ojos, se agarró a mis hombros con fuerza y susurró que continuara:
– Sigue, Erik. No te detengas…
Luego comenzó a moverse con más rapidez; tenía la espalda y las nalgas mojadas de sudor. Gimió en voz alta y siguió moviéndose con fuerza arriba y abajo. Se detuvo un instante con los muslos temblorosos, continuó un poco más y paró, gimiendo. Tomó aire, se humedeció los labios y afirmó la mano en mi pecho. Dejó escapar un jadeo y me miró a los ojos cuando comencé a empujar nuevamente en su interior. Luego ya no me resistí, sino que dejé brotar mi semen en pesados y deliciosos espasmos.
Tras aparcar la bicicleta en el sector de neurología, me quedé de pie un breve instante escuchando el clamor de los pájaros en los árboles y observando sus formas de claros colores a través de la masa de hojas de la arboleda. Pensé en que hacía tan sólo un rato había despertado junto a Simone y mirado sus ojos verdes.
Mi despacho se veía tal como lo había dejado el día anterior. La silla donde se había sentado Maja Swartling para entrevistarme aún estaba desplazada de su sitio y la lámpara de mi escritorio seguía encendida. Sólo eran las ocho y media. Tenía tiempo de repasar mis anotaciones acerca de la fallida sesión hipnótica con Charlotte. Era fácil entender por qué había resultado de ese modo: yo había forzado el proceso persiguiendo tan sólo el objetivo. Era un error típico y debería haberme dado cuenta, tenía demasiada experiencia para cometer errores de ese tipo. No servía de nada obligar a un paciente a ver algo que se negaba a ver. Charlotte había entrado en la habitación, pero no había querido levantar la mirada. Debería haber bastado por esa vez, había sido muy valiente.
Me puse la bata de medico, me lavé las manos y pensé en mis pacientes. No estaba satisfecho con el rol de Pierre en el grupo. A menudo corría en busca de Sibel o de Lydia, era locuaz y bromista, pero su actitud era muy pasiva durante los trances hipnóticos. Era peluquero, abiertamente homosexual y quería ser actor. En apariencia, llevaba una vida normal, excepto por un detalle recurrente: todos los años, por Pascua, se iba de viaje con su madre, se encerraban en la habitación del hotel, bebían hasta embriagarse y mantenían relaciones sexuales. Lo que la madre no sabía era que Pierre terminaba siempre las vacaciones con una profunda depresión, y había tenido repetidos intentos de suicidio.
No quería forzar a mis pacientes; quería que contar algo fuera su propia elección.
Llamaron a la puerta. Antes de que me diera tiempo a contestar, ésta se abrió y Eva Blau entró en mi despacho. Me dirigió un gesto extraño, como si intentara sonreír sin mover los músculos faciales.
– No, gracias -dijo de repente-. No tienes que invitarme a cenar, ya he comido. Charlotte es una buena persona: me prepara comida, raciones para toda la semana que guardo en el congelador.
– Es amable de su parte -señalé.
– Compra mi silencio -replicó Eva enigmáticamente, y acto seguido se situó detrás de la silla en la que Maja se había sentado el día anterior.
– Eva, ¿quieres contarme por qué has venido?
– Para chuparte la polla, desde luego que no, que lo sepas.
– No tienes que seguir en el grupo de hipnotismo -repuse con calma.
Ella bajó la mirada.
– Sabía que me odiabas -murmuró.
– No, Eva. Sólo digo que no estás obligada a formar parte de este grupo. Algunas personas no quieren ser hipnotizadas. Otras no son especialmente receptivas, a pesar de que en verdad lo desean, y otras…
– Me odias -interrumpió.
– Sólo digo que no puedo tenerte en ese grupo si de ningún modo quieres ser hipnotizada.
– No fue mi intención -dijo-. Pero no puedes meter tu polla en mi boca.
– Ya basta -dije.
– Perdón -suspiró y sacó algo del bolso-. Mira, te lo regalo.
Lo cogí. Era una fotografía: en ella se veía a Benjamin el día que fue bautizado.
– Es bonita, ¿verdad? -dijo con orgullo.
Sentí que mi corazón comenzaba a latir rápidamente y con fuerza.
– ¿De dónde has sacado esto? -inquirí.
– Es mi pequeño secreto.
– Contéstame, Eva. ¿De dónde has…?
Me interrumpió con un tono provocador:
– Mira por ti y cágate en los demás, así vivirás siempre feliz.
Volví a mirar la imagen. Era del álbum fotográfico de Benjamin. La conocía muy bien. Incluso tenía en el dorso la marca del pegamento con el que la habíamos fijado. Me obligué a hablar con calma a pesar de que el pulso me retumbaba en las sienes.
– Quiero que me cuentes de dónde has sacado esta fotografía.
Se sentó en el sofá, se desabotonó la blusa y me mostró los senos.
– Méteme la polla -repuso ella-. Así quedarás satisfecho.
– Has estado en mi casa -dije.
– Y tú en la mía -respondió con un tono de rebeldía-. Me obligaste a abrir la puerta…
– Eva, traté de hipnotizarte. Eso no es lo mismo que entrar por la fuerza en una casa ajena.
– No entré por la fuerza -se apresuró a replicar.
– Rompiste una ventana…
– La piedra rompió la ventana.
Estaba exhausto. Sentí que estaba a punto de perder los papeles y de reaccionar con furia hacia una persona enferma y confundida.
– ¿Por qué cogiste esa fotografía?
– ¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que le sentirías?
Escondió el rostro entre las manos y dijo que me odiaba. Lo repitió una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse.
– Debes entender que me haces enfadar -añadió luego, más serena- cuando dices que cogí tus cosas. Te he regalado una fotografía muy bonita.
– Sí.
Dibujó una amplia sonrisa y se humedeció los labios.
– Yo te he dado algo -continuó-. Ahora quiero que tú me des algo.
– ¿Qué quieres que te dé? -pregunté con calma.
– No lo intentes -repuso.
– Sólo dime qué…
– Quiero que me hipnotices -contestó.
– ¿Por qué dejaste una palmeta junto a mi puerta? -pregunté.
Eva me dirigió entonces una mirada vacía.
– ¿Qué es una palmeta?
– Antes se castigaba a los niños con eso -dije dominándome.
– Yo no he dejado nada junto a tu puerta.
– Dejaste una vieja…
– ¡No mientas! -gritó.
Se puso de pie y caminó hacia la puerta.
– Eva, hablaré con la policía si no entiendes cuáles son los límites, si no entiendes que debes dejarnos a mi familia y a mí en paz.
– ¿Y mi familia? -replicó.
– ¡Escúchame!
– ¡Cerdo fascista! -gritó, y abandonó la habitación.
Mis pacientes estaban sentados en semicírculo frente a mí. Había resultado fácil hipnotizarlos esa vez. Nos habíamos sumergido lentamente bajo el agua. Continué trabajando con Charlotte. Su rostro se veía tristemente relajado, tenía profundos círculos alrededor de los ojos y el mentón algo arrugado.
– Perdón -suspiró.
– ¿Con quién hablas? -pregunté.
Su rostro se contrajo por un breve instante.
– Perdón -repitió.
Esperé. Era evidente que Charlotte estaba profundamente hipnotizada. Respiró pesada aunque silenciosamente.
– Sabes que estás a salvo con nosotros, Charlotte -dije-. No hay nada que pueda hacerte daño. Te sientes bien, agradablemente relajada.
Ella asintió acongojada y supe que me oía, que seguía mis palabras sin poder distinguir ya el entorno inmediato de la realidad de la hipnosis. En su profundo trance hipnótico, era como si estuviera viendo una película en la que ella misma participaba. Era tanto espectadora como actriz, pero no estaba dividida en dos, sino que formaba una unidad.
– No te enfades -suspiró-. Perdón, perdón. Te compensaré, lo prometo. Te compensaré.
Oí al grupo respirar pesadamente a mi alrededor y entendí que estábamos en el caserón. Habíamos llegado al cuarto peligroso de Charlotte y quería que permaneciéramos allí, deseaba que ella tuviera la fuerza suficiente para elevar la vista del suelo y ver algo, echar un primer vistazo a aquello que tanto temía. Quería ayudarla, pero no forzar el proceso esta vez, no repetir el error de la semana anterior.
– Hace frío en el gimnasio del abuelo -dijo de repente Charlotte.
– ¿Ves algo?
– Largos tablones de madera, un cubo y un cable -dijo con un hilo de voz.
– Da un paso atrás -indiqué.
Ella negó con la cabeza.
– Charlotte, da un paso atrás y apoya la mano en la manija de la puerta.
Vi que sus párpados temblaban y nuevas lágrimas brotaban a través de sus pestañas. Apoyaba las manos sobre su regazo, como una anciana.
– Tocas la manija y sabes que puedes abandonar la habitación cuando quieras -dije.
– ¿Puedo hacerlo?
– Empujas la manija hacia abajo y sales.
– Probablemente sea lo mejor, si me voy…
Guardó silencio, levantó el mentón y luego giró lentamente la cabeza con la boca entreabierta, como una niña.
– Me quedaré un poco más -declaró en voz baja.
– ¿Estás sola ahí dentro?
Negó con la cabeza.
– Lo oigo -murmuró-, pero no puedo verlo.
Arrugó la frente como si intentara distinguir algo impreciso.
– Aquí hay un animal -dijo de repente.
– ¿Qué animal es? -pregunté.
– Papá tiene un gran perro…
– ¿Tu padre está ahí?
– Sí, está aquí. Está de pie en la esquina, junto a las espalderas. Está triste, lo veo en sus ojos. Papá dice que lo hice sentir mal. Está triste.
– ¿Y el perro?
– El perro da algunos pasos frente a sus piernas, olfateando el suelo. Se acerca y luego regresa a su lado. Ahora está en silencio junto a él, jadeando. Papá dice que el perro cuidará de mí… No quiero, no debería poder hacerlo, no está…
Charlotte contuvo la respiración. Corría el riesgo de salir del trance si continuaba precipitándose hacia adelante.
Una terrible sombra se extendió sobre su rostro y pensé que sería mejor abandonar el estado de hipnosis y salir de ese mar negro. Habíamos encontrado al perro. Ella había permanecido allí mirándolo. Era un gran paso adelante. A su debido tiempo resolveríamos la cuestión de quién era en realidad el perro.
Cuando flotamos hacia la superficie entre la masa de agua, vi a Marek separar los labios y enseñar los dientes en dirección a Charlotte. Lydia extendió una mano entre la nube verde oscura de algas y sargazos e intentó acariciar la mejilla de Pierre. Sibel y Jussi cerraron los ojos y se desplazaron hacia arriba. Nos encontramos con Eva Blau, que flotaba apenas bajo la superficie.
Ya casi estábamos despiertos. El límite en el que la realidad se disolvía ante la influencia de la hipnosis era siempre impreciso, y lo mismo ocurría en sentido contrario, en el trayecto hacia el territorio de la conciencia.
– Ahora haremos una pausa -dije, y a continuación me volví hacia Charlotte-. ¿Te sientes bien?
– Gracias -dijo ella bajando la mirada.
Marek se puso de pie, le pidió un cigarrillo a Sibel y luego salió con ella. Pierre se quedó sentado junto a Jussi; miró el suelo y luego se restregó rápidamente los ojos como si hubiera llorado. Lydia se incorporó despacio, estiró lentamente los brazos por encima de la cabeza y bostezó. Pensé en decirle algunas palabras a Charlotte acerca de que me alegraba que hubiera elegido permanecer un momento en su caserón, pero ya no la vi en la sala.
Decidí coger entonces mi cuaderno para hacer unas rápidas anotaciones, pero Lydia me interrumpió al acercarse a mí. Sus joyas tintinearon suavemente y percibí su perfume de almizcle cuando se puso a mi lado y preguntó:
– ¿No me toca ya a mí?
– La próxima vez -contesté sin alzar la vista de mis anotaciones.
– ¿Por qué no hoy?
Dejé el bolígrafo y busqué su mirada.
– Porque había pensado continuar con Charlotte y luego con Eva.
– Creo que Charlotte ha dicho que se iba a su casa.
Le sonreí.
– Esperemos a ver qué pasa -dije.
– Pero ¿y si no regresa? -insistió ella.
– En ese caso, sí, Lydia, por supuesto.
Se quedó observándome por un momento cuando volví a coger el bolígrafo y comencé a escribir.
– Dudo que Eva pueda sumirse en un trance especialmente profundo -señaló de repente Lydia.
Volví a levantar la mirada.
– Porque en realidad no quiere encontrarse con su cuerpo etérico -continuó.
– ¿Cuerpo etérico?
Ella sonrió avergonzada.
– Sé que tú utilizas otras palabras -dijo-, pero entiendes a qué me refiero.
– Lydia, intento ayudar a todos mis pacientes -repuse con sequedad.
Inclinó la cabeza.
– Pero no lo lograrás, ¿verdad?
– ¿Por qué crees eso? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– Según las estadísticas, uno de nosotros se quitará la vida. Un par serán institucionalizados y…
– No se puede razonar de ese modo -intenté explicarle.
– Yo puedo -me interrumpió-, porque quiero formar parte de los que se salvan.
Dio un paso más hacia mí y apareció una inesperada crueldad en su mirada cuando bajó la voz para decir:
– Creo que Charlotte será de los que se quitan la vida.
Antes de que pudiera contestarle, suspiró y añadió:
– Al menos, no tiene hijos.
Luego fue a sentarse en su silla. Cuando eché un vistazo al reloj, me percaté de que habían pasado más de quince minutos. Pierre, Lydia, Jussi y Eva habían regresado a sus lugares. Llamé a Marek, que caminaba arriba y abajo por el pasillo hablando solo. Sibel estaba fumando junto a la puerta y rió cansada cuando le pedí que entrara.
Lydia me miró satisfecha cuando finalmente constaté que Charlotte no había regresado.
– Bien -dije juntando las manos-. Ahora continuaremos.
Observé sus rostros frente a mí. Estaban listos. En realidad, las sesiones siempre resultaban mejores después de la pausa. Era como si todos anhelaran regresar a las profundidades, como si la luz y el sonido susurrante del fondo nos invitara a bajar nuevamente.
El efecto de la inducción fue inmediato, y Lydia quedó sumida en un profundo trance después de sólo diez minutos.
Descendimos y sentí el agua tibia recorrer mi piel. El gran bloque de piedra estaba cubierto de corales. Ondeando en las corrientes se movían los tentáculos de los pólipos. Yo observaba cada detalle, cada color vibrante y luminoso.
– Lydia -dije-. ¿Dónde te encuentras?
Ella se humedeció los labios resecos y echó la cabeza hacia atrás. Los ojos estaban suavemente cerrados, pero tenía un gesto irritado en la boca y una arruga en la frente.
– Cojo el cuchillo.
Su voz era seca y áspera.
– ¿Qué clase de cuchillo es? -pregunté.
– El cuchillo de sierra del fregadero -dijo, sorprendida, y luego permaneció un momento en silencio con la boca entreabierta.
– ¿Un cuchillo para el pan?
– Sí. -Sonrió.
– Continúa.
– Corto el postre helado en dos. Me llevo la mitad y una cuchara al sofá frente al televisor. Oprah Winfrey se vuelve hacia el doctor Phil. Está sentado entre el público y muestra su dedo índice. Se ha atado un hilo rojo en torno al dedo y se dispone a contar por qué cuando Kasper comienza a gritar. Sé que no quiere nada, sólo intenta desafiarme. Grita porque sabe que eso me enfurece, porque no soporto los malos modos en mi casa.
– ¿Qué grita?
– Sabe que quiero oír lo que dice el doctor Phil, sabe que me gusta Oprah… Por eso grita.
– ¿Qué grita en este momento?
– Nos separan dos puertas cerradas, pero oigo que me grita palabras groseras. Dice: «Coño, coño, coño…»
Lydia tenía las mejillas rojas y el sudor perlaba su frente.
– ¿Qué haces tú? -pregunté.
Ella volvió a humedecerse los labios. Su respiración era pesada.
– Subo el volumen del televisor -dijo con voz amortiguada-. Hay un bullicio, se oyen aplausos, pero el programa ya no me parece divertido. Él ha arruinado el momento. Es así, pero debería explicárselo a él.
Sonrió débilmente con los labios apretados. Tenía el rostro muy pálido y el agua centelleaba en espirales metálicas sobre su frente.
– ¿Lo haces? -pregunté.
– ¿Qué?
– ¿Qué haces, Lydia?
– Yo… paso por la recocina y bajo al salón. Se oye un silbido y unos extraños zumbidos que provienen del cuarto de Kasper, es… No sé qué está haciendo, sólo quiero volver a subir a ver la televisión, pero continúo caminando hacia la puerta, la abro y entro…
Quedó en silencio y el agua brotó con fuerza por sus labios entreabiertos.
– Entras -repetí-. ¿Adonde entras, Lydia?
Sus labios se movieron ligeramente. Las burbujas centellearon y se desvanecieron.
– ¿Qué ves? -pregunté con cuidado.
– Kasper finge dormir cuando entro en su cuarto -respondió lentamente-. Ha roto la fotografía de la abuela. Prometió ser cuidadoso si se la prestaba, es lo único que tengo. Ahora la ha destrozado y simplemente finge dormir ahí tumbado. Pienso que hablaré seriamente con él el domingo. Ese día de la semana repasamos cómo nos hemos comportado el uno con el otro. Me pregunto qué consejo me habría dado el doctor Phil. Me percato de que aún tengo la cuchara en la mano. Al mirarla no me veo a mí misma reflejada en el metal, sino a un osito de peluche. Debe de colgar del techo…
Lydia frunció los labios súbitamente afligida. Trató de reír, pero de su boca sólo salieron sonidos extraños. Volvió a intentarlo, aunque no sonó como una risa.
– ¿Qué haces? -pregunté.
– Miro -dijo alzando la vista.
De repente Lydia resbaló de la silla y se golpeó la cabeza contra el asiento. Corrí hacia ella. Quedó sentada en el suelo, todavía en trance, aunque ya no profundo. Me miró perpleja y con ojos asustados mientras le hablaba en un tono tranquilizador.
No sé por qué sentí que debía telefonear a Charlotte. Algo me preocupaba. Quizá se debiera a que durante la hipnosis la había convencido de que permaneciera en su caserón más tiempo del que en realidad podía soportar. Había desafiado su orgullo y la había persuadido de alzar la vista y observar por primera vez al gran perro que se movía entre las piernas de su padre. Me preocupaba su comportamiento al abandonar la sesión sin dar explicaciones o agradecérmelo como acostumbraba a hacer.
Me arrepentí en cuanto marqué el número de su teléfono móvil, pero aun así esperé a oír el buzón de voz antes de colgar.
Tras un almuerzo tardío en el restaurante Stallmästaregården, regresé en bicicleta al Karolinska. Soplaba un viento helado, pero la luz primaveral bañaba las calles y las fachadas de los edificios.
Me sacudí la inquietud por Charlotte, intentando convencerme de que había pasado por una experiencia tan estremecedora que necesitaba estar en paz con sus sentimientos durante un rato. Las hojas de los árboles del cementerio se agitaban en el viento y la luz.
Kennet debía recoger a Benjamín ese día. Le había prometido llevarlo en el coche de la policía desde el parvulario. El chico dormiría en su casa, puesto que yo debía trabajar hasta tarde y Simone iba a la ópera con unas amigas.
Le había prometido a Maja Swartling, la joven estudiante de medicina, que podría entrevistarme por segunda vez. En ese momento noté que ansiaba hablar con ella. Me sentía satisfecho porque, en principio, mis teorías habían sido confirmadas por Charlotte.
Enfilé el pasillo en dirección a mi despacho. La entrada del hospital estaba vacía, excepto por unas ancianas que esperaban el autobús para discapacitados. El día era hermoso: el sol brillaba y motas de polvo flotaban suspendidas en la luz. Pensé que debía salir a correr un poco esa noche en cuanto terminara el trabajo.
Cuando llegué a mi despacho, Maja Swartling ya estaba esperando junto a la puerta. Sus carnosos labios pintados de rojo se abrieron en una sonrisa y el broche de su pelo negro azabache resplandeció cuando se inclinó y preguntó con su acostumbrada picardía:
– Espero que no se arrepintiera tras la entrevista número dos, doctor.
– Por supuesto que no -dije sintiendo un hormigueo en mi interior cuando me detuve junto a ella para abrirle la puerta.
Nuestras miradas se cruzaron y vi una inesperada seriedad en sus ojos cuando pasó frente a mí y entró en la habitación. Súbitamente fui consciente de mi propio cuerpo, de mis pies, de mi boca. Ella se ruborizó al sacar su carpeta llena de papeles, el bolígrafo y el bloc de notas.
– ¿Qué ha ocurrido desde la última vez que nos vimos? -preguntó.
Le ofrecí una taza de café de la pequeña cocina y luego comencé a relatarle la exitosa sesión de ese día.
– Creo que he hallado al abusador de Charlotte -dije-. Aquel que le hizo tanto daño como para que intente quitarse la vida una y otra vez.
– ¿Quién es?
– Un perro -dije seriamente.
Maja no se rió. Estaba bien informada y sabía que una de mis tesis, la más osada y llamativa, se basaba en la antiquísima estructura de las fábulas: representar a las personas mediante animales es una de la maneras más antiguas de contar algo que de otro modo estaría prohibido, resultaría demasiado aterrador o tentador. Para mis pacientes era una forma de manejar lo incomprensible de que quien debía cuidarlos y amarlos, en cambio, los hubiera lastimado del peor modo imaginable.
Me resultaba muy fácil, casi deslealmente fácil, hablar con Maja Swartling. Conocía el tema sin ser una experta, formulaba preguntas inteligentes y sabía escuchar.
– ¿Y Marek Semiovic? ¿Cómo va todo con él? -preguntó chupando el bolígrafo.
– Conoces su pasado. Llegó aquí como refugiado durante la guerra de Bosnia y sólo trataron sus heridas físicas.
– Sí.
– Es interesante para mi investigación, aunque aún no entiendo exactamente lo que ocurre, ya que durante el trance profundo siempre va a dar a la misma habitación, al mismo recuerdo. Es obligado a torturar a personas que conoce, a chicos con los que ha jugado. Pero luego ocurre algo.
– ¿Durante la hipnosis?
– Sí, se niega a continuar.
Maja anotó algo, hojeó su bloc y alzó la vista.
Decidí no contarle que Lydia había resbalado de la silla durante la sesión. Le hablé, en cambio, de la idea de que durante el trance el libre albedrío sólo se ve limitado en que uno no puede mentirse a sí mismo.
El tiempo pasó y se hizo de noche. El pasillo estaba desierto y en silencio fuera de mi despacho.
Maja guardó sus cosas en la carpeta, se envolvió el chal en torno al cuello y se puso de pie.
– El tiempo ha pasado volando -se disculpó.
– Gracias por el día de hoy -dije tendiéndole la mano.
Dudó un instante y luego preguntó:
– ¿Puedo invitarlo a tomar algo esta noche?
Lo pensé. Simone iría con sus amigas a la ópera a ver Tosca y regresaría tarde a casa. Benjamín dormiría con su abuelo y yo había pensado trabajar toda la noche.
– Tal vez -respondí con la sensación de estar cometiendo una infracción.
– Conozco un pequeño local en la calle Roslagsgatan -añadió ella-. Se llama Peterson-Berger. Es un sitio sencillo pero muy agradable.
– Bien -dije simplemente.
Cogí mi chaqueta, apagué la luz del despacho y cerré la puerta detrás de nosotros.
Recorrimos en bicicleta el parque Haga pasando junto al lago Brunnsviken y luego nos dirigimos hacia Norrtull. Casi no había tránsito. No eran más de las siete y media de la noche y la primavera se percibía en el nítido canto de los pájaros en los árboles.
Finalmente, aparcamos las bicicletas frente al pequeño parque del viejo restaurante Claes på Hörnet. Cuando cruzamos juntos la puerta del local y nos encontramos con la mirada sonriente de la propietaria, comencé a dudar. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¿Qué contestaría si Simone llamaba preguntando qué había hecho? Una oleada de malestar me recorrió por un momento y luego se fue. Maja era una colega y queríamos continuar con la charla. De todos modos, Simone había salido con sus amigas esa noche; probablemente estuvieran tomando una copa de vino en el restaurante de la ópera en ese momento.
Maja parecía expectante. Yo no acababa de entender qué hacía conmigo. Era excepcionalmente hermosa, joven y extrovertida; yo debía de ser quince años mayor que ella y estaba casado.
– Me encantan los pinchos de pollo con comino -dijo adelantándose hacia una mesa situada al otro lado del local.
Nos sentamos e inmediatamente se acercó una mujer con una jarra de agua para nosotros. Maja apoyó la mejilla en la mano, contempló el vaso y dijo con calma:
– Si nos aburrimos de esto, siempre podemos ir a mi casa.
– Maja, ¿estás coqueteando conmigo?
Se rió y sus hoyuelos se hicieron más profundos.
– Mi padre siempre decía que había nacido así. Una coqueta sin remedio.
Advertí que no sabía nada de ella, y que ella evidentemente había profundizado en todo lo que yo había hecho.
– ¿Tu padre también era médico? -pregunté.
Asintió.
– El profesor Jan E. Swartling.
– ¿El neurocirujano? -pregunté, admirado.
– O como sea que se llame cuando alguien revuelve el cerebro de otra persona -dijo amargamente.
Ésa fue la primera vez que la sonrisa se desvaneció de su rostro.
Mientras comíamos, empecé a sentirme cada vez más tenso por la situación. Bebí muy de prisa y pedí más vino. Era como si la mirada del personal, la obvia suposición de que éramos una pareja, me hubiera puesto nervioso e intranquilo. Me emborraché, ni siquiera miré el recibo de la cuenta antes de firmarlo. Sólo lo estrujé y fallé al arrojarlo a la papelera del guardarropa. Ya en la calle, en la tibia noche primaveral, estaba decidido a volver a casa, pero Maja señaló una puerta y preguntó si quería subir, sólo para ver su apartamento y tomar una taza de té.
– Maja -dije-, eres incorregible. Tu padre tiene toda la razón.
Ella rió disimuladamente y entrelazó su brazo con el mío.
Subimos en el ascensor muy cerca el uno del otro. Yo no podía dejar de mirar sus labios carnosos y sonrientes, los clientes blancos como perlas, la alta frente y el pelo negro y reluciente.
Maja se percató de ello y me acarició la mejilla con cautela. Me incliné hacia adelante y estuve a punto de besarla, pero me contuve cuando el ascensor se detuvo con una sacudida.
– Ven -susurró abriendo la puerta.
Su apartamento era diminuto, pero muy agradable. Las paredes estaban pintadas de un suave color celeste y de la única ventana colgaban unas cortinas blancas de lino. El rincón de la cocina era fresco, con el suelo de cerámica blanca y una pequeña y moderna estufa de gas. Maja entró en ella y oí que descorchaba una botella de vino.
– Pensé que íbamos a tomar té -dije cuando salió con la botella y un par de vasos.
– Esto es mejor para el corazón -dijo.
– En ese caso, vale -contesté, y derramé vino sobre mi mano al coger un vaso.
Ella me secó con la ayuda de un paño de cocina, se sentó en la estrecha cama y se reclinó.
– Bonito apartamento -dije.
– Es extraño que estés aquí. -Sonrió-. Te he admirado durante tanto tiempo y…
De repente se puso en pie.
– Debo hacerte una fotografía -exclamó con una risa ahogada-. ¡El gran médico, aquí, en mi casa!
Fue a buscar su cámara y se concentró.
– Ponte serio -dijo mirando por el visor.
Me fotografió entre risas, me desafió a hacer poses, bromeó diciendo que estaba muy sexy y luego me pidió que pusiera morros.
– Increíblemente sensual -rió con soltura.
– ¿Saldré en la portada de Vogue?
– Eso si no me escogen a mí -dijo dándome la cámara.
Me puse de pie y sentí que me tambaleaba. Miré por el visor y vi que Maja se había echado sobre la cama.
– Tú ganas -dije sacándole una fotografía.
– Mi hermano siempre me llamaba «cerdita» -dijo-. ¿Piensas que estoy gorda?
– Eres increíblemente hermosa -murmuré mientras la observaba sentarse y quitarse el jersey por encima de la cabeza.
Un sujetador de seda verde claro ocultaba su prominente pecho.
– Hazme una foto así -susurró desabrochándose el sostén.
Se sonrojó ostensiblemente y sonrió. Ajusté el visor y vi sus ojos oscuros y brillantes, los labios sonrientes, sus pechos jóvenes y generosos de pezones rosados.
La fotografié mientras posaba y me hacía señas para que me aproximara a ella.
– Tomaré un primer plano -murmuré sentándome de rodillas y sintiendo cómo el deseo latía en mi interior y tiraba de mí.
Se agarró un seno con la mano y el flash de la cámara centelleó. Luego me susurró que me acercara. Yo tenía una fuerte erección, sentía dolor y tirantez en la entrepierna. Bajé la cámara, me incliné hacia adelante y tomé uno de sus pechos con la boca al tiempo que ella lo presionaba contra mi cara y yo comenzaba a lamer el pezón erecto.
– Dios mío -suspiró-. Es maravilloso.
Su piel estaba ardiente, humeante. Se desabrochó el pantalón vaquero, se lo bajó y se lo quitó de una sacudida. Me puse de pie. Pensé que no debía acostarme con ella, que no podía hacerlo, pero tomé la cámara y volví a fotografiarla. Sólo llevaba unas finas braguitas de un tono verde claro.
– Ven -suspiró.
Volví a mirarla por el visor. Me dirigió una amplia sonrisa y abrió las piernas justo frente a mí. El oscuro vello púbico se adivinaba a los costados de las braguitas.
– Hagámoslo.
– No puedo -contesté.
– Ya lo creo que puedes. -Sonrió.
– Maja, eres peligrosa. Eres muy peligrosa -dije dejando la cámara.
– Sé que soy traviesa.
– Pero estoy casado, ¿entiendes?
– ¿No crees que soy hermosa?
– Eres increíblemente hermosa, Maja.
– ¿Más que tu esposa?
– Ya basta.
– Pero te excito -suspiró, rió y luego se quedó seria.
Asentí echándome hacia atrás y la vi sonreír satisfecha.
– ¿Puedo seguir haciéndote las entrevistas?
– Por supuesto -respondí, y luego me dirigí hacia la puerta.
La vi lanzarme un beso y se lo devolví. Abandoné el apartamento, me apresuré a bajar a la calle y cogí mi bicicleta.
Por la noche soñé que contemplaba un bajorrelieve que representaba a tres ninfas. Me desperté al decir algo en voz alta, tan alta que oí mi propio eco en el cuarto vacío y oscuro. Simone había llegado a casa mientras yo dormía y se movió dormida junto a mí. Estaba sudado y el alcohol aún corría por mi sangre. El camión de la basura pasó tronando y centelleando en la calle frente a nuestra puerta. La casa estaba en silencio. Me tomé una pastilla e intenté dejar de pensar, pero comprendí lo que había ocurrido unas horas antes esa noche. Había fotografiado a Maja Swartling casi desnuda. Había sacado fotografías de su pecho, de sus piernas, de sus bragas verde claro. Pero no nos habíamos acostado juntos, me repetí para mis adentros. No había pensado siquiera en hacerlo, no quería. Había traspasado los límites pero no había traicionado a Simone. Ahora estaba bien despierto. Glacialmente despierto. ¿Qué me ocurría? ¿Cómo era posible que Maja me hubiera convencido para que la fotografiase desnuda? Era hermosa y seductora. Me había sentido halagado por ella. ¿Eso era todo cuanto necesitaba? Sorprendido, entendía que había encontrado un punto débil en mí mismo: era vanidoso. No había nada por lo que pudiera asegurar que estaba enamorado de ella. Tan sólo me sentía bien en su compañía a causa de mi vanidad.
Me di media vuelta en la cama y me cubrí la cabeza con la manta. Un momento después volvía a dormir profundamente.
Charlotte no acudió a la sesión esa semana, lo que me hizo ir mal, ya que ese mismo día quería hacer un seguimiento del resultado. Marek se encontraba en un profundo descanso hipnótico. Estaba hundido en la silla, con el jersey ceñido en torno a los brazos fuertes y trabajados y los hiperdesarrollados músculos de la espalda. Llevaba la cabeza afeitada y la tenía cubierta de cicatrices. Masticaba lentamente. Alzó la cabeza y me dirigió una mirada vacía.
– No puedo dejar de reír -dijo en voz alta- porque las descargas eléctricas hacen saltar al chico de Mostar como en los dibujos animados.
Marek balanceaba la cabeza mientras hablaba, parecía contento.
– El chico yace sobre el suelo de hormigón, oscurecido por la sangre. Respira agitadamente, se arrastra y rompe a llorar. ¡Maldición! Le grito que se ponga de pie, que lo mataré si no lo hace. Que le meteré el maldito cuchillo por el trasero.
Marek guardó silencio un breve instante. Luego continuó en el mismo tono hueco y ligero:
– Se levanta. Le resulta difícil mantenerse de pie. Le tiemblan las piernas, su pene ha encogido. Tiembla, pide perdón y dice que no ha hecho nada malo. Me acerco, miro sus dientes ensangrentados y le aplico una fuerte descarga eléctrica en el cuello. Cae al suelo con estrépito, con los ojos desorbitados, se golpea la cabeza varias veces contra la pared y sus piernas se sacuden. Yo me río a carcajadas. Se desliza hacia un lado siguiendo la barandilla, le chorrea sangre de la boca, y luego se hunde en la manta que hay en un rincón. Le sonrío, me inclino hacia adelante y le aplico una nueva descarga, pero su cuerpo sólo rebota como el de un cerdo muerto. Grito en dirección a la puerta que se ha acabado la diversión, pero entran con el hermano mayor del chico. Lo conozco, trabajamos juntos un año en Aluminij, la fábrica de…
Marek se interrumpió, le temblaba el mentón.
– ¿Qué ocurre ahora? -pregunté en voz baja.
Permaneció en silencio un momento antes de comenzar a hablar otra vez:
– El suelo está cubierto de hierba verde. Ya no veo al chico de Mostar, allí sólo hay un montón de hierba.
– ¿No es extraño? -pregunté.
– No lo sé, quizá. Pero ya no veo la habitación. Estoy fuera, cruzo un prado en verano. Siento la hierba húmeda y fría bajo mis pies.
– ¿Quieres regresar a la casa?
– No.
Lentamente los hice salir del trance. Me aseguré de que todos se sintieran bien antes de empezar a charlar. Marek se secó las lágrimas de las mejillas y estiró la espalda. Tenía grandes manchas de sudor bajo los brazos.
– Tuve que hacerlo, era lo que hacían… Me obligaron a torturar a mis viejos amigos -dijo.
– Lo sabemos -asentí.
Dirigió una mirada retraída e inquieta al grupo.
– Me reí porque estaba asustado. No soy así, no soy peligroso -murmuró.
– Nadie te está juzgando, Marek.
Volvió a estirar la espalda y me miró con una expresión orgullosa.
– Hice cosas terribles -dijo rascándose el cuello.
– Te obligaron a hacerlo.
Marek separó las manos.
– Pero en algún lugar estoy tan jodido que lo añoro -añadió.
– ¿De veras?
– Maldita sea -se quejó-. Sólo es una forma de hablar. No lo sé, no sé nada.
– Yo creo que lo recuerdas todo perfectamente -interrumpió de repente Lydia con una leve sonrisa-. ¿Por qué no quieres contarlo?
– ¡Cierra la boca! -gritó Marek, y se acercó a ella alzando la mano.
– Siéntate -le ordené con firmeza.
– Marek, no me grites -dijo Lydia con calma.
Sus miradas se cruzaron y él se detuvo.
– Disculpa -dijo con una sonrisa insegura.
Se pasó la mano por la coronilla un par de veces y volvió a sentarse.
Durante la pausa miré por la ventana abierta con una taza de café en la mano. Era un día oscuro, la lluvia cortaba pesadamente el aire. El viento que entraba a raudales era frío y traía consigo un fuerte aroma a hojas. Mis pacientes comenzaron a acomodarse en la gran sala de terapia.
Eva Blau iba vestida de azul de la cabeza a los pies. Se había pintado los finos labios con un lápiz de labios azul y se había aplicado sombra de ojos del mismo color. Como de costumbre, parecía intranquila. Se ponía la chaqueta sobre los hombros y volvía a quitársela una y otra vez.
Lydia estaba de pie hablando con Pierre. Él la escuchaba mientras sus ojos y su boca se contraían en un tic repetitivo y doloroso.
Marek me había dado la espalda, y sus músculos de culturista se marcaron cuando buscó algo en su mochila.
Me puse de pie y le hice una seña a Sibel, que inmediatamente apagó el cigarrillo en la suela de su zapato y lo guardó en la cajetilla.
– Sigamos -dije con la idea de hacer un nuevo intento con Eva Blau.
Eva tenía una expresión tensa. Una sonrisa de provocación se extendía en sus labios pintados de azul. Yo permanecía atento a su complacencia manipuladora. No quería que se sintiera presionada, pero tenía una idea acerca de cómo hacer hincapié en la libre voluntad que se ocultaba tras la hipnosis. Era evidente que necesitaba ayuda para relajarse y comenzar a descender.
Cuando indiqué al grupo que dejaran caer el mentón sobre el pecho, Eva reaccionó de inmediato con una amplia sonrisa. Conté en orden descendente, sentí que caía de espaldas y el agua me rodeaba, pero mantuve todo el tiempo la vigilia. Eva miró de reojo a Pierre e intentó respirar siguiendo el ritmo de él.
– Descendéis despacio -dije-, más profundamente en la tranquilidad, sintiendo una agradable relajación.
Caminé por detrás de mis pacientes observando sus cuellos pálidos y sus espaldas redondeadas. Me detuve junto a Eva y apoyé una mano sobre su hombro. Sin abrir los ojos, ella se volvió lentamente, alzó la cabeza e hizo un mohín con la boca.
– Ahora hablaré sólo con Eva -dije-. Quiero que permanezcas consciente pero relajada. Escucharás mi voz cuando me dirija al grupo, aunque no te sumirás en el trance. Sentirás la misma tranquilidad, la misma entrega agradable, y aun así permanecerás despierta todo el tiempo.
Sentí cómo sus hombros se relajaban.
– Ahora volveré a dirigirme a todos. Escuchadme, voy a contar en orden descendente -proseguí-. Con cada número, os sumergiréis más y más profundamente en la relajación. Eva, tú sólo debes seguirnos con el pensamiento. Permanecerás todo el tiempo consciente y despierta.
Seguí contando mientras regresaba a mi lugar y cuando me senté en mi silla frente a ellos vi que el rostro de Eva estaba inexpresivo. Se la veía distinta, casi resultaba difícil entender que se tratara de la misma persona. Su labio inferior colgaba, el interior rosado y húmedo contrastaba con el maquillaje azul. Respiraba con pesadez. Me dirigí hacia mi interior, solté el control y me sumergí en el agua como si del oscuro hueco de un ascensor se tratara. Alcanzamos un naufragio o una casa inundada. Sentí una corriente de agua helada que me rozaba por debajo y vi burbujas de aire que ascendían y pequeños trozos de algas flotando.
– Seguid descendiendo más profundamente, con calma -exhorté con cuidado.
Después de unos veinte minutos, todos estábamos en las profundidades marinas, sobre un suelo de acero completamente plano. Algunas conchas se habían adherido al metal. Aquí y allá se veían pequeñas acumulaciones de algas. Un cangrejo blanco se arrastraba por la superficie lisa. El grupo formó un semicírculo frente a mí. El rostro de Eva estaba pálido y sumido en la sorpresa. La luz que emanaba del agua grisácea enjuagó sus mejillas.
Su rostro se veía desnudo y casi monacal cuando estaba tan profundamente relajada. En su boca blanda y entreabierta se formó una burbuja de saliva.
– Eva, quiero que describas lo que ves con detenimiento.
– Sí -murmuró.
– Cuéntanos -intenté-. ¿Dónde te encuentras?
De repente, su rostro adoptó una expresión extraña. Parecía que ella misma se había sorprendido por algo.
– Me he marchado. Camino por el suave sendero de pinos con grandes pinas -murmuró-. Quizá me dirija al club de canotaje para mirar por la ventana trasera.
– ¿Lo haces?
Eva asintió e infló las mejillas como una niña disgustada.
– ¿Qué ves?
– Nada -se apresuró a responder de manera reservada.
– ¿Nada?
– Sólo una cosa…, que escribo algo con tiza en la calle, frente a la estafeta.
– ¿Qué escribes?
– Una tontería.
– ¿No ves nada en la ventana?
– No…, sólo a un chico. Miro a un chico -masculló-. Es muy guapo. Está tumbado en una cama estrecha, en un sofá cama. Un hombre con una bata de toalla se acuesta sobre él. Me gusta mirarlos. Me gustan los chicos, quiero tocarlos, besarlos.
Luego Eva permaneció sentada con la boca entreabierta mientras con la mirada recorría a todos los presentes.
– No estaba hipnotizada -dijo.
– Estabas relajada, también da resultado -repuse.
– No, no ha salido bien, porque no estaba pensando lo que decía. Dije distintas cosas. No significaban nada, sólo eran fantasías.
– ¿No existe de verdad el club de canotaje?
– No -contestó ásperamente.
– ¿El suave sendero?
– Lo inventé -dijo encogiéndose de hombros.
Era evidente que estaba molesta por haber sido hipnotizada, por haber descrito aquello que le había sucedido de verdad. Eva Blau era una persona que de ningún otro modo contaría algo de sí misma que tuviera que ver con la realidad.
Marek escupió en silencio en su palma cuando notó que Pierre lo miraba. Éste se ruborizó y rápidamente desvió la mirada.
– Nunca le he hecho nada malo a un niño -continuó Eva en voz más alta-. Soy buena, soy una buena persona y les gusto a todos los niños. De hecho, me encantaría trabajar de canguro. Ayer estuve en tu casa, Lydia, pero no me atreví a llamar a la puerta.
– No lo hagas -replicó ella en voz baja.
– ¿Qué?
– No vayas a mi casa.
– Puedes confiar en mí -continuó Eva-. Charlotte y yo ya somos muy buenas amigas. Ella me hace la comida y recojo flores para que las ponga en un jarrón sobre la mesa.
Sus labios se tensaron nuevamente cuando se volvió hacia Lydia:
– Le he comprado un regalo a tu hijo Kasper. Es sólo algo pequeño, un gracioso ventilador que parece un helicóptero. Uno puede echarse aire con la hélice.
– Eva -dijo Lydia en tono sombrío.
– No es nada peligroso, no puede lastimarse con él, te lo prometo.
– No vayas a mi casa, ¿me oyes?
– Hoy no, no puedo: iré a casa de Marek, creo que necesita compañía.
– Eva, ya has oído lo que he dicho -espetó Lydia.
– De todos modos, no tengo tiempo esta noche. -Sonrió.
Lydia la observó con el rostro pálido y tenso. Se puso en pie precipitadamente y abandonó la sala. Eva se quedó sentada donde estaba, mirándola.
Simone aún no había llegado cuando me indicaron cuál era nuestra mesa. Apoyada en un vaso había una tarjeta con nuestros nombres. Me senté y pensé pedir un trago antes de que ella llegara. Eran las siete y diez. Yo mismo había reservado mesa en el restaurante KB de Smälandsgatan. Ese día era mi cumpleaños y estaba contento, puesto que rara vez teníamos ocasión de salir en esa época. Simone estaba ocupada con su proyecto en la galería y yo lo estaba con mi investigación. Cuando podíamos pasar una noche juntos, a menudo elegíamos quedarnos con Benjamín en casa, viendo una película o jugando a un videojuego sentados en el sofá.
Dejé vagar la mirada por las imágenes disonantes en la pared: hombres delgados con una sonrisa misteriosa y mujeres exuberantes. La pintura mural se había realizado una noche después de la reunión del club de artistas en la planta superior, y en ella habían colaborado Grünewald, Chatam, Högfeldt, Werkmäster y el resto de los grandes modernistas. Probablemente Simone supiera al detalle cómo había surgido todo, y reí para mis adentros al pensar en el discurso que me soltaría acerca del modo en que esos hombres célebres habían presionado para dejar fuera del proyecto a sus colegas femeninas.
Pasaban veinte minutos de las siete cuando me trajeron un martini con vodka, un chorrito de Noilly Prat y un largo tirabuzón de cáscara de lima. Decidí esperar antes de llamar a Simone y traté de no sentirme irritado.
Saboreé el trago y al cabo de un rato noté que me estaba poniendo nervioso. Cogí el teléfono, marqué a regañadientes el número de Simone y aguardé.
– Simone Bark.
Sonó distraída y un eco hizo reverberar su voz.
– Sixan, soy yo. ¿Dónde estás?
– ¿Erik? Estoy en el local. Estamos pintando y…
Se hizo un silencio en el auricular. Luego oí cómo Simone dejaba escapar un fuerte quejido.
– Oh, no. No. Tienes que perdonarme, Erik. Lo había olvidado por completo. He tenido tantas cosas que hacer a lo largo del día… El fontanero, el electricista, y…
– Entonces, ¿sigues en el local?
No pude ocultar la decepción en mi voz.
– Sí, llevo retraso con el yeso y el color de la pintura…
– íbamos a cenar juntos -repuse débilmente.
– Lo sé, Erik. Perdóname, lo había olvidado…
– De todos modos, nos han dado una buena mesa -agregué en un tono sarcástico.
– No tiene sentido que me esperes -suspiró.
A pesar de que percibía la tristeza en su voz, no podía evitar sentirme enojado por la situación.
– Erik -susurró en el auricular-, lo siento.
– Está bien -dije, y colgué.
No valía la pena ir a ninguna parte. Tenía apetito y estaba en un restaurante. Rápidamente hice señas al camarero y pedí un plato de arenque con cerveza como entrante, pechuga de pato frito con cochinillo en dados y zumo de naranja regado con un burdeos como plato principal y, para terminar, gruyer Alpage con miel.
– Puede llevarse el otro cubierto -le dije al camarero, que me dirigió una mirada compasiva cuando escanció la cerveza checa en mi vaso y sirvió el arenque y unas galletas de pan.
Deseé haber llevado al menos mi bloc de notas para aprovechar el tiempo mientras comía.
De repente sonó el teléfono en el bolsillo interior de mi chaqueta, y la fantasía de que Simone me había gastado una broma y que en realidad estaba entrando por la puerta en ese momento apareció y se desvaneció como si fuera humo.
– Erik Maria Bark -dije, y oí lo monótona que había sonado mi voz.
– Hola, soy Maja Swartling.
– Hola, Maja -respondí secamente.
– Iba a preguntarte… Oh, cuánto bullicio se oye a tu alrededor. ¿Llamo en un mal momento?
– Estoy en KB -dije-. Es mi cumpleaños -agregué sin saber por qué.
– Felicidades, parece que sois muchos a la mesa.
– Estoy solo -repuse secamente.
– Erik… Lamento haber intentado seducirte. Estoy muy avergonzada -explicó en voz baja.
La oí aclararse la garganta al otro lado del auricular. Luego continuó en un tono de voz neutro:
– Iba a preguntarte si querías leer el informe de mi primera conversación contigo. Está listo y debo entregárselo en breve a mi tutor, pero si quieres echarle un vistazo antes que él…
– Por favor, déjalo en mi casilla -me apresuré a responder.
Nos despedimos y me serví lo que quedaba de cerveza en el vaso, la bebí y el camarero recogió la mesa para regresar casi de inmediato con la pechuga de pato y el vino tinto.
Comí sintiendo un doloroso vacío, demasiado consciente de la mecánica de la masticación y la salivación, del sonido de los cubiertos al tocar el plato. Bebí el tercer vaso de vino y dejé que las personas en la pintura de la pared se transformaran en mi grupo de pacientes. La dama exuberante que se recogía agradablemente el pelo oscuro en la nuca para que sus pechos henchidos se elevaran era Sibel. El hombre apuesto y ansioso vestido con traje era Pierre. Jussi permanecía oculto detrás de una extraña forma gris y Charlotte estaba elegantemente vestida, sentada a una mesa redonda con la espalda erguida junto a Marek, que llevaba mi traje pueril.
No sé cuánto tiempo había permanecido sentado mirando fijamente las imágenes en la pared cuando de repente oí una voz jadeante detrás de mí:
– ¡Gracias a Dios que sigues aquí!
Era Maja Swartling.
Sonrió con ganas y me dio un abrazo que yo le devolví con rigidez.
– Feliz cumpleaños, Erik.
Sentí el aroma a limpio de su espeso cabello negro y una suave fragancia a jazmines que se escondía en alguna parte de su nuca.
Ella señaló la silla frente a mí.
– ¿Puedo?
Pensé que debía rechazarla y explicarle a Maja que me había prometido a mí mismo no volver a encontrarme con ella, que debería haberlo pensado mejor antes de ir al restaurante a verme. Sin embargo dudé, porque a pesar de todo tuve que reconocer que me había alegrado tener compañía.
Permaneció de pie junto a la silla esperando una respuesta.
– Me resulta difícil negarte algo -dije, y de inmediato me percaté de la ambigüedad de la frase-. Me refiero a…
Se sentó, llamó al camarero con una seña y pidió una copa de vino. Luego me miró con perspicacia y depositó una caja frente a mi plato.
– Sólo es una pequeñez -aclaró, y una vez más sus mejillas se tiñeron de rojo.
– ¿Un regalo?
Se encogió de hombros.
– Es sólo algo simbólico… No sabía que fuera tu cumpleaños hasta hace veinte minutos.
Abrí la caja y para mi sorpresa descubrí algo que parecían unos prismáticos en miniatura.
– Es un prisma anatómico -explicó ella-. Lo inventó mi bisabuelo. Incluso creo que obtuvo el Premio Nobel…, no por el prisma, desde luego. Era la época en la que el premio sólo se adjudicaba a suecos y noruegos -agregó excusándose.
– Un prisma anatómico -repetí sorprendido.
– Es un objeto encantador, bastante antiguo. Como obsequio es una tontería, lo sé…
– No digas eso, es…
La miré a los ojos y vi lo hermosa que era.
– Ha sido muy amable de tu parte, Maja. Muchas gracias.
Volví a dejar con cuidado el prisma anatómico en la caja y me lo metí en el bolsillo.
– Mi copa ya está vacía -dijo sorprendida-. ¿Pedimos una botella?
Ya era tarde cuando decidimos continuar en Riche, que quedaba muy cerca del Teatro de Arte Dramático. Estuvimos a punto de caernos al suelo cuando nos disponíamos a dejar el abrigo en el guardarropa. Maja se apoyó en mí y yo calculé mal la distancia hasta la pared. Cuando recuperamos el equilibrio y nos encontramos con el rostro sombrío y severo del encargado del guardarropa, Maja soltó una carcajada y me vi obligado a conducirla hasta un rincón del local.
El lugar era estrecho y hacía calor. Los dos pedimos un gin-tonic. Estábamos muy cerca el uno del otro intentando hablar y de repente comenzamos a besarnos con vehemencia. Sentí que su cabeza golpeaba contra la pared cuando me apreté contra ella. La música era ensordecedora. Maja me habló al oído y repitió que debíamos ir a su casa.
Nos apresuramos a salir del local y subimos a un taxi.
– Vamos a la calle Roslagsgatan -balbuceó-. Roslagsgatan, 17.
El chófer asintió y tomó el carril para taxis de la calle Birger Jarlsgatan. Debían de ser sobre las dos de la madrugada y el cielo se había aclarado. Las casas que centelleaban a los costados eran de un gris pálido como las sombras. Maja reclinó su cabeza en mi hombro y pensé que quería dormir, pero de pronto sentí su mano en la entrepierna. De inmediato tuve una erección, ella murmuró «Huy» y luego rió suavemente contra mi cuello.
No estoy muy seguro de cómo llegamos a su apartamento. Recuerdo que estaba de pie en el ascensor lamiendo su cara. Noté un sabor salado, a lápiz de labios y maquillaje, y vislumbré mi rostro ebrio en el veteado espejo del ascensor.
Maja se quedó de pie en el vestíbulo, arrojó su chaqueta al suelo y se quitó los zapatos de una sacudida. Me arrastró hasta la cama, me ayudó a desvestirme y luego se quitó el vestido y las bragas blancas.
– Ven -suspiró-. Quiero sentirte dentro de mí.
Me tumbé pesadamente entre sus muslos, sentí que estaba muy húmeda y me sumergí en la calidez de su abrazo fuerte y amplio. Ella gimió en mi oído, me agarró la espalda y arqueó suavemente las caderas hacia arriba.
Hicimos el amor ebrios y abandonados. Conforme avanzaba el tiempo iba sintiéndome más y más extraño conmigo mismo, más solo y mudo. El orgasmo estaba próximo, pensé que debía retirarme, pero en vez de hacerlo me dejé ir en un desenlace rápido y espasmódico. Maja respiraba con vehemencia. Yo permanecí tumbado jadeando unos segundos y luego me deslicé fuera de ella. Mi corazón aún latía acelerado. Vi que los labios de ella se separaban formando una extraña sonrisa que me puso de mal humor.
Me sentía mal. No entendía lo que había ocurrido, qué era lo que estaba haciendo allí. Me senté en la cama junto a ella.
– ¿Qué sucede? -preguntó acariciándome la espalda.
Le aparté la mano.
– Basta -dije con sequedad.
Mi corazón latía angustiado.
– ¿Erik? Creía…
Parecía afligida. Sentí que no podía mirarla a los ojos, estaba enojado con ella. Obviamente, lo que había ocurrido había sido culpa mía, pero nunca habría sucedido si ella no hubiera sido tan insistente.
– Sólo estamos cansados y borrachos -murmuró.
– Debo marcharme -dije con voz sofocada.
Recogí mi ropa y fui tambaleándome hasta el baño. Era muy pequeño y estaba repleto de cremas, cepillos y toallas. De un gancho colgaba un salto de cama lleno de pelusas y una maquinilla de afeitar de color rosa. No me atreví a mirar mi rostro en el espejo cuando me lavé en la pila con un jabón azul con forma de flor. Luego me vestí temblando mientras mis codos golpeaban una y otra vez contra la pared.
Cuando salí, ella estaba de pie, esperándome. Se había envuelto con la sábana y parecía muy joven e intranquila.
– ¿Estás enfadado conmigo? -preguntó, y vi que sus labios temblaban como si estuviera a punto de llorar.
– Estoy enfadado conmigo mismo, Maja. Nunca debería haberlo hecho, nunca…
– Pero yo quería que sucediera, Erik. Estoy enamorada de ti, ¿no te das cuenta?
Intentó sonreír pero sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Ahora no puedes tratarme como si fuera basura -murmuró alargando el brazo para atraerme hacia sí.
Me aparté y dije que había sido un error, en un tono que sonó a rechazo más de lo que pretendía.
Ella asintió y bajó la mirada. Su frente estaba arrugada y triste. No me despedí. Sólo salí del apartamento y cerré la puerta detrás de mí.
Recorrí a pie el camino hasta el Karolinska. Quizá lograría que Simone creyera que necesitaba estar solo y me había quedado a dormir en mi despacho.
A la mañana siguiente tomé un taxi a casa, en Järfälla, desde el hospital. Sentía que me dolía todo el cuerpo, una apagada repugnancia por el alcohol que había ingerido, repulsión por toda la conversación banal que había salido de mí. No podía ser cierto que hubiera traicionado a Simone, no podía ser verdad. Maja era hermosa y divertida, pero no me interesaba en absoluto. ¿Cómo era posible que me hubiera dejado seducir hasta acabar en la cama con ella?
No sabía cómo explicarle todo eso a Simone, pero lo cierto era que debía hacerlo. Había cometido un error, era algo que le ocurría a mucha gente, pero era posible ser perdonado si uno se explicaba.
Pensé que yo nunca dejaría ir a Simone. Me sentiría herido si ella me traicionara, pero la perdonaría. Nunca la abandonaría por algo así.
Simone estaba de pie en la cocina sirviéndose una taza de café cuando entré. Llevaba puesto su salto de cama de seda rosa pálido. Lo habíamos comprado en China cuando Benjamín sólo tenía un año y ambos me habían acompañado a una conferencia.
– ¿Quieres? -preguntó.
– Sí, gracias.
– Erik, siento muchísimo haber olvidado tu cumpleaños.
– He dormido en el hospital -repuse, y sentí que la mentira debía de resultar evidente en mi voz.
Su pelo cobrizo cayó sobre su rostro y sus pecas de color claro resplandecieron suavemente. Sin decir una palabra se dirigió al dormitorio y regresó con un paquete. Yo rasgué el papel con entusiasmo burlón.
Era una caja de discos compactos del saxofonista de be-bop Charlie Parker que contenía todas las grabaciones de su segunda visita a Suecia: dos de ellas en la Sala de Conciertos de Estocolmo; dos en la de Gotemburgo; un concierto en el Amiralen de Malmo y una posterior jam session en la Asociación Académica; las grabaciones en el parque público de Helsingborg, en el centro deportivo de Jönköping y en el parque público de Gavie y, por último, en el club de jazz Nalen de Estocolmo.
– Gracias -dije.
– ¿Qué tienes que hacer hoy? -preguntó.
– Debo regresar al trabajo -respondí.
– Estaba pensando que quizá podríamos cenar algo especial esta noche aquí, en casa.
– Me encantará -dije.
– Pero no podemos prolongar mucho la velada. Mañana he quedado con los pintores a las siete. Me pregunto por qué siempre tienen que presentarse tan temprano…
Entendí que esperaba una respuesta, una reacción o un asentimiento.
– De todos modos, luego siempre llegan tarde -murmuré.
– Exacto. -Sonrió, y bebió un sorbo de café-. ¿Qué cenaremos entonces? ¿Qué tal aquel solomillo de buey al oporto con salsa de pasas de Corinto? ¿Lo recuerdas?
– Fue hace mucho tiempo -dije luchando para que no pareciera que estaba a punto de echarme a llorar.
– No estés enfadado conmigo.
– No lo estoy, Simone -respondí tratando de sonreírle.
Más tarde, cuando ya estaba en el vestíbulo con los zapatos puestos y a punto de cruzar la puerta, ella salió del baño con algo en la mano.
– Erik -preguntó.
– ¿Sí?
– ¿Qué es esto?
Sostenía el prisma anatómico de Maja.
– Ah, eso. Es un regalo -dije, y oí lo distorsionada que había sonado mi voz.
– Es muy bonito. Parece antiguo. ¿Quién te lo regaló?
Me volví para evitar encontrar su mirada.
– Un paciente -dije intentando parecer pensativo mientras fingía buscar mis llaves.
Ella rió, sorprendida.
– Creía que los médicos no debían aceptar objetos de sus pacientes. ¿No es antiético?
– Quizá debería devolvérselo -dije mientras abría la puerta de la calle.
La mirada de Simone me quemaba la espalda. Debería haber hablado con ella, pero tenía demasiado miedo de perderla. No me atreví, no sabía cómo empezar.
Faltaban pocos minutos para que comenzáramos la sesión. En el pasillo olía intensamente a desinfectante y había líneas de humedad que serpenteaban en largos senderos por donde había pasado el carrito de la limpieza. Charlotte se acercó a mí, oí sus pasos mucho antes de que empezara a hablar.
– Erik -dijo con cautela.
Me detuve y me volví.
– Bienvenida de nuevo.
– Perdona por haber desaparecido así -se disculpó.
– Me preguntaba cómo te había sentado la sesión de hipnotismo.
– No lo sé. -Sonrió-. Sólo sé que esta semana me he sentido más alegre y segura de lo que me había sentido en muchos años.
– Era lo que esperaba.
Mi teléfono sonó, me disculpe y vi cómo Charlotte desaparecía tras la curva que describía el pasillo. Miré la pantalla: era Maja. No contesté, sino que dejé que sonara y luego vi que había llamado varias veces antes. Sin ser capaz de escucharlos, borré todos los mensajes que había dejado en el buzón de voz.
Cuando estaba a punto de entrar en la sala de terapia, Marek me detuvo. Bloqueó la puerta y me dirigió una sonrisa vacía y extraña.
– Nos estamos divirtiendo aquí adentro -dijo.
– ¿Qué estás haciendo? -pregunté.
– Es una fiesta privada.
Oí que alguien gritaba al otro lado de la puerta.
– Déjame entrar, Marek-ordené.
Él rió socarronamente:
– Pero, doctor, no es posible justo ahora…
Le propiné un empujón, la puerta se abrió y Marek perdió el equilibrio. Se agarró de la manija, pero aun así acabó en el suelo con una pierna extendida.
– Sólo estaba bromeando -dijo-. Diablos, sólo se trataba de una broma.
Todos los pacientes se nos quedaron mirando con sus movimientos congelados. A Pierre y a Charlotte se los veía intranquilos. Lydia nos observó un instante y luego me dio la espalda nuevamente. Una atmósfera extraña emanaba del grupo. Delante de Lydia estaban Sibel y Jussi. Sibel tenía abierta la boca y parecía como si sus ojos estuvieran llenos de lágrimas.
Marek se levantó y se sacudió los pantalones con la mano.
Constaté que Eva Blau aún no había llegado. Me dirigí hacia el trípode y comencé a preparar la cámara antes de la sesión. Alejé la imagen, hice zoom y probé el micrófono a través de los auriculares. En el visor de la cámara vi que Lydia le sonreía a Charlotte y al mismo tiempo la oí gritar alegremente:
– ¡Exacto! Siempre ocurre lo mismo con los niños. Mi Kasper no habla de otra cosa, su único tema de conversación es el Hombre Araña.
– Hoy en día están todos locos por él. -Charlotte sonrió.
– Kasper no tiene padre, así que supongo que Spiderman debe de ser como una figura paterna para él -dijo Lydia riendo de tal modo que su risa retumbó en los auriculares-. Pero lo pasamos bien -continuó-. Nos reímos mucho, aunque hemos tenido bastantes peleas últimamente. Es como si él sintiera celos de todo lo que hago. Quiere arruinar mis cosas, no quiere que hable por teléfono, arrojó mi libro favorito al inodoro, chilla cosas horribles… Intuyo que debe de haberle sucedido algo, pero no quiere contármelo.
En el rostro de Charlotte apareció una expresión de preocupación. Jussi gruñó algo y vi que Marek hacía un gesto de impaciencia en dirección a Pierre.
Cuando terminé de preparar la cámara, me acerqué a mi silla y me senté. Instantes después, todos habían ocupado ya sus lugares.
– Seguiremos como el último día -dije sonriendo.
– Me toca a mí -dijo Jussi con calma, y empezó a hablar-. La casa de mis padres en Dorotea, al sur de Lappland…, con grandes extensiones de tierra junto a Sulme. Los lapones aún vivían allí en sus típicas cabañas en la década de los setenta. Vivo muy cerca del lago Djupljarn -contó-, el último tramo es de viejos caminos de troncos. En verano vienen los jóvenes a bañarse aquí; les parece emocionante ver a Näcken.
– ¿Näcken? -pregunté.
– El espíritu del agua. La gente lo ha visto tocando el violín en el lago Djuptjärn a lo largo de más de trescientos años.
– Pero ¿tú no?
– No -respondió con una gran sonrisa.
– ¿Qué haces allí en el bosque todo el año? -preguntó Pierre sonriendo.
– Compro coches y autobuses viejos, los reparo y luego vuelvo a venderlos. El solar parece un depósito de chatarra.
– ¿Es una casa grande? -preguntó Lydia.
– No, pero es verde… Papá la pintó un verano. Quedó de un extraño color verde claro. No sé en qué estaría pensando, quizá alguien le había dado la pintura.
Guardó silencio y Lydia le sonrió.
Ese día resultó difícil lograr que el grupo se relajara. Quizá fuera porque yo estaba distraído a causa de Maja, o porque me preocupaba haber reaccionado con tanta violencia ante la provocación de Marek, pero me figuraba que había ocurrido algo en el grupo, algo que yo ignoraba. Hicieron falta varias idas y venidas hacia las profundidades antes de que sintiera cómo todos caíamos con el peso muerto de una plomada oval hacia el precipicio.
El labio inferior de Jussi se relajó y sus mejillas colgaron.
– Quiero que vayas a la torre de caza -dije.
Jussi murmuró algo sobre un culatazo en el hombro, el dolor que persistía.
– ¿Estás ya en la torre? -pregunté.
– Hay escarcha en la hierba alta del prado -dijo él.
– Mira a tu alrededor. ¿Estás solo?
– No.
– ¿Quién está ahí?
– Un corzo se mueve en el oscuro lindero del bosque. Bala, busca a su cría.
– Vuelve a la torre. ¿Estás solo ahí?
– Siempre estoy solo con mi fusil.
– Hablabas de un culatazo. ¿Ya has disparado? -pregunté.
– ¿Disparado?
Jussi hizo un gesto con la cabeza como si señalara en una dirección.
– Hay un animal quieto -dijo en voz baja-. Desde hace varias horas, pero los demás aún cocean en el pasto ensangrentado, cada vez más cansados.
– ¿Qué haces?
– Espero. Ya ha empezado a oscurecer cuando veo un nuevo movimiento en la linde del bosque. Apunto a una pezuña pero luego me arrepiento. Mejor le apuntaré a una oreja, al pequeño hocico negro, a la rodilla. Ahora vuelvo a sentir el culatazo, creo que le he segado la pata del disparo.
– ¿Qué haces ahora?
Jussi respiraba pesadamente, haciendo largas pausas entre cada inhalación.
– No puedo regresar a casa ahora -respondió finalmente-, así que voy hacia el coche, dejo el fusil en el asiento trasero y cojo la pala.
– ¿Qué vas a hacer con la pala?
Hizo una larga pausa, como si reflexionara sobre mi pregunta. Luego contestó en voz baja:
– Enterrar al animal.
– ¿Qué haces luego? -pregunté.
– Cuando termino, ya ha oscurecido. Voy hacia el coche y bebo café con el vaso del termo.
– ¿Qué haces al llegar a casa?
– Me quito el abrigo en la recocina.
– ¿Y luego?
– Me siento en el banco frente al televisor. El fusil está en el suelo. Está cargado, pero a varios pasos de mí, frente a la mecedora.
– ¿Qué haces, Jussi? ¿No hay nadie en casa?
– Gunilla se mudó el año pasado. Papá murió hace quince años. Estoy solo con la mecedora y el fusil.
– Estás sentado en el banco frente al televisor -dije.
– Sí.
– ¿Ocurre algo ahora?
– Se ha vuelto hacia mí.
– ¿Quién? -pregunté.
– El fusil.
– ¿El mismo que estaba en el suelo?
Él asintió y esperó al tiempo que sus labios se tensaban.
– La mecedora cruje -dijo-. Cruje pero me deja en paz por esta vez.
De repente, el rostro pesado de Jussi volvió a suavizarse, pero su mirada aún era brillante, distante y volcada hacia adentro.
Era hora de hacer una pausa. Los hice salir del trance e intercambié unas palabras con cada uno de ellos. Jussi murmuró algo sobre una araña y luego se unió a los demás. Fui al baño. Sibel desapareció para ir a fumar y Jussi caminó hasta la ventana, como era habitual en el. Cuando regresé, Lydia había sacado un bote de galletas de azafrán y estaba ofreciéndoles a los demás.
– Son ecológicas -dijo haciéndole un gesto a Marek para que cogiera unas cuantas.
Charlotte sonrió y comió una miga que había en un borde.
– ¿Las has hecho tú misma? -preguntó Jussi con una inesperada sonrisa que imprimió un hermoso brillo a su pesado rostro.
– Yo no tengo tiempo. -Sonrió Lydia al tiempo que negaba con la cabeza-. Ayer mismo terminé en medio de una pelea en el parque infantil.
Sibel rió tontamente y comió su galleta de un par de bocados.
– Fue por Kasper. Fuimos al parque como de costumbre, y una vez allí, se me acercó una mujer y me dijo que Kasper había golpeado a su hija en toda la espalda con una pala.
– Joder -murmuró Marek.
– Me quedé patidifusa cuando lo oí -dijo Lydia.
– ¿Qué se hace en una situación como ésa? -preguntó Charlotte, condescendiente.
Marek cogió otra galleta y escuchó a Lydia con una expresión que hizo que me preguntara si estaría enamorado de ella.
– No lo sé. Le dije a la mujer que me parecía terrible lo que me estaba contando. Yo estaba verdaderamente consternada, pero ella repuso que no había sido para tanto, que creía que había sido tan sólo un accidente.
– Por supuesto -convino Charlotte-. ¡Los niños pueden llegar a ser tan salvajes a veces!
– No obstante, le prometí que hablaría con Kasper, que me haría cargo del asunto -continuó Lydia.
– Bien -asintió Jussi.
– La mujer me dijo que Kasper era un chico muy guapo. -Sonrió Lydia.
Me senté a hojear mi cuaderno de notas. Estaba deseoso de volver a empezar con el hipnotismo cuanto antes. De nuevo era el turno de Lydia.
Mi mirada se cruzó con la suya y ella me sonrió con precaución. Todos estaban en silencio, expectantes, cuando comencé el trabajo. La sala vibraba con nuestra respiración. Un oscuro silencio, cada vez más denso, acompañaba los latidos de nuestros corazones. Nos sumergíamos con cada exhalación. Después de la inducción, mis palabras los condujeron hacia las profundidades y, tras un momento, me dirigí a Lydia:
– Desciendes cada vez más, sumergiéndote con cuidado. Estás relajada, sientes los brazos pesados, las piernas y los párpados también. Respiras lentamente y escuchas mis palabras sin cuestionarlas. Mis palabras te rodean, te sientes segura y acompañada. Lydia, en este momento te encuentras junto a aquello en lo que no quieres pensar. Aquello de lo que nunca hablas, aquello que evitas. Aquello que siempre permanece oculto a un lado de la cálida luz.
– Sí -contestó ella con un suspiro.
– Ahora estás allí -dije.
– Estoy muy cerca.
– ¿Dónde estás en este momento? ¿Dónde te encuentras?
– En casa.
– ¿Qué edad tienes?
– Treinta y siete.
La observé. Los reflejos de luz recorrían la frente alta y lisa, la pequeña boca delicada y la tez de una blancura casi enfermiza. Sabía que había cumplido treinta y siete años dos semanas antes. No había retrocedido mucho en el tiempo como los demás, sino solamente algunos días.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que no marcha bien? -pregunté.
– El teléfono…
– ¿Qué ocurre con el teléfono?
– Suena el teléfono, suena otra vez. Levanto el auricular y en seguida vuelvo a dejarlo.
– Puedes tranquilizarte, Lydia.
Se la veía cansada, quizá preocupada.
– La comida se enfriará -dijo-. He preparado hortalizas con leche agria y sopa de judías y he horneado pan. Me disponía a comer mientras veía la televisión, pero por lo visto no va a poder ser…
Su mentón tembló un instante y luego pareció calmarse.
– Aguardo un momento y miro hacia la calle a través de las persianas. Fuera no hay nadie, no se oye nada. Me siento a la mesa de la cocina y como un poco de pan caliente con manteca, pero lo cierto es que no tengo apetito. Vuelvo a mirar en dirección a la sala del sótano. Como de costumbre, hace frío allí abajo. Me siento en el viejo sofá de cuero y cierro los ojos. Tengo que reponerme, debo reunir fuerzas.
Lydia guardó silencio. Jirones de algas cayeron y se agitaron entre nosotros.
– ¿Por qué debes reunir fuerzas? -pregunté.
– Para soportar… para soportar ponerme de pie, pasar frente a la lámpara roja de papel de arroz con caracteres chinos y la bandeja con velas aromáticas y piedras pulidas. Los tablones del suelo ceden y crujen bajo la alfombra de plástico…
– ¿Hay alguien ahí? -le pregunté en voz baja, pero me arrepentí de inmediato.
– Cojo la vara, presiono la protuberancia que forma la alfombra para poder abrir la puerta, inspiro profundamente, entro y enciendo la lámpara. Kasper parpadea por la luz pero permanece acostado. Ha orinado en el cubo y el olor es fuerte. Lleva puesto el pijama celeste. Respira aguadamente. Lo toco con la vara a través de la reja. Él se queja, se mueve un poco y se sienta en la jaula. Le pregunto si ya se ha corregido y él asiente vigorosamente con la cabeza. Empujo hacia adentro su plato de comida. Los pedazos de bacalao han encogido y se ven ennegrecidos. Él se acerca arrastrándose y come. Yo me alegro y estoy a punto de decir que me gusta mucho que nos entendamos cuando vomita sobre el colchón.
El rostro de Lydia se tensó con una mueca de tormento.
– Yo creía que…
Sus labios estaban tensos, las comisuras descendieron.
– Pensé que estábamos listos, pero…
Sacudió la cabeza.
– No lo entiendo…
Se humedeció los labios.
– ¿Entiendes cómo me hace sentir eso? ¿Lo entiendes? Él dice que lo lamenta. Yo repito que mañana es domingo, me golpeo en el rostro y le grito que me mire.
Charlotte contempló a Lydia a través del agua con ojos temerosos.
– Lydia -dije-, ahora abandonarás el sótano sin estar asustada ni enojada. Puedes sentirte tranquila por completo. Lentamente te conduciré fuera del trance profundo, hacia la superficie y la claridad, y hablaremos de lo que acabas de contar, sólo tú y yo, antes de que despierte a los demás.
Ella gruñó cansada, en voz baja.
– Lydia, ¿me escuchas?
Asintió.
– Voy a contar en orden descendente y, cuando llegue al número uno, abrirás los ojos y estarás totalmente despierta y consciente. Diez, nueve, ocho, siete… Asciendes suavemente hacia la superficie, totalmente relajada, con una agradable sensación recorriendo tu cuerpo. Seis, cinco, cuatro… Pronto abrirás los ojos, pero seguirás sentada en la silla. Tres, dos, uno… Ahora abre los ojos, estás completamente despierta.
Nuestras miradas se encontraron. El rostro de Lydia se había cubierto de un halo marchito. Eso era algo con lo que no había contado. Todavía estaba petrificado por lo que acababa de oír. Al sopesar la ley de confidencialidad contra el deber de informar acerca de hechos ofensivos, resultaba evidente que se trataba de un caso en el que ya no regía el secreto profesional, pues había una tercera persona que corría un evidente peligro.
– Lydia -dije-, ¿entiendes que debo informar a los servicios sociales?
– ¿Por qué?
– Estoy obligado a hacerlo después de lo que acabas de contar.
– ¿Por qué?
– ¿No lo entiendes?
Los labios de Lydia se retrajeron.
– Yo no he dicho nada.
– Has descrito cómo…
– Cierra la boca -me interrumpió-. Tú no me conoces, no tienes nada que ver conmigo. No tienes derecho a inmiscuirte en lo que hago en la intimidad de mi propio hogar.
– Sospecho que tu hijo…
– ¡Te he dicho que cierres la boca! -gritó, y abandonó la habitación.
Aparqué junto al alto seto de abetos situado a cien metros de la gran casa de madera de Lydia en Tennisvägen, en Rotebro. La asistente social había accedido ante mi solicitud de acompañarla a la primera visita domiciliaria. En un principio habían recogido mi denuncia con cierta renuencia, pero naturalmente estaban obligados a abrir una investigación.
Un Toyota rojo pasó frente a mí y se detuvo junto a la casa. Salí del coche, caminé hacia la mujer fornida y de baja estatura y la saludé.
Del buzón sobresalían los folletos publicitarios de un par de tiendas: Cías Ohlson y Elgiganten; estaban húmedos. La verja de baja altura estaba abierta. Recorrimos el sendero en dirección a la casa. Noté que no había juguetes en el descuidado jardín. Ningún cajón de arena, ningún columpio colgando del viejo manzano, ninguna bicicleta con ruedas auxiliares en la vía de acceso. Las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Plantas ornamentales secas colgaban de las jardineras. Una tosca escalera de piedra conducía hacia la puerta de entrada. Me pareció intuir un movimiento tras el cristal opaco de color amarillo. La asistente social llamó al timbre. Esperamos pero no ocurrió nada. Ella bostezó y miró su reloj, volvió a llamar y luego tanteó la manija. El cerrojo no estaba echado, abrió la puerta y atisbamos un pequeño vestíbulo.
– ¡Hola! -llamó la asistente social-. ¿Lydia?
Entramos, nos quitamos los zapatos y cruzamos una puerta que daba a un pasillo con papel pintado de color rosa en las paredes y cuadros de personas meditando con fuertes halos de luz en torno a la cabeza. Había un teléfono rosa en el suelo junto a una mesita.
– ¿Lydia?
Abrí una puerta y vi una escalera estrecha que descendía hacia el sótano.
– Es ahí abajo -dije.
La asistente social me siguió escaleras abajo hacia la sala del sótano, donde había un viejo sofá de cuero y una mesa cuyo tablero estaba recubierto de azulejos de color castaño. En una bandeja se veían algunas velas aromáticas entre piedras pulidas y trozos de cristal. Una lámpara de papel de arroz de un rojo subido con caracteres chinos colgaba del techo.
Con el corazón galopando en el pecho, traté de abrir la puerta que daba a la otra habitación pero se atascó al toparse con un bulto en la alfombra de plástico. Aplasté la protuberancia con el pie y entré, pero en el interior no había ninguna jaula. En su lugar, en el medio de la habitación, vi en el suelo una bicicleta del revés a la que le faltaba la rueda delantera. Junto a una caja azul de plástico rígido había un kit de reparaciones: parches de goma, pegamento y llaves tubulares. Uno de los brillantes ganchos estaba ubicado bajo el borde de la cubierta y tensado en dirección de los radios. De repente se oyó un golpe en el techo y comprendimos que alguien estaba caminando por el cuarto de arriba. Sin intercambiar una palabra, nos apresuramos a subir la escalera. La puerta que daba a la cocina estaba entornada. Vi que había un cuchillo para el pan y migas en el suelo amarillo de linóleo.
– ¿Hola? -llamó la asistente social.
Entré y vi que la puerta del frigorífico estaba abierta. Bajo la pálida luz de la lámpara estaba Lydia, con la mirada afligida. Fue sólo después de algunos segundos que descubrí que sostenía un cuchillo en la mano. Era un largo cuchillo dentado para el pan. Su brazo colgaba laxo a un costado, la hoja del cuchillo oscilando temblorosa junto a su muslo.
– No puedes estar aquí -murmuró mirándome de pronto.
– De acuerdo -dije retrocediendo hacia la puerta.
– ¿Nos sentamos a hablar un momento? -sugirió la asistente social con voz neutra.
Abrí la puerta del pasillo y vi que Lydia se acercaba lentamente.
– Erik -llamó.
Me dispuse a cerrar la puerta y observé que corría hacia mí. Atravesé el pasillo a la carrera en dirección al vestíbulo pero la puerta de entrada estaba cerrada con llave. Oí que Lydia se aproximaba a pasos rápidos al tiempo que profería un quejido animal. Tiré de otra puerta y entré trastabillando en una sala en la que había un televisor. Lydia abrió de un tirón y entró detrás de mí. Tropecé con un sillón y seguí en dirección a la puerta del balcón, pero me fue imposible mover la manija. Ella se abalanzó con el cuchillo hacia mí pero logré refugiarme a tiempo tras la mesa del comedor, después de lo cual comenzó a perseguirme alrededor.
– Todo es culpa tuya -me espetó.
La asistente social entró corriendo en la estancia jadeando con fuerza.
– Lydia -dijo severamente-. Deje de hacer estupideces.
– Todo es culpa suya -repitió ella.
– ¿A qué te refieres? -pregunté-. ¿Qué es culpa mía?
– Esto -contestó Lydia llevándose el cuchillo al cuello.
Me miró a los ojos mientras la sangre salpicaba su delantal y sus pies descalzos. Su boca tembló y soltó el cuchillo. Tanteó con una mano en busca de apoyo y entonces cayó al suelo, donde quedó sentada con las piernas encogidas hacia un lado, como una sirena.
Annika Lorentzon sonrió molesta. Rainer Milch alargó un brazo por encima de la mesa y se sirvió agua mineral Ramlösa con un áspero ruido a ácido carbónico. El botón de su puño centelleó en tonos azules y dorados.
– Entenderá por qué queríamos hablar con usted cuanto antes -dijo Peder Mälarstedt acomodándose la corbata.
Miré la carpeta que me tendieron. Allí figuraba que Lydia había presentado una denuncia en mi contra. Sostenía que yo la había empujado hacia el intento de suicidio al presionarla a reconocer como ciertos sucesos inventados. Me acusaba de haberla utilizado como un animal de laboratorio y de haber implantado recuerdos falsos en su mente a través de los trances hipnóticos, de haberla hostigado desde el principio de un modo cínico y desconsiderado frente a los demás hasta que acabó derrumbándose por completo.
Alcé la vista del documento.
– Esto es una broma, ¿no es así?
Annika Lorentzon apartó la mirada. Holstein tenía la boca abierta y su rostro estaba totalmente inexpresivo cuando dijo:
– Es su paciente. Las acusaciones que sostiene son muy graves.
– Sí, pero es evidente que no son ciertas -repuse, indignado-. No es posible implantar recuerdos durante el hipnotismo. Puedo transportarlos hasta un recuerdo, pero no recordar por ellos. Es como una puerta. Los conduzco hacia ella, pero yo no puedo ser quien la abra.
Rainer Milch me miró con seriedad.
– La sola sospecha acabaría con toda su investigación, Erik. Así que debe entender la gravedad del asunto.
Sacudí la cabeza, irritado.
– Lo que esa mujer contó sobre su hijo me pareció tan grave que me vi obligado a informar a los servicios sociales. El hecho de que ella reaccionara de ese modo fue…
Ronny Johansson me interrumpió con brusquedad.
– Pero si aquí dice que ni siquiera tiene hijos -replicó golpeteando la carpeta con su largo dedo.
Resoplé con fuerza y Annika Lorentzon me dirigió una extraña mirada.
– Erik, no te beneficia en absoluto mostrarte arrogante en esta situación -recomendó en voz baja.
– En una situación en la que alguien miente acerca de todo, ¿no? -Sonreí enojado.
Ella se inclinó hacia adelante sobre la mesa.
– Erik -dijo lentamente-, Lydia nunca ha tenido hijos.
– ¿No tiene hijos?
– No.
Se hizo un silencio en la habitación.
Observé las burbujas del agua mineral ascender hacia la superficie.
– No lo entiendo, sigue viviendo en la casa de su niñez -intenté explicar lo más tranquilamente posible-. Todos los detalles coincidían, no puedo creer…
– No puede creerlo. Pero se equivocó usted -me interrumpió Milch.
– No pueden mentir de ese modo bajo hipnosis.
– Quizá no estuviera hipnotizada.
– Sí lo estaba. Lo noto, la expresión del rostro es distinta.
– Ahora eso ya no tiene importancia, el daño está hecho.
– Si no tiene hijos, no sé qué es lo que ha ocurrido -continué-. Quizá hablara sobre sí misma. Nunca me había encontrado con algo similar, pero quizá rememorara de ese modo un recuerdo de la infancia.
– Por supuesto que puede ser como tú dices -repuso Annika-, pero el hecho sigue siendo que tu paciente ha tenido un grave intento de suicidio que apunta directamente a ti. Te proponemos que te tomes unas vacaciones mientras investigamos este asunto.
Luego me sonrió débilmente.
– Se solucionará, Erik, estoy segura -añadió con suavidad-, pero en este momento debes hacerte a un lado hasta que lo hayamos aclarado todo. Simplemente no podemos permitirnos que los periódicos se regodeen en esto.
Pensé en mis otros pacientes. En Charlotte, Marek, Jussi, Sibel, Pierre y Eva. No podía dejarlos colgados, se sentirían traicionados, engañados.
– No puedo -dije en voz baja-. Yo no he hecho nada malo.
Annika me palmeó la mano:
– Se solucionará. Lydia Evers es evidentemente inestable y está confundida. Lo importante ahora es que actuemos siguiendo las reglas. Solicitarás la baja temporal de la actividad de terapia de hipnotismo mientras hacemos una evaluación interna de los hechos. Sé que eres un buen médico, Erik. Como te he dicho, estoy segura de que estarás de vuelta con tu grupo… -Se encogió de hombros-. Quizá dentro de medio año.
– ¿Medio año? -Me puse en pie indignado-. Tengo otros pacientes que confían en mí. No puedo abandonarlos de esta manera.
La suave sonrisa de Annika desapareció del mismo modo que se apaga una vela. Su rostro se contrajo y su voz sonó irritada cuando dijo:
– Tu paciente ha exigido que se suspendiera de inmediato tu actividad. Además, te ha denunciado a las autoridades. No es un asunto de poca monta para nosotros. Hemos invertido dinero en tu trabajo, y si se demuestra que tu investigación ha rebasado los límites, deberemos lomar medidas.
No supe qué contestar, sólo tenía ganas de reírme a carcajadas de todo.
– Esto es absurdo -fue lo único que logré decir.
Luego di media vuelta para marcharme de allí.
– Erik -me llamó Annika-. ¿No entiendes que ésta es una buena oportunidad?
Me detuve.
– No es posible que crean esa estupidez acerca de los recuerdos implantados.
Ella se encogió de hombros.
– Eso no es lo importante. Lo importante es que seguimos unas determinadas reglas. Solicita la baja de la actividad de terapia de hipnotismo, considéralo como una propuesta de conciliación. Puedes continuar con tu investigación y trabajar en paz. Sólo te estamos pidiendo que no practiques la terapia mientras realizamos la investigación.
– ¿Qué quiere decir? No puedo reconocer algo que no es cierto.
– No te estoy pidiendo eso.
– A mí me parece que sí. Si pido la baja parecerá que esté admitiendo que fue culpa mía.
– Di que solicitarás esa baja -ordenó con rigidez.
– Esto es una completa estupidez -repuse riendo, y abandoné la sala.
La tarde estaba avanzada y el sol centelleaba en los charcos de agua. Después de un breve chubasco, percibí el aroma del bosque, el olor a tierra mojada y de raíces sueltas mientras corría por la pista en torno al lago. Iba pensando en el comportamiento de Lydia. Todavía estaba convencido de que había dicho la verdad durante la hipnosis, pero no sabía de qué modo. ¿Cuál era la verdad que había dicho en realidad? Probablemente había descrito un recuerdo real y concreto, pero lo había ubicado en un tiempo equivocado. Durante la hipnosis resulta aún más obvio que el pasado no es pasado, repetí para mis adentros.
Llené mis pulmones con el frío y saludable aire preestival y apreté el paso en el último tramo hasta casa a través del bosque. Cuando llegué a nuestra calle, vi un gran coche negro aparcado junto al camino de acceso. Dos hombres aguardaban inquietos frente al vehículo. Uno se reflejaba en la brillante pintura del capó mientras fumaba un cigarrillo con rápidos movimientos. El otro tomaba fotografías de nuestra casa. Aún no me habían visto. Aminoré la velocidad y me estaba preguntando si podría dar media vuelta justo cuando me descubrieron. El hombre del cigarrillo lo tiró al suelo y lo apagó rápidamente con el pie. El otro dirigió bruscamente la cámara hacia mí. Yo aún estaba agitado cuando me acerqué a ellos.
– ¿Erik Maria Bark? -preguntó el que había estado fumando.
– ¿Qué quiere?
– Somos del periódico vespertino Expressen.
– ¿Expressen?
– Sí, querríamos hacerle algunas preguntas sobre sus pacientes…
Negué con la cabeza.
– No hablo de eso con extraños.
– Ya.
La mirada del hombre se deslizó por mi rostro arrebolado, mi suéter negro para correr, los pantalones anchos y la capucha. Oí toser al fotógrafo, que estaba detrás de él. Un pájaro surcó el aire sobre nosotros, su cuerpo dibujando un arco perfecto que se reflejó en el capó del coche. En el bosque, el cielo se cubría de nubes oscureciéndose. Quizá volviera a llover por la noche.
– Su paciente ha sido entrevistada en el diario de la mañana. Ha hecho acusaciones muy serias contra usted -declaró el periodista secamente.
Lo miré a los ojos. Tenía un rostro bastante simpático. De mediana edad, algo excedido de peso.
– Ahora tiene la oportunidad de defenderse -agregó en voz baja.
Las ventanas de nuestra casa estaban a oscuras. Seguramente Simone seguía en el centro, en la galería. Benjamín aún estaba en el parvulario.
Le sonreí al hombre y él dijo con sinceridad:
– De otro modo, su versión será impresa sin ser contradicha.
– Jamás me pronunciaré sobre un paciente -expliqué con lentitud.
Pasé junto a los dos hombres en dirección al camino de acceso, crucé la puerta de entrada y luego permanecí de pie en el vestíbulo mientras oía cómo se alejaban en el coche.
El teléfono sonó a las seis y media de la mañana siguiente. Era Annika Lorentzon, la directora del hospital Karolinska.
– Erik, Erik -dijo con voz tensa-. ¿Has leído el periódico?
Simone se incorporó en la cama junto a mí y me dirigió una mirada inquieta. Me levanté y salí al pasillo.
– Si se refiere a las acusaciones de Lydia Evers, todo el mundo entenderá que no son ciertas…
– No -me interrumpió con voz estridente-. No todo el mundo lo entiende. Muchos la ven como a una persona indefensa, débil y vulnerable. Una mujer que ha sido sometida a la influencia de un médico extremadamente manipulador y poco serio. El hombre en el que más había confiado, al que se había confiado, la ha traicionado y utilizado. Eso es lo que dice el periódico.
Oí su respiración agitada en el auricular. Su voz sonó ronca y cansada cuando continuó:
– Esto es perjudicial para el hospital, estoy segura de que lo comprendes.
– Declararé para la prensa -dije brevemente.
– No es suficiente, Erik. Me temo que no es suficiente. -Hizo una corta pausa y luego continuó con voz monótona-: Piensa demandarnos.
– Nunca ganará -resoplé.
– Aún no comprendes la seriedad de todo esto, ¿verdad, Erik?
– ¿Qué es lo que dice?
– Mira, es mejor que salgas a comprar el periódico. Luego deberías sentarte a pensar cómo vas a defenderte de sus acusaciones. Convocaré una reunión con la junta directiva esta misma tarde, a las cuatro.
Cuando vi mi rostro en la portada del periódico sentí que mi corazón se detenía. Era una foto mía en primer plano con capucha y suéter. Tenía la cara arrebolada y parecía casi apático. Bajé de la bicicleta con las piernas temblorosas, compré el periódico y regresé a casa. La doble página central mostraba una foto de Lydia con el rostro oculto en la que se la veía acurrucada con un osito de peluche en el regazo. Todo el artículo trataba de cómo yo, Erik Maria Bark, la había hipnotizado y utilizado como un animal de laboratorio para luego acosarla con aseveraciones sobre abusos y delitos. Según el reportero, había llorado y explicado que no le interesaba recibir una indemnización por daños y perjuicios; el dinero nunca podría compensar lo que había tenido que pasar. Lydia se había derrumbado y reconocido cosas que yo había puesto en boca de ella durante las sesiones de hipnotismo y, al parecer, el colmo de mis persecuciones llegó cuando entré súbitamente en su casa y la insté a cometer suicidio. La mujer aseguraba que sólo quería morir, que se sentía como si estuviera en una secta de la que yo era el líder y en la que ella no tenía voluntad propia. Fue durante su ingreso en el hospital cuando por primera vez se atrevió a cuestionar mi tratamiento, y ahora exigía que yo nunca más tuviera licencia para hacerles lo mismo a otras personas.
En la página siguiente había una fotografía de Marek, del grupo de terapia. Estaba de acuerdo con Lydia y decía que mi actividad era extremadamente peligrosa y que yo estaba obsesionado con inventar cosas enfermizas que luego les obligaba a reconocer bajo hipnosis.
Más abajo, en la misma página, un experto llamado Göran Sörensen se pronunciaba también al respecto. Yo nunca había oído hablar antes de ese hombre, pero el caso es que allí estaba, juzgando mi investigación. Comparaba el hipnotismo con una sesión de espiritismo y sugería que probablemente había drogado a mis pacientes para conseguir que accedieran a mis peticiones.
Mi mente quedó vacía y en silencio. Oí el tictac del reloj de pared en la cocina, oí el bramido de algún que otro coche que pasaba por la calle. La puerta se abrió y entró Simone. Cuando leyó el artículo, su rostro se tornó pálido como el de un cadáver.
– ¿Qué es lo que ocurre? -murmuró.
– No lo sé -dije con la boca seca.
Permanecí sentado allí mirando el vacío. ¿Y si yo estaba equivocado acerca de mis teorías? ¿Y si el hipnotismo no funcionaba en las personas profundamente traumatizadas? ¿Y si fuera cierto que mi deseo de encontrar patrones influía en sus recuerdos? Creía que no era posible que Lydia hubiera visto a un niño que no existía durante el trance hipnótico. Estaba convencido de que ella describía un recuerdo real, pero ahora empezaba a sentirme confundido.
Resultó extraño recorrer el corto trecho cruzando el vestíbulo en dirección al ascensor para subir al despacho de Annika Lorentzon, todo el mundo en el hospital evitaba mi mirada. Al pasar junto a las personas que conocía y que solía frecuentar, sólo parecían tensos y afligidos, desviaban la mirada y apuraban el paso.
Incluso el olor del ascensor me era ajeno. Olía a flores marchitas, y pensé en entierros, en lluvia, en despedidas.
Cuando salí al pasillo, Maja Swartling se escabulló rápidamente al cruzarse conmigo, fingiendo no verme. En el vano de la puerta del despacho de Annika estaba esperando Rainer Milch. Se hizo a un lado, entré y saludé.
– Erik, Erik. Siéntese -dijo Rainer.
– Gracias, pero prefiero permanecer de pie -dije secamente, aunque de inmediato me arrepentí.
Seguía preguntándome qué podría haber estado haciendo Maja Swartling con la junta directiva. Quizá había ido allí para defenderme. En realidad, era una de las pocas personas que tenía conocimientos concretos y detallados de mi investigación.
La directora estaba de pie junto a la ventana, al otro lado de la habitación. Pensé que era descortés y extraño en ella no darme la bienvenida. En cambio, se quedó allí con los brazos envolviendo su cuerpo mientras miraba contenida hacia la calle.
– Le dimos una gran oportunidad, Erik -declaró Peder Mälarstedt.
Rainer Milch asintió.
– Pero se negó a dar su brazo a torcer -prosiguió-. Se negó usted a hacerse a un lado voluntariamente mientras nosotros investigábamos lo sucedido.
– Puedo volver a pensarlo -repuse en voz baja-. Puedo…
– Ahora ya es demasiado tarde -me interrumpió-. Anteayer hubiéramos necesitado protegernos con ello, pero hoy sólo resultaría patético.
Annika Lorentzon abrió la boca.
– Yo… -dijo débilmente sin volverse hacia mí-. Esta noche estaré en el programa «Rapport» para explicar por qué te permitimos llevar a cabo tu investigación.
– Pero yo no cometí ningún error -repliqué-. El hecho de que una paciente formule acusaciones disparatadas no puede hacer a un lado años de investigaciones, incontables tratamientos que en realidad siempre han sido intachables…
– No se trata sólo de un paciente -repuso Rainer Milch-, sino de varios. Además, acabamos de escuchar a un experto pronunciarse sobre su investigación…
Sacudió la cabeza y guardó silencio.
– ¿Se refiere al tal Göran Sörensen? -pregunté, irritado-. Jamás he oído hablar de él, y es obvio que no tiene ni idea de lo que está hablando.
– Tenemos un contacto que ha estudiado su trabajo durante varios años -explicó Rainer Milch rascándose el cuello-. Ella dice que tiene usted grandes expectativas pero que basa la mayor parte de sus tesis en castillos de arena. No tiene ninguna prueba fehaciente y constantemente hace caso omiso de lo que es mejor para sus pacientes con tal de tener razón.
Me quedé desconcertado, sin rumbo.
– ¿Cómo se llama su experta? -pregunté finalmente.
No contestaron.
– ¿Tal vez Maja Swartling? -sugerí.
El rostro de Annika Lorentzon enrojeció.
– Erik -dijo finalmente volviéndose hacia mí-. Quedas suspendido de empleo y sueldo desde este mismo instante. Ya no te quiero en mi hospital.
– ¿Y mis pacientes? Debo ocuparme de…
– Serán transferidos a otro médico -me interrumpió.
– Se sentirán mal por…
– En ese caso será culpa tuya -dijo alzando la voz.
La habitación quedó en silencio. Frank Paulsson permaneció inmóvil y tan sólo desvió la mirada. Ronny Johansson, Peder Mälarstedt, Rainer Milch y Svein Holstein me observaban con rostro inexpresivo.
– Está bien -dije en un tono vacío.
Hacía tan sólo algunas semanas que había estado en esa misma sala, unas pocas semanas desde que esas mismas personas me habían asignado más medios para mi investigación. Y ahora todo se había acabado de un plumazo.
Cuando salí a la calle, un grupo de gente se acercó a mí. Una mujer alta y rubia sostenía un micrófono frente a mi rostro.
– Hola -dijo alegremente-. Me gustaría que nos diera su opinión acerca de otra de sus pacientes, una mujer llamada Eva Blau, a quien la semana pasada internaron de urgencia en una institución psiquiátrica.
– ¿De qué está hablando?
Me aparté, pero el cámara me siguió. La oscura lente del objetivo me buscó. Miré a la mujer rubia y vi su identificación en el pecho: Stefanie von Sydow. Vi su gorra blanca de ganchillo y la mano que hacía señas al cámara para que se acercara.
– ¿Aún cree usted que el hipnotismo es una terapia válida? -preguntó.
– Sí -contesté.
– Entonces, ¿seguirá con la práctica?
La luz blanca de las altas ventanas al final del pasillo se reflejaba en el brillante suelo húmedo de la sección de psiquiatría del hospital Södersjukhus. Pasé junto a una larga hilera de puertas de pintura descascarada cerradas con ribetes de goma, me detuve junto a la habitación B39 y observé que mis zapatos habían dejado un rastro de pisadas secas en la brillante película del suelo.
Se oyeron ruidos sordos en una habitación lejana, un débil llanto y luego el silencio. Me quedé allí un momento intentando organizar mis pensamientos antes de abrir la puerta. Saqué la llave, la introduje en la cerradura, la hice girar y entré.
El olor a cera abrillantadora entró conmigo en la oscura habitación cargada de vapores de sudor y vómito. Eva Blau estaba tendida en la cama de espaldas a mí. Me acerqué a la ventana con la intención de dejar pasar la luz, quise alzar las cortinas un poco, pero el sistema de suspensión estaba encallado. Por el rabillo del ojo vi que Eva comenzaba a volverse. Tiré con fuerza de la cortina, y finalmente subió con un fuerte estrépito.
– Lo siento -dije-. Sólo quería que entrara un poco…
En la repentina y penetrante luz, vi a Eva Blau sentada con las comisuras de los labios colgando en una expresión amarga. Me dirigió una mirada anestesiada y mi corazón se aceleró. Eva se había mutilado la punía de la nariz. Su espalda formaba una joroba y tenía un vendaje ensangrentado en la mano. Me miraba fijamente.
– Eva, he venido nada más saberlo -dije.
Se palmeó lentamente el estómago con la mano vendada. La herida redonda que quedaba donde se había cortado la nariz se veía muy roja en su rostro atormentado.
– Intentaba ayudaros -dije-, pero empiezo a comprender que me equivoqué en casi todo. Creía que estaba en el buen camino, que entendía cómo funcionaba el hipnotismo, pero no era así. No entendía nada, y me apena muchísimo no haber podido hacer nada por ninguno de vosotros.
Se pasó el dorso de la mano por la nariz. De la herida comenzó a manar sangre que cayó sobre su boca.
– ¿Eva? ¿Por qué te has hecho eso? -pregunté.
– ¡Fuiste tú, es culpa tuya! -gritó de repente-. Todo es culpa tuya, me has arruinado la vida. ¡Te llevaste todo cuanto tenía!
– Entiendo que estés enfadada conmigo porque…
– Cierra la boca -me espetó-. No entiendes nada. Mi vida está arruinada y yo arruinaré la tuya. Puedo esperar. Esperaré cuanto sea necesario, pero finalmente me vengaré.
Luego gritó con la boca muy abierta, un grito ronco y desquiciado. La puerta se abrió y el doctor Andersen entró en la habitación.
– Será mejor que espere fuera -dijo, sobresaltado.
– La enfermera me ha dado las llaves, así que he pensado…
Me arrastró hacia el pasillo, cerró la puerta y giró la llave en la cerradura.
– Esa paciente está paranoica y…
– No, no lo creo -lo interrumpí con una sonrisa.
– Se trata de mi evaluación y de mi paciente -replicó él.
– Sí, lo siento.
– Todos los días nos exige cientos de veces que cerremos su puerta y guardemos bien la llave.
– Sí, pero…
– Ha dicho que no declarará contra nadie, que podemos someterla a descargas eléctricas y violaciones, pero que no contará nada. ¿Qué les ha hecho en realidad a sus pacientes? Está asustada, terriblemente asustada. Es una locura que usted haya entrado…
– Está furiosa conmigo pero no me teme -lo interrumpí alzando el tono.
– La he oído gritar -repuso él.
Tras mi visita al hospital y el encuentro con Eva Blau, subí al coche y me dirigí al estudio de televisión. Pedí ver a Stefanie von Sydow, la periodista de «Rapport» que había intentado obtener declaraciones mías un rato antes ese mismo día. La recepcionista llamó entonces a una asistente de redacción y me pasó el teléfono. Le dije que estaba dispuesto a ser entrevistado y, tras unos segundos, bajó a mi encuentro una mujer joven de cabello corto y mirada inteligente.
– Stefanie lo recibirá dentro de diez minutos -dijo.
– Bien.
– Lo acompañaré a la sala de maquillaje.
Cuando regresé a casa después de la corta entrevista, vi que todas las habitaciones estaban a oscuras. Llamé a gritos pero nadie respondió. Finalmente encontré a Simone sentada en el sofá frente al televisor apagado en el primer piso.
– ¿Ha ocurrido algo? -pregunté-. ¿Dónde está Benjamín?
– En casa de David -contestó con voz sorda.
– ¿No es hora de que vuelva a casa? ¿Qué le has dicho?
– Nada.
– ¿Qué ocurre? Háblame, Simone.
– ¿Por qué habría de hacerlo? No sé quién eres -repuso.
Sentí que la inquietud me recorría el cuerpo. Me acerqué e intenté retirarle un mechón de pelo del rostro.
– No me toques -me espetó apartando la cabeza.
– ¿No quieres hablar?
– ¿Que no quiero? No se trata de mí -dijo-. Eres tú quien debería haber hablado. No deberías haber dejado que encontrara las fotografías, no deberías haber hecho que me sintiera como una idiota.
– ¿De qué fotografías hablas?
Abrió un sobre de color azul claro y dejó caer algunas fotos. Me vi a mí mismo posando en el apartamento de Maja Swartling y luego una serie de imágenes de ella vestida sólo con unas braguitas verde ciar». El cabello negro caía en mechones sobre sus grandes pechos blancos. Se la veía alegre, ligeramente ruborizada en las mejillas. Había una gran cantidad de primeros planos más o menos borrosos de sus senos. En una de las imágenes, tenía las piernas abiertas frente al objetivo.
– Sixan, intentaré…
– No puedo soportar más mentiras -me interrumpió-. No en este momento.
Encendió el televisor, puso el canal de noticias, y vi que justo estaban dando la información sobre el escándalo del hipnotismo. Annika Lorentzon, la directora del hospital universitario Karolinska, no quería pronunciarse sobre el caso mientras permaneciera abierta la investigación. Sin embargo, cuando el informado periodista tocó el tema de la cuantiosa subvención que la junta había asignado recientemente a Erik Maria Bark, se sintió presionada y se vio obligada a responder.
– Fue un error -dijo en voz baja.
– ¿Cuál cree que fue el error?
– Erik Maria Bark está suspendido de empleo y sueldo por tiempo indefinido.
– ¿Sólo por tiempo indefinido?
– No podrá seguir practicando el hipnotismo en el hospital Karolinska -dijo.
Luego vi mi propio rostro en la pantalla, sentado en un estudio de televisión con la mirada asustada.
– ¿Seguirá con la terapia en otros hospitales? -preguntó la presentadora.
La miré como si no entendiera la pregunta y negué casi imperceptiblemente con la cabeza.
– Señor Bark, ¿aún cree usted que el hipnotismo es una forma válida de tratamiento? -preguntó a continuación.
– No lo sé -contesté débilmente.
– ¿Tiene pensado seguir con la práctica?
– No.
– ¿Nunca más?
– Jamás volveré a hipnotizar a nadie -declaré.
– ¿Es eso una promesa? -preguntó la periodista.
– Sí.