Domingo 13 de diciembre, por la mañana, festividad de Santa Lucía
Simone se despierta a las cinco de la madrugada. Kennet debió de llevarla a la cama y arropado después. Se levanta y va directamente a la habitación de Benjamin con una esperanza palpitante en el pecho, pero el sentimiento desaparece en cuanto se detiene en el umbral.
La habitación está vacía.
No llora, pero le parece que el sabor del llanto y la angustia lo ha impregnado todo, como una gota de leche enturbia el agua clara. Intenta ordenar sus ideas, no se atreve a pensar en Benjamín, no del todo, no se atreve a dejar que el pánico se apodere de ella.
En la cocina, la luz está encendida.
Su padre ha cubierto la mesa de notas de papel. La radio policial está sobre la encimera y del aparato sale un murmullo susurrante. Kennet está de pie totalmente inmóvil, mira al vacío por un momento y luego se pasa la mano por la barbilla un par de veces.
– Qué bien que hayas podido dormir un rato -dice él.
Ella sacude la cabeza.
– ¿Sixan?
– Sí -murmura ella, va hasta el grifo del fregadero, coge agua fría con las manos y se la echa en la cara. Cuando se seca con el paño de cocina ve su reflejo en la ventana. Aún está oscuro en el exterior, pero pronto llegará el amanecer con su red de plata, su frío invernal y la oscuridad de diciembre.
Kennet escribe algo en un trozo de papel, echa a un lado la hoja y anota algo en un cuaderno. Ella se sienta en la silla frente a su padre e intenta comprender adonde ha podido llevar Josef Ek a Benjamín, cómo ha podido entrar en su casa y por qué se ha llevado a Benjamín y no a otro.
– «Hijo predilecto» -susurra ella.
– ¿Cómo dices? -pregunta Kennet.
– No, nada…
Simone estaba pensando que en hebreo Benjamín significa «hijo predilecto». En el Antiguo Testamento, Raquel era la esposa de Jacob, quien trabajó catorce años para poder casarse con ella. Raquel tuvo dos hijos, José, [8] que interpretó los sueños del faraón, y Benjamín, el hijo predilecto.
El rostro de Simone se contrae al contener el llanto. Sin pronunciar palabra, Kennet se inclina sobre ella y la abraza por los hombros.
– Lo encontraremos -asegura.
Ella asiente.
– He recibido esto justo antes de que te despertaras -dice él, y da un golpe a una carpeta que descansa sobre la mesa.
– ¿Qué papeles son ésos?
– Son sobre el adosado de Tumba, donde Josef Ek… Es el informe de la investigación de la escena del crimen.
– ¿No estás jubilado?
Kennet sonríe y le pasa la carpeta, ella la abre y lee el repaso sistemático de huellas dactilares, palmares, huellas de cuerpos que han sido arrastrados, cabellos, tejido epitelial bajo las uñas, desperfectos en la hoja del cuchillo, restos de médula sobre un par de pantuflas, salpicaduras de sangre en la televisión, en la lámpara de papel de arroz, en el felpudo, en las cortinas. Las fotografías resbalan del interior de una carpeta de plástico. Simone intenta no verlas, pero a su cerebro le da tiempo a captar una habitación de espanto: diversos objetos cotidianos, así como las librerías y el mueble donde se aloja el equipo de música están cubiertos de sangre negra.
Esparcidos sobre el suelo se ven los miembros de varios cuerpos mutilados.
Se levanta, se dirige al fregadero e intenta vomitar.
– Perdona -dice Kennet-. No pensé… A veces olvido que no todo el mundo es policía.
Ella cierra los ojos y piensa en la cara asustada de Benjamín, en una habitación oscura con el suelo cubierto de sangre fría. Se inclina hacia adelante y vomita. Restos de mucosidades y bilis se posan sobre tazas y cucharas. Cuando se enjuaga la boca y oye que el pulso le produce un pitido agudo en los oídos, teme estar sumiéndose en un estado de histeria.
Se agarra a la encimera y respira lentamente, se recompone y mira a su padre.
– No pasa nada -dice débilmente-. Es que no puedo relacionar todo esto con Benjamín.
Kennet va a buscar una manta, la envuelve con ella y se sienta nuevamente en su silla, despacio.
– Si Josef Ek se ha llevado a Benjamín es porque quiere algo, ¿no? Nunca antes había hecho nada parecido…
– Creo que no puedo con esto -susurra ella.
– Tan sólo quiero decir que creo que Josef Ek buscaba a Erik -continúa Kennet-, pero al no encontrarlo, se llevó a Benjamín para hacer un intercambio.
– Entonces tiene que estar vivo…, tiene que estarlo, ¿verdad?
– Por supuesto que lo está -dice Kennet-. Sólo tenemos que averiguar dónde lo ha llevado, dónde está Benjamín.
– En cualquier sitio, puede haberlo llevado a cualquier sitio.
– Te equivocas -dice Kennet.
Ella lo mira.
– Probablemente lo haya escondido en su domicilio o en una casa de veraneo.
– Pero su domicilio es éste -dice ella elevando el tono de voz al tiempo que golpea con el dedo la carpeta de plástico con las fotografías.
Kennet retira unas migas de la mesa con la palma de la mano.
– Dutroux -dice.
– ¿Qué? -inquiere Simone.
– Dutroux, ¿te acuerdas de él?
– No sé…
Kennet le habla con sus maneras asépticas del pedófilo Marc Dutroux, que secuestró y torturó a seis niñas en Bélgica. Julie Lejeune y Melissa Russo murieron de inanición mientras Dutroux cumplía una corta condena de cárcel por el robo de un coche. Eefje Lambrecks y An Marchal fueron enterradas vivas en el jardín.
»Dutroux tenía una casa en Charleroi -continúa-. En el sótano había construido un habitáculo oculto por una pesada puerta de doscientos kilos. Aunque uno golpeara en ella no sonaba a hueco. La única manera de encontrar el escondrijo era midiendo la casa: las medidas eran diferentes por dentro que por fuera. Sabine Dardenne y Laetitia Delhez fueron encontradas con vida.
Simone trata de levantarse. Nota que el corazón le late en el pecho de una forma extraña. Piensa que hay hombres que se dejan llevar por la necesidad de emparedar a otras personas, a quienes tranquiliza saber que se están muriendo de miedo en la oscuridad, que gritan pidiendo ayuda tras las paredes silenciosas.
– Benjamín necesita su medicina -murmura ella.
Luego ve que su padre va hasta el teléfono, marca un número, espera un instante y dice rápidamente:
– ¿Charley? Oye, necesito saber una cosa sobre Josef Ek… No, sobre su casa, sobre el adosado.
Kennet guarda silencio durante un rato. Luego Simone oye que en el auricular alguien habla con voz profunda, baja.
– Sí -dice Kennet-. Me consta que ya lo habéis investigado, he tenido tiempo para echarle un vistazo al informe de la escena del crimen.
El otro continúa hablando. Simone cierra los ojos y escucha el murmullo de la radio policial, que ahoga el sonido zumbante de la voz sorda del teléfono.
– ¿Habéis medido la casa? -oye decir a su padre-. No, claro, pero…
Abre los ojos y de repente nota una breve descarga de adrenalina que despeja la somnolencia.
– Sí, estaría bien… -dice Kennet-. ¿Puedes mandarme los planos por mensajero? Y toda la documentación de los permisos de construcción que… Sí, la misma dirección. Sí…, muchísimas gracias.
Cuelga el teléfono y permanece de pie mirando por la ventana el paisaje oscuro.
– ¿Es posible que Benjamín esté en esa casa? -pregunta ella-. ¿Es posible, papá?
– Eso es lo que vamos a investigar.
– Por favor… -exclama ella con impaciencia.
– Charley me va a mandar los planos por mensajero.
– ¿Qué planos? Paso de planos, papá. ¿A qué esperas? Vayamos allí, soy capaz de romper todos y cada uno de los…
– Eso no serviría de nada -la interrumpe él-. El tema es urgente, pero no creo que ganemos tiempo si vamos a la casa y empezamos a derribar una pared tras de otra.
– Pero algo tenemos que hacer, papá.
– En los últimos días la casa ha estado llena de policías -explica él-. Si hubiera algo evidente, lo habrían encontrado, aunque no estuvieran buscando a Benjamín.
– Pero…
– Debo examinar esos planos, ver dónde se podría construir un cuarto oculto, conseguir medidas que pueda comparar con las que tomamos en la casa.
– Pero si allí no hay ninguna habitación, ¿dónde está?
– La familia Ek compartía una casa de veraneo a las afueras de Bolinas con el hermano del padre… Le he pedido a un amigo que vive allí que vaya a echar un vistazo. Conoce bien la zona donde tenía la casa la familia; está situada en la parte más antigua de un complejo residencial de vacaciones.
Kennet mira su reloj y marca un número en el teléfono.
– Hola Svante, soy Kennet, quería saber…
– Ya estoy allí -lo interrumpe su amigo.
– ¿Dónde?
– En el interior de la casa -dice Svante.
– Sólo tenías que echar un vistazo.
– Los nuevos propietarios, los Sjölin, me han dejado pasar y…
Se oye a alguien hablar de fondo.
– Se llaman Sjölin -se corrige Svante-. Son los dueños de la casa desde hace más de un año.
– Gracias por tu ayuda.
Kennet interrumpe la conversación. Una profunda arruga le recorre la frente.
– ¿Y la cabaña? -sugiere Simone-. ¿La cabaña donde estaba la hermana?
– Hemos mandado gente allí varias veces, pero tú y yo podríamos ir a echar un vistazo de todos modos.
Acto seguido ambos guardan silencio; tienen la mirada pensativa y ensimismada. Se oye un ruido en la portezuela del correo. El periódico de la mañana, que llega tarde, cae pesadamente sobre el suelo del vestíbulo. Ninguno de ellos se mueve. Suenan algunas portezuelas más lejos y luego se abre la puerta del portal.
Kennet sube de repente el volumen de la radio policial. Han emitido un llamamiento. Alguien contesta solicitando información. Hay un breve intercambio de palabras, Simone comprende algo sobre una mujer que ha oído gritos en el piso de al lado. Mandan un coche para allá. De fondo alguien se ríe y empieza una larga explicación sobre por qué a su hermano menor, que ya es adulto, aún le untan las tostadas del desayuno todos los días. Kennet vuelve a bajar el volumen.
– Prepararé café -dice Simone.
Su padre saca entonces una guía de Estocolmo de su chaleco verde militar, retira los candelabros de la mesa y los deja junto a la ventana antes de buscar algo en el plano. Simone está de pie detrás de él y observa la intrincada red de carreteras, trenes y rutas de autobús de colores rojos, azules, verdes y amarillos que se entrecruzan, las extensiones de bosque y los diseños geométricos que conforman las poblaciones del extrarradio.
Los dedos de Kennet siguen una carretera amarilla al sur de Estocolmo que pasa por Älvsjö, Huddinge, Tullinge y llega hasta Tumba. Juntos observan la página de Tumba y Salem. Es un mapa descolorido de un antiguo núcleo urbano en el que recientemente se ha construido un nuevo centro comercial cerca de la estación de cercanías. Observan lo práctico de la construcción del período posterior a la guerra, con edificios altos y tiendas, una iglesia, un banco y una tienda de venta de alcohol. Alrededor del lugar se ramifican hileras de adosados y chalets. Justo al norte de la población hay unos campos amarillos de heno que, unos veinte kilómetros más al norte, son reemplazados por bosques y lagos.
Kennet repasa los nombres de las calles de la urbanización de adosados y señala con un círculo un punto entre los pequeños rectángulos paralelos como costillas.
– ¿Dónde cono está ese mensajero? -farfulla Kennet.
Simone sirve café en un par de tazas y pone ante su padre el paquete con los terrones de azúcar.
– ¿Cómo pudo entrar? -pregunta.
– ¿Josef Ek? Bueno, o bien tenía llave o bien alguien le abrió la puerta.
– ¿No se puede abrir con una ganzúa?
– Esa cerradura no, es demasiado difícil; sería mucho más fácil forzar la puerta.
– ¿Echamos un vistazo al ordenador de Benjamín?
– Deberíamos haberlo hecho ya -dice Kennet-. Lo he pensado antes pero luego lo he olvidado, estoy empezando a estar cansado.
Simone se da cuenta de que su padre se ve anciano. Nunca antes había pensado en su edad. Él la mira con gesto triste.
– Trata de dormir un poco mientras yo miro el ordenador -dice ella.
– Joder, no.
Cuando entran en el cuarto del chico, ambos tienen la sensación de que nunca hubiera estado habitado. De repente Benjamin está terriblemente lejos.
Simone siente cómo una oleada de nausea crece en su estómago. Nota el terror en la boca mientras traga una y otra vez. Desde la cocina le llega el sonido de la radio policial, que murmura, crepita y parlotea. Allí dentro, en la oscuridad, aguarda la muerte como una ausencia negra, una carencia de la que ella está segura de que jamás podrá recuperarse.
Enciende el ordenador y la pantalla parpadea, las luces se encienden y, con un resoplido, el ventilador empieza a girar y el disco duro imparte sus órdenes. Cuando suena la melodía de bienvenida del sistema operativo es como si una parte de Benjamin regresara.
Cada uno de ellos coge una silla y se sientan. Simone hace clic en la foto en miniatura de Benjamin para iniciar la sesión.
– Lo haremos lenta y metódicamente, cariño -dice Kennet-. Empezamos con el correo y…
Pero se interrumpe cuando el ordenador pide una contraseña para continuar.
– Inténtalo con su nombre -dice.
Ella teclea «Benjamin», pero se le deniega el acceso. Luego escribe «Aida», invierte los nombres, los junta. Escribe «Bark», «Benjamin Bark», se ruboriza cuando lo intenta con «Simone» y «Sixan», lo prueba también con «Erik», con los nombres de los grupos y cantantes que escucha Benjamin: Sexsmith, Ane Brun, Rory Gallagher, Lennon, Townes Van Zandt, Bob Dylan.
– Nada -dice Kennet-. Tendremos que hacer venir a alguien que nos abra esta lata.
Simone lo intenta entonces con algunos títulos de películas y nombres de directores de los que suele hablar su hijo pero se rinde después de un rato, es imposible.
– Ya deberíamos tener aquí esos planos -dice Kennet-. Voy a llamar a Charley a ver qué pasa.
Ambos dan un respingo cuando llaman a la puerta. Simone se queda de pie en el pasillo y mira con el corazón desbocado a su padre mientras éste camina hacia la entrada y gira el pomo de la puerta.
La mañana de diciembre es clara como la arena, la temperatura es de algún grado positivo cuando Kennet y Simone entran en el barrio de Tumba en el que nació y se crió Josef Ek, el mismo en el que masacró a casi toda su familia a la edad de quince años. La casa tiene el mismo aspecto que las del resto de la calle: pulcra y sencilla. Si no fuera por el precinto policial azul y blanco que la rodea, nadie podría sospechar que hace pocos días fue el escenario de dos de los crímenes más sangrientos y despiadados de la historia de Suecia.
En la parte delantera hay una bicicleta con ruedas auxiliares apoyada contra un contenedor de arena. El precinto se ha soltado en un extremo y el viento ha hecho que se enganchase en el buzón de enfrente. Kennet no detiene el coche, sino que pasa lentamente por delante de la casa. Simone mira hacia las ventanas con los ojos entornados. Parece totalmente desierta. De hecho, toda la hilera de adosados da la impresión de estar a oscuras. Continúan hasta el final de la calle sin salida, dan media vuelta y vuelven a acercarse a la escena del crimen cuando suena el móvil de Simone.
– ¿Hola? -contesta, y escucha un momento-. ¿Ha pasado algo?
Kennet detiene el vehículo, apaga el motor pero luego gira de nuevo la llave en el contacto, echa el freno de mano y sale del coche. Del gran maletero saca una palanca, un metro y una linterna. Antes de volver a cerrarlo oye cómo Simone dice que tiene que colgar.
– ¿Tú qué crees? -grita ella al teléfono.
Kennet la oye a través de los cristales de la ventanilla y ve su rostro crispado cuando abandona el asiento del acompañante con los planos en la mano. Luego, sin hablar, caminan juntos hacia la baja cerca de color blanco. Kennet saca una llave de un sobre, continúa hasta la puerta y la abre. Antes de entrar, se vuelve hacia su hija, le hace un breve gesto con la cabeza y observa su expresión resuelta.
Nada más acceder al vestíbulo los alcanza un nauseabundo hedor a sangre rancia. Simone nota por un instante cómo la sensación de pánico crece en su interior; allí dentro huele a podredumbre, es una pestilencia dulzona, similar a la de las heces. Mira a su padre de reojo: no da la impresión de estar asustado, sólo concentrado, y sus movimientos parecen estar absolutamente calculados. Pasan de largo frente al salón y por el rabillo del ojo ella intuye la pared ensangrentada, el abrumador caos, el terror que asciende desde el suelo y la sangre en la estufa de piedra jabón.
De pronto oyen un ruido extraño, unos golpes provenientes de algún lugar del interior de la casa. Kennet se detiene en seco, desenfunda con calma su antigua arma reglamentaria, le quita el seguro y comprueba que hay un proyectil en la recámara.
Y nuevamente oyen algo: es un sonido pesado, oscilante. No parecen pasos, sino más bien alguien que se desliza lentamente.