Miércoles 9 de diciembre, por la tarde
Erik camina entre los expositores iluminados de la sección de joyería de los almacenes NK. Una mujer vestida de negro habla en voz baja con su cliente. Abre un cajón y coloca un par de joyas sobre una bandeja recubierta de terciopelo. Erik se detiene ante uno de los expositores y admira un collar de Georg Jensen. Gruesos triángulos, delicadamente tallados, que se han engarzado como hojas de una corona cerrada. Un brillo pesado, como de platino, se desprende de la alpaca pulida. Erik piensa en lo bonito que quedaría el collar alrededor del cuello esbelto de Simone y se decide a comprarlo como regalo de Navidad.
Mientras la dependienta envuelve la joya en papel brillante rojo oscuro, el teléfono empieza a vibrar en el bolsillo de Erik y resuena contra la cajita de madera con el indígena y el papagayo. Saca el teléfono y contesta sin mirar el número de la pantalla.
– Erik Maria Bark.
Hay un crepitar raro y se oyen villancicos a lo lejos.
– ¿Hola? -dice él.
Entonces se oye una voz débil:
– ¿Es usted el doctor Bark?
– Sí, soy yo -dice él.
– Quería saber…
A Erik le suena como si de fondo alguien se estuviera riendo por lo bajo.
– ¿Con quién hablo? -pregunta secamente.
– Espere un momento, doctor. Sólo quería pedirle una cosa -dice la voz, que ahora suena claramente burlona.
Erik está a punto de decir adiós cuando la voz del teléfono de repente aúlla:
– ¡Hipnotíceme! Quiero que…
Se aparta el teléfono de la oreja, cuelga e intenta ver quién ha llamado, pero es un número oculto. Una señal revela que ha recibido un sms. Incluso eso procede de un número oculto. Lo abre y lee: «¿Puede hipnotizar un cadáver?»
Confuso, Erik coge la bolsita dorada y roja con el regalo y abandona la sección. En el vestíbulo que da a Hamngatan, cruza la mirada con una mujer que lleva un abrigo negro y suelto. Está de pie debajo del árbol de Navidad colgante de tres metros de altura, observándolo. Él jamás la ha visto, pero su mirada es claramente hostil.
Con una mano abre la tapa de la caja que lleva en el bolsillo del abrigo y se echa una pastilla de Codeisan en la palma de la mano, se la lleva a la boca y se la traga.
Luego sale al frío del exterior. Las personas se apretujan delante del escaparate. Los duendes de Navidad bailan en un paisaje decorado con golosinas. Un caramelo con la boca grande canta un villancico. Los niños de guardería con chalecos amarillos superpuestos a los gruesos monos miran en silencio.
El teléfono vuelve a sonar, pero esta vez Erik comprueba el número antes de contestar, ve que tiene el prefijo de Estocolmo y responde, expectante:
– Erik Maria Bark.
– Hola, me llamo Britt Sundström. Trabajo para Amnistía Internacional.
– Hola -contesta él, extrañado.
– Me gustaría saber si su paciente tuvo alguna posibilidad de negarse al hipnotismo.
– ¿Cómo dice? -pregunta Erik, y ve que en el escaparate un caracol enorme arrastra un trineo cargado de regalos de Navidad.
El corazón empieza a latirle con más fuerza y de pronto siente acidez en el estómago.
– El manual Kubark, el libro de la CÍA en el que se explica cómo torturar sin dejar rastros, incluye el hipnotismo como una de las…
– El médico responsable realizó la evaluación…
– ¿Así que quiere decir que usted no tiene ninguna responsabilidad?
– Creo que no debo comentar esto -dice él.
– Ya ha sido denunciado -dice la mujer con sequedad.
– Ah -contesta Erik débilmente, y luego corta la llamada.
Lentamente empieza a caminar hacia Sergelstorg, la torre de cristal iluminada y la Casa de la Cultura; ve el mercadillo navideño y oye que un trompetista está tocando Noche de paz. Gira por la calle Sveavägen y pasa por delante de todas las agencias de viajes. En el exterior de un Seven-Eleven, se detiene y lee los titulares de los periódicos vespertinos.
NIÑO ENGAÑADO PARA QUE ADMITA EL ASESINATO
DE TODA SU FAMILIA
BAJO HIPNOSIS
ESCÁNDALO EN EL MUNDO DEL HIPNOTISMO:
ERIK MARIA BARK
PONE EN PELIGRO LA VIDA DE UN NIÑO
Erik siente que el pulso se le acelera en las sienes, aprieta el paso, evita las miradas a su alrededor. Pasa por el sitio donde fue asesinado Olof Palme. Hay tres rosas rojas en la sucia placa conmemorativa. Entonces oye que alguien lo llama por su nombre y se mete en una tienda de equipos de alta fidelidad. El cansancio, que hace un momento le proporcionaba una sensación de borrachera, es reemplazado por un estado febril, una mezcla de nerviosismo y desesperación. Le tiemblan las manos al coger otra pastilla de Codeisan, un fuerte analgésico. El estómago le arde cuando el comprimido se disuelve y el polvo penetra por las mucosas.
En la radio emiten un debate sobre si debería prohibirse el hipnotismo como método interrogatorio. Un hombre cuenta que una vez lo hipnotizaron para que creyera que era Bob Dylan.
– «Yo sabía que no era verdad» -dice con voz arrastrada-, «pero era como si me obligaran a decirlo. Yo sabía que estaba hipnotizado, veía a mi colega sentado y esperando y, sin embargo, creía que yo era Bob Dylan, hablaba en inglés, no podía evitarlo, habría admitido cualquier cosa».
El ministro de Justicia dice entonces con su acento de la región de Smäland:
– «Usar el hipnotismo como método interrogatorio sin duda va contra la ley.»
– «¿Así que Erik Maria Bark ha vuelto a quebrantar la ley?» -pregunta el periodista, incisivo.
– Eso tendrá que determinarlo la fiscalía…
Erik sale de la tienda, dobla por una bocacalle y continúa hacia Luntmakargatan.
El sudor le cae por la espalda cuando se detiene delante del portal número 73 de Luntmakargatan, introduce un código en el teclado numérico y abre la puerta. Con manos torpes, busca sus llaves mientras el ascensor zumba a medida que sube. Nada más cruzar la puerta, echa la llave, entra en el salón tambaleándose, trata de quitarse la ropa, pero todo el tiempo se inclina sin querer hacia la izquierda.
Pone el televisor y ve al presidente de la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica sentado en un estudio de televisión. Erik lo conoce bien, ha visto a muchos compañeros afectados por su prepotencia y ambición profesional.
– «Expulsamos al doctor Bark hace diez años, así que ahora no tiene la puerta abierta» -dice el presidente con una media sonrisa.
– «¿Eso influye en el prestigio del hipnotismo serio?»
– «Todos nuestros miembros se ciñen a estrictas reglas éticas» -contesta él en un tono de superioridad-. «Por lo demás, en Suecia de hecho hay leyes contra la charlatanería.»
Erik se quita la ropa con movimientos torpes, se sienta en el sofá y descansa, vuelve a abrir los ojos cuando oye un silbato y unas voces infantiles en la televisión. En un patio de colegio iluminado por el sol está Benjamín. Tiene las cejas fruncidas, la punta de la nariz y las orejas rojas y los hombros encogidos; parece tener frío.
– «¿Te ha hipnotizado tu padre alguna vez?» -pregunta el reportero.
– «¿Qué? Eh…, no, claro que no me ha…»
– «¿Cómo lo sabes?» -interrumpe el reportero-. «Si te ha hipnotizado, no es seguro que seas consciente de ello.»
– «No, claro» -ríe Benjamín, sorprendido por el descaro del periodista.
– «¿Cómo te sentirías si se demostrara que lo ha hecho?»
– «No lo sé.»
En las mejillas de Benjamín crece el rubor.
Erik se levanta y apaga la televisión, continúa hacia el dormitorio, se sienta en la cama, se quita los pantalones y mete la caja de madera del papagayo en el cajón de la mesilla.
No quiere pensar en la nostalgia que se despertó en él al hipnotizar a Josef Ek, al acompañarle en el mar azul y profundo.
Erik se acuesta, estira la mano hacia el vaso de agua de la mesilla, pero se queda dormido antes de que le dé tiempo a beber.
Se despierta, en un estado de semisomnolencia piensa en su padre cuando actuaba en las fiestas infantiles, con el frac puesto y el sudor cayéndole por las mejillas. Hacía figuras con globos y sacaba flores de colores intensos de un bastón de paseo hueco. Cuando envejeció y se mudó de la casa de Sollentuna a una residencia de ancianos, se enteró de que Erik practicaba la hipnosis clínica y quiso que organizaran un número juntos. Él haría de ladrón de guante blanco, mientras que su hijo hipnotizaría a la gente y la haría cantar imitando a Elvis y a Zarah Leander.
De pronto, ya totalmente despierto, Erik ve a Benjamín delante de él, pasando frío en el patio del colegio, ante sus compañeros de clase y sus profesores, el cámara de televisión y el reportero sonriente.
Erik se incorpora y siente que el estómago le arde, coge el teléfono de la mesilla y llama a Simone.
– Galería Simone Bark -contesta ella.
– Hola, soy yo -dice Erik.
– Espera un momento.
Él la oye caminar sobre el suelo de madera y cerrar la puerta del despacho.
– ¿Qué pasa? -pregunta ella-. Benjamín me ha llamado…
– La persecución de los medios se ha puesto en marcha y…
– Quiero decir -interrumpe ella-, ¿qué has hecho tú?
– La médico responsable del paciente me pidió que lo hipnotizara.
– Pero reconocer un delito bajo hipnosis es…
– Escúchame -la interrumpe él-. ¿Eres capaz de hacerlo?
– Sí.
– No era un interrogatorio -empieza Erik.
– Tanto da cómo se lo denomine… -Ella se calla. Él oye su respiración-. Perdona -dice ella en voz baja.
– No era un interrogatorio: la policía necesitaba conseguir una descripción, cualquier cosa, porque pensaban que la vida de una chica dependía de esa información, y la doctora responsable del paciente en ese momento evaluó que los riesgos para su salud eran limitados.
– Pero…
– Creíamos que él era una víctima e intentábamos salvar a su hermana.
Erik guarda silencio y oye a Simone respirar.
– Menudo lío has armado -dice ella a continuación con ternura en la voz.
– Todo irá bien.
– ¿Seguro?
Erik va a la cocina, disuelve en agua un comprimido de Treo Comp [6] y se toma un antiácido para la úlcera junto con el brebaje dulce.