Jueves 24 de diciembre
Simone, Erik y Benjamín entran en una Estocolmo gris bajo el cielo que ya ha oscurecido. El aire es pesado y una niebla casi púrpura envuelve la ciudad. Por todas partes resplandecen las alegres guirnaldas de luces de los árboles de Navidad colocados en los balcones. De las ventanas cuelgan estrellas de adviento y en los escaparates hay duendes entre las brillantes decoraciones.
El taxista, que los deja en el hotel Birger Jarl, lleva puesta una caperuza. Se despide de ellos con un gesto a través del espejo retrovisor y luego ven que ha colocado un pequeño duende de plástico en el indicador del techo.
Simone observa el vestíbulo y las ventanas a oscuras del restaurante y comenta que resulta extraño dormir en un hotel cuando se encuentran sólo a doscientos metros de su casa.
– En realidad no quiero volver a entrar en nuestro apartamento -dice.
– Estoy de acuerdo contigo -contesta Erik.
– Nunca más.
– Yo tampoco -agrega Benjamin.
– ¿Qué hacemos? -pregunta Erik-. ¿Vamos al cine?
– Tengo apetito -dice Benjamin en voz baja.
Cuando el helicóptero llegó al hospital de Umeä, a Erik le diagnosticaron que sufría un principio de congelación. La herida de bala no era grave, el proyectil de punta blanda había atravesado el músculo del hombro izquierdo y el daño en el hueso del brazo era tan sólo superficial. Tras la operación compartió habitación con Benjamín, que había sido ingresado para que le administraran medicinas y sales de rehidratación oral. Benjamín no había padecido hemorragias graves y se recuperó pronto. Después de pasar solamente un día en el hospital, empezó a protestar diciendo que quería regresar a casa. Al principio, Erik y Simone no accedieron; querían que permaneciera en observación a causa de su enfermedad y para que así pudiera hablar con alguien que lo ayudara a asimilar lo ocurrido.
La psicóloga Kerstin Bengtsson se veía tensa y no parecía comprender realmente el grado de peligrosidad al que Benjamín había sido expuesto. Tras conversar con él durante cuarenta y cinco minutos, se entrevistó con sus padres y les aseguró que el muchacho estaba bien, dadas las circunstancias, y que debían esperar, darle tiempo.
Erik y Simone se preguntaron si la psicóloga sólo había querido tranquilizarlos, pues entendían que Benjamín necesitaba ayuda. Veían que el chico se abría paso entre los recuerdos, como si ya hubiera decidido no considerar algunos de ellos, y adivinaban que se encerraría en lo que había ocurrido como una roca en torno a un fósil si lo dejaban solo.
– Conozco a dos psicólogos muy buenos -dijo Erik-. Hablaré con ellos en cuanto lleguemos a casa.
– Bien -respondió Simone.
– ¿Cómo estás tú?
– He oído hablar de un famoso hipnotista que…
– No es de fiar.
– Lo sé. -Sonrió Simone.
– Hablando en serio -prosiguió él-, debemos asimilar todo esto.
Ella asintió y su mirada se tornó pensativa.
– Mi pequeño Benjamín -dijo con suavidad.
Erik se tumbó en la cama junto a la de su hijo y Simone se sentó en la silla situada entre ambas. Luego contemplaron a Benjamín tendido en la cama, pálido y delgado. Miraron su rostro incansablemente, como cuando era un recién nacido.
– ¿Cómo estás? -le preguntó Erik en voz baja.
Benjamin volvió el rostro y miró a través de la ventana. La oscuridad convertía el cristal en un espejo que vibraba bajo la presión del viento.
Una vez que Benjamin consiguió trepar al techo del autobús con la ayuda de Erik, oyó el segundo disparo, resbaló y estuvo a punto de caer al agua. En ese mismo momento vio en la oscuridad a Simone, de pie junto al borde del gran agujero, que le gritaba que el autobús se estaba hundiendo y que debía alcanzar el borde del hielo. Benjamin divisó entonces el salvavidas que se mecía en las negras aguas detrás del vehículo. Saltó y consiguió agarrarlo, se lo puso y nadó en dirección al borde. Ella fue hacia él, lo alzó con el salvavidas y lo alejó de allí. Se quitó el abrigo y lo envolvió con él, lo abrazó y le dijo que un helicóptero estaba de camino.
– Papá sigue allí -sollozó Benjamin.
El autobús se hundió rápidamente, se perdió en el agua y todo quedó a oscuras. Se oyó el ruido de las olas que se levantaban y las grandes burbujas de aire que ascendían. Simone se puso de pie y vio que el bloque de hielo se ladeaba en las agitadas aguas.
Se acurrucó y sostuvo a Benjamin fuertemente contra su cuerpo cuando de repente notó un tirón en el cuerpo de él, el chico fue arrancado de sus brazos, intentó incorporarse y resbaló. La cuerda del salvavidas discurría tensa sobre el hielo y se hundía en el agua. Benjamin fue arrastrado hacia el agujero mientras ofrecía resistencia y gritaba deslizándose con los pies descalzos. Simone logró asirlo y entonces ambos resbalaron cerca del borde.
– ¡Es papá! -gritó Benjamin-. ¡Llevaba la cuerda atada a la cintura!
El rostro de ella se puso tenso y adoptó una expresión decidida. Cogió el salvavidas, pasó ambos brazos por él y presionó los talones contra el hielo. Benjamin hizo una mueca de dolor cuando vio que se acercaban cada vez más al borde. La cuerda estaba tan tirante que emitía una nota sorda al deslizarse por el borde del hielo. De repente, el juego de tira y afloja cambió: aún sentían una fuerte resistencia, pero pudieron moverse hacia atrás y alejarse del agujero. Luego, la resistencia desapareció casi por completo. Habían tirado de Erik a través de la abertura en el techo del autobús, y ahora él flotaba rápidamente hacia la superficie. Segundos después, Simone logró izarlo y subirlo hasta el hielo. Erik se quedó allí tendido tosiendo mientras una gran mancha roja se extendía debajo de él.
Al llegar a la cabaña de Jussi, la policía y la ambulancia encontraron a Joona tumbado en la nieve con un torniquete provisional en el muslo junto a Marek, que gritaba y bramaba. El cadáver azulado y congelado de Jussi yacía frente a la escalera de la entrada con un hacha clavada en el pecho. La policía y los socorristas de montaña hallaron a una superviviente en el interior de la casa. Era Annbritt, la pareja de Jussi, que se había escondido en el armario del dormitorio. Estaba ensangrentada y se había acurrucado entre las ropas colgadas como una niña. El personal de la ambulancia la cargó en una camilla y se dirigieron al helicóptero que los esperaba para proporcionar los primeros auxilios durante el transporte.
Dos días después, los buceadores del equipo de rescate descendieron a través del agujero en el hielo para buscar el cuerpo de Lydia. El autobús se apoyaba sobre sus seis ruedas a sesenta y cuatro metros de profundidad, como si sólo se hubiera detenido en una parada para dejar subir a los pasajeros. Un buceador entró por la puerta delantera y enfocó con su linterna los asientos vacíos. La escopeta estaba en el suelo al final del pasillo. Fue al dirigir la luz hacia lo alto que el hombre vio a Lydia. Había flotado hacia arriba y tenía la espalda contra el techo del autobús. Los brazos colgaban hacia abajo y tenía la nuca doblada. La piel del rostro ya había empezado a ablandarse y a desprenderse. El cabello rojizo ondeaba suavemente con los movimientos del agua. Los labios estaban tranquilos y los ojos cerrados, como en un sueño.
Benjamín no sabía dónde había pasudo los primeros días después del secuestro. Posiblemente, Lydia lo había tenido encerrado en su casa o en la de Marek, pero el chico aún estaba tan aturdido por el anestésico que le habían inyectado que no entendía lo que sucedía. Iban a administrarle más inyecciones cuando comenzó a despertar. Los primeros días parecían oscuros y perdidos.
Había recobrado la conciencia en el maletero del coche camino hacia el norte. Encontró su teléfono móvil y logró llamar a Erik antes de ser descubierto. Debieron de oírlo hablar desde el habitáculo.
Luego se sucedieron varios días largos y dolorosos. En realidad, Erik y Simone sólo lograron arrancarle algunos fragmentos de lo ocurrido. Sólo alcanzaron a entender que lo habían obligado a tumbarse en el suelo en la cabaña de Jussi con una correa alrededor del cuello. A juzgar por las condiciones en que se encontraba al llegar al hospital, no le habían proporcionado comida ni agua en varios días. Uno de sus pies se había congelado, pero se recuperaría. Benjamín les contó que había conseguido escapar con la ayuda de Jussi y Annbritt, y luego guardó silencio un momento. Al cabo, continuó explicando que Jussi lo había salvado cuando intentó llamar por teléfono a Simone, y que cuando salió corriendo de la casa oyó gritar a Annbritt cuando Lydia le cortó la nariz. Benjamín se arrastró entre los viejos coches, pensó que debía esconderse y entró por la ventanilla abierta de uno de los autobuses cubiertos de nieve. Allí encontró algunas alfombras y una manta mohosa que probablemente lo salvaron de morir congelado. Se quedó dormido allí dentro, acurrucado en el asiento del conductor, y despertó algunas horas más tarde al oír la voz de sus padres.
– No sabía que seguía con vida -suspiró Benjamín.
Luego oyó cómo Marek los amenazaba y vio la llave en el encendido del autobús. Sin pensar en lo que hacía, trató de arrancar el vehículo, vio que los faros se encendían y oyó el ronco y furioso bramido del motor cuando se dirigió hacia el lugar donde creía que se encontraba Marek.
Benjamín guardó silencio y unas grandes lágrimas quedaron colgando de sus pestañas.
Tras pasar dos días en el hospital de Umeä, el chico estuvo lo suficientemente fuerte como para caminar otra vez, y acompañó a Erik y a Simone a saludar a Joona Linna, que se hallaba en el pabellón postoperatorio. Las tijeras con las que Marek lo había atacado le habían lastimado bastante el muslo, pero con tres semanas de descanso era probable que se recuperara por completo. Al entrar en la habitación vieron a una hermosa mujer con una trenza rubia sobre el hombro sentada a su lado leyendo un libro en voz alta. Dijo que su nombre era Disa, y explicó que era una vieja amiga del comisario.
– Tenemos un círculo de lectura, así que debo ocuparme de que no se retrase -aclaró con su acento finlandés mientras dejaba el libro a un lado.
Simone vio que estaba leyendo Al Faro, de Virginia Woolf.
– Los socorristas de montaña me han prestado un pequeño apartamento. -Sonrió Disa.
– La policía los escoltará de vuelta desde Arlanda -informó Joona a Erik más tarde.
Pero tanto Simone como él rechazaron el ofrecimiento; sentían que necesitaban estar a solas con su hijo, no ver a más policías. Cuando Benjamín fue dado de alta después del cuarto día, Simone reservó inmediatamente tres pasajes de avión para regresar a casa y luego fue a por café. Pero encontró que por primera vez la cafetería del hospital estaba cerrada. En la sala de espera sólo había una jarra con zumo de manzana y algunas galletas. Salió a la calle para buscar un café en alguna parte, pero todo parecía extrañamente desierto y cerrado. Una apacible calma bañaba la ciudad. Se detuvo frente a las vías del ferrocarril. Se quedó allí parada, simplemente siguiendo con la mirada los raíles brillantes, la nieve sobre las traviesas y el andén. A lo lejos, adivinó en la oscuridad el ancho río Ume, con sus blancas franjas de hielo en la superficie y el agua negra y resplandeciente.
Y en ese preciso instante, algo empezó a relajarse en su interior. Pensó que todo había terminado, que habían recuperado a Benjamín.
Tras aterrizar en el aeropuerto de Arlanda, vieron que la escolta policial solicitada por Joona Linna los esperaba entre una decena de pacientes periodistas con sus cámaras y sus micrófonos en ristre. Sin decir una palabra, decidieron salir por otra puerta, sortearon el gentío y detuvieron un taxi.
Ahora dudan parados frente al hotel Birger Jarl de Estocolmo y luego echan a andar por la calle Tulegatan, continúan por Odengatan, se detienen en la esquina de Sveavägen y miran a su alrededor. Benjamín lleva puesto un chándal demasiado grande que le dieron en la sección de objetos perdidos de la policía, una capucha -artesanía sami para turistas- que Simone le compró en el aeropuerto y un par de mitones ajustados. La zona de Vasastan está desierta. Todo parece estar cerrado. La estación del metro, las paradas de autobús, los oscuros restaurantes que descansan en el silencio.
Erik mira su reloj. Son las cuatro de la tarde. Una mujer camina apresurada por la calle Odengatan con una gran bolsa en las manos.
– Es Nochebuena -dice de repente Simone cayendo en la cuenta-. Hoy es Nochebuena.
Benjamín la mira sorprendido.
– Eso explica por qué todo el mundo repite constantemente «Feliz Navidad». -Erik sonríe.
– ¿Qué vamos a hacer? -pregunta Benjamín.
– Se admiten sugerencias -dice Erik.
– ¿Pedimos el menú navideño de McDonald's? -propone Simone.
En ese instante empieza a llover. Una lluvia fina y helada cae sobre ellos cuando apuran el paso en dirección al restaurante, que está un poco más allá del parque Observatorielunden. Es un local deslucido y bajo que se apretuja contra el suelo del edificio ocre de la biblioteca. Tras el mostrador hay una mujer de unos sesenta años. No ven a otros clientes en la hamburguesería.
– Me gustaría tomar una copa de vino -dice Simone-. Pero supongo que no será posible.
– Un batido -dice Erik.
– ¿Vainilla, fresa o chocolate? -pregunta agriamente la mujer.
Simone parece a punto de sufrir un ataque de risa, pero se contiene y dice esforzándose por mantenerse seria:
– Fresa, pediré el de fresa.
– Yo también -agrega Benjamín.
La mujer teclea el pedido con movimientos breves y bruscos.
– ¿Es todo? -pregunta.
– Pide un poco de cada cosa -le dice Simone a Erik-. Mientras tanto iremos a sentarnos.
Camina con Benjamín entre las mesas vacías.
– Junto a la ventana -le susurra sonriente.
Luego se sienta junto a su hijo, lo abraza y nota que las lágrimas le corren por las mejillas. Fuera ve la larga fuente mal ubicada. Como de costumbre, no tiene agua y está llena de desperdicios. Un chico solitario pasa con su monopatín entre los pedazos de hielo y se oye un fuerte arañazo. En un banco, cerca del teleférico que está más allá del parque infantil situado tras la escuela de negocios, está sentada una mujer. Junto a ella hay un carrito de la compra vacío. El teleférico se mece con el fuerte viento.
– ¿Tienes frío? -pregunta Simone.
Benjamín no responde. Sólo aproxima su rostro al de ella, se queda allí y deja que lo bese en la cabeza una y otra vez.
Erik deposita en silencio una bandeja delante de ellos y va a coger otra antes de sentarse a acomodar las cajas, los paquetes envueltos en papel y los vasos de cartón sobre la mesa.
– Qué bien -dice Benjamín incorporándose.
Erik le tiende un juguete que regalan con el Happy Meal.
– Feliz Navidad -dice.
– Gracias, papá -Benjamín sonríe y luego mira el envoltorio de plástico.
Simone contempla a su hijo. Ha adelgazado terriblemente, pero piensa que hay algo más. Es como si aún tuviera un enorme peso encima de él, algo que tira de sus pensamientos, que lo abruma y lo acosa. Parece estar en otra parte, es como si mirara hacia adentro, como si viera el reflejo de una ventana oscura.
Cuando ve a Erik extender el brazo y palmear la mejilla de su hijo rompe a llorar nuevamente. Vuelve la cabeza y les da la espalda, se disculpa en un susurro y entonces ve una bolsa de plástico que sale volando de una papelera y se aplasta contra el cristal de la ventana.
– ¿Comemos un poco? -sugiere Erik.
Benjamín está desenvolviendo una hamburguesa doble cuando suena el teléfono móvil de Erik. En la pantalla ve que se trata del número de Joona.
– Feliz Navidad, Joona -dice al contestar.
– Erik -responde Joona al otro lado de la línea-. ¿Ya están en Estocolmo?
– Estamos a punto de comenzar la cena de Navidad.
– ¿Recuerda que le dije que encontraríamos a su hijo?
– Sí, lo recuerdo.
– Usted lo dudó alguna que otra vez cuando…
– Sí -asiente Erik.
– Pero yo estaba convencido de que todo saldría bien -continúa Joona con su serio acento finlandés.
– Yo no.
– Lo sé, lo noté -dice Joona-. Por eso hay algo que debo decirle.
– ¿Sí?
– ¿Qué le había dicho?
– ¿Cómo?
– Yo tenía razón, ¿no?
– Sí -contesta Erik.
– Feliz Navidad -dice Joona antes de colgar.
Erik mira sorprendido hacia adelante y luego dirige la mirada hacia Simone. Observa su piel clara y sus carnosos labios. Las arrugas causadas por la preocupación se han vuelto más profundas alrededor de los ojos en los últimos tiempos. Ella le sonríe y luego ambos desvían la mirada hacia Benjamín.
Erik observa a su hijo durante largo rato. Le duele la garganta por el llanto contenido. Benjamin está sentado muy serio comiendo sus patatas fritas. Se ha perdido en algún pensamiento. Tiene la mirada vacía, está atrapado en los recuerdos y el abismo que los separa. Erik extiende el brazo, aprieta los dedos de su hijo y ve que él alza la mirada.
– Feliz Navidad, papá -dice Benjamín sonriendo-. Toma, coge algunas patatas fritas si quieres.
– ¿Qué tal si cogemos la comida y nos la llevamos a casa del abuelo? -sugiere Erik.
– ¿Lo dices en serio? -pregunta Simone.
– ¿Acaso es divertido estar ingresado en un hospital?
Simone le sonríe y llama de inmediato un taxi. Benjamin se acerca a la mujer de la caja y le pide una bolsa para llevar la comida.
Una vez en el taxi, pasan lentamente frente a Odenplan. Erik ve a su familia reflejada en la ventanilla y, al mismo tiempo el enorme abeto decorado de la plaza. Como en un corro, se deslizan por delante del árbol que se extiende generoso, con sus cientos de pequeñas luces encendidas serpenteando hacia la estrella que resplandece en lo alto.