Capítulo 20

Viernes 11 de diciembre, por la tarde

La sección de cuidados intensivos del hospital Karolinska, inusualmente, no está en absoluto silencio cuando Joona llega caminando. En el aire flota un olor a comida y hay un carro con recipientes de acero inoxidable, platos, vasos y cubiertos en la sala de espera. Dentro de la habitación alguien ha encendido la televisión, y se oye también ruido de platos.

Joona piensa que Josef rajó la vieja cicatriz de la cesárea en el vientre de su madre, abrió su propio pasaje de acceso a la vida, el pasaje que al mismo tiempo lo condenó a ser huérfano de madre, que hizo que ella jamás se uniera a su hijo.

Josef sintió pronto que no era como los demás niños, que estaba solo. La única persona que le había prodigado cariño y cuidados había sido Evelyn. No aceptó que ella lo rechazara. El más mínimo gesto de distancia lo llenaba de desesperación y rabia, y su furia se canalizó cada vez más hacia la amada hermana pequeña.

Joona saluda con la cabeza a Sunesson, que monta guardia frente a la puerta de la habitación de Josef Ek, y luego al chico. La bolsa de la orina está medio llena y un pesado gotero que está junto a la cama lo provee de suero y plasma. Los pies del muchacho sobresalen por debajo de la manta azul, las plantas están sucias, tiene adheridos pelos y suciedad a los esparadrapos que recubren los puntos. El televisor está encendido, pero él no parece prestarle atención.

Lisbet Carien, la trabajadora social, ya se encuentra en la estancia. Aún no se ha percatado de la presencia de Joona, ya que está junto a la ventana sujetándose un pasador en el pelo.

A Josef vuelve a sangrarle una herida: la sangre le corre por el brazo y gotea hasta el suelo. Una enfermera mayor está inclinada sobre él, presiona una compresa y vuelve a poner esparadrapo en los bordes de las heridas, limpia la sangre y luego sale de la habitación.

– Disculpe -dice Joona alcanzando a la enfermera en el pasillo.

– ¿Sí?

– ¿Cómo está? ¿Cómo está Josef Ek?

– Debe hablar usted con el médico responsable -contesta la mujer, y echa a andar de nuevo.

– Eso haré. – Joona sonríe y se apresura tras ella-. No obstante…, me gustaría mostrarle algo… ¿Podría llevarlo hasta un lugar en silla de ruedas?…

La enfermera niega con la cabeza y se detiene bruscamente.

– El paciente no puede moverse de la cama bajo ningún concepto -dice con tono estricto-. Menuda estupidez: tiene muchísimo dolor, no puede moverse, tendría nuevas hemorragias si se levantara.

Joona regresa entonces a la habitación de Josef. Entra sin llamar, camina hasta el chico, coge el mando a distancia y apaga la televisión. A continuación pone en marcha la grabadora, dice la hora y la fecha, cita a los presentes en la habitación y luego se sienta en la butaca para las visitas. Josef abre pesadamente los párpados y lo mira con escaso interés. El dispositivo de drenaje que está conectado a su torso para estabilizar la presión en su pleura perforada emite un sonido bajo y burbujeante que resulta bastante agradable.

– Deberían darte pronto el alta -dice Joona.

– Fenomenal -contesta Josef débilmente.

– Pero te trasladarán a la cárcel.

– Lisbet ha dicho que el fiscal no está dispuesto a mover un dedo -replica el chico mirando a la trabajadora social.

– Eso era antes de que tuviéramos un testigo.

Josef cierra los ojos suavemente.

– ¿Quién?

– Tú y yo hemos hablado mucho -dice Joona-, pero quizá ahora desees cambiar algo de lo que has dicho o añadir algo que no hayas dicho.

– Evelyn… -susurra él.

– No vas a salir en mucho tiempo.

– Miente.

– No, Josef, te estoy diciendo la verdad. Puedes confiar en ello: se va a solicitar tu encarcelamiento, y a partir de ahora tienes derecho a disponer de asistencia legal.

Josef intenta levantar la mano pero no puede.

– La han hipnotizado -sonríe.

– No.

– Es su palabra contra la mía -dice él.

– En realidad, no -replica Joona, y observa el rostro limpio, pálido, del chico-. También tenemos pruebas.

Josef tensa las mandíbulas.

– No tengo tiempo para permanecer aquí sentado, pero si quieres contarme algo, puedo quedarme un rato más -dice Joona en tono amable.

Deja que pase medio minuto, tamborilea con los dedos en el brazo de la butaca, se levanta, coge la grabadora, y tras dirigir un breve gesto de la cabeza a la trabajadora social, sale de la habitación.

Una vez fuera del hospital, cuando ya está en el coche, Joona piensa que debería haberle referido la versión de Evelyn a Josef para comprobar la reacción. Hay una arrogancia bullendo en el chico que quizá le habría hecho confesar si se hubiera visto suficientemente provocado.

Sopesa volver por un momento, pero decide dejarlo estar o llegará tarde a la cena en casa de Disa.

Está oscuro y hay niebla cuando aparca el coche ante la casa de color claro de Lützengatan. Inusualmente, tiene frío cuando camina hacia el portal, observa el césped helado de Karlaplan, las ramas negras de los árboles.

Intenta recordar a Josef tumbado en su cama, pero lo único que ve es el dispositivo de drenaje burbujeando y silbando. No obstante, tiene la sensación de haber pasado por alto algo importante.

La sensación de que algo no cuadra continúa bullendo en él cuando coge el ascensor hasta el piso de Disa y llama a la puerta. Nadie abre. Joona oye a alguien en la escalera, por encima de él: suspira intermitentemente o llora en silencio.

Disa abre finalmente la puerta con expresión cansada, vestida sólo con un sujetador y unos pantis.

– Contaba con que llegarías tarde -explica.

– He llegado un poco antes -dice Joona, y la besa en la mejilla.

– ¿Puedes entrar y cerrar la puerta antes de que todos los vecinos me vean el culo?

El acogedor vestíbulo huele a comida. Joona se golpea sin querer la cabeza con una lámpara con flecos de color rosa.

– He preparado lenguado con patatas -dice Disa.

– ¿Con mantequilla derretida?

– Y setas, perejil y fondo de ternera.

– Qué rico.

El piso está bastante viejo, pero en general es bonito. Se compone tan sólo de un salón, un dormitorio y una cocina, pero los techos son altos, tiene unas grandes ventanas que dan a Karlaplan, con los marcos de teca, techo de paneles de madera barnizados y un bonito suelo de madera.

Joona acompaña a Disa al dormitorio. Se detiene, intenta entender qué ha visto en Josef. El portátil está encendido sobre la cama deshecha, hay libros esparcidos y hojas de papel sueltas a su alrededor. Se sienta en el sillón y espera mientras ella termina de vestirse. Sin pronunciar palabra, Disa se sitúa de espaldas ante él para que le suba la cremallera de un vestido estrecho, de corte sencillo.

Joona mira un libro abierto y ve una foto grande en blanco y negro de una necrópolis. Los arqueólogos, vestidos con ropa de los años cuarenta, están más al fondo de la imagen y miran al fotógrafo con los ojos entornados. Parecen haber empezado a excavar el lugar, han marcado la superficie con unos cincuenta banderines.

– Son tumbas -dice ella en voz baja-. Los banderines indican la situación de las mismas. El que excavó ese sitio se llamaba Hannes Müller. Murió hace tiempo, pero seguro que llegó a los cien años. Todo ese tiempo en la institución… Parecía una tortuga anciana y bondadosa.

Está ante el espejo alto, se recoge el liso pelo en un par de trenzas y luego se vuelve y lo mira.

– ¿Qué tal estoy? -pregunta.

– Estás bien -dice Joona con amabilidad.

– Sí -contesta ella con tristeza-. ¿Cómo está tu madre?

Joona le coge la mano.

– Está bien -murmura-. Te manda saludos.

– Qué amable, ¿qué te dijo?

– Que no tienes que hacerme caso.

– No -contesta Disa, sombría-. Por supuesto, tiene razón.

Lentamente, ella le pasa los dedos por el pelo, espeso, alborotado, lo mira y sonríe de repente. Luego va hasta el portátil, lo apaga y lo deja en la cómoda.

– ¿Sabías que, según las leyes de los tiempos precristianos, no se consideraba que los niños fueran personas hasta que se les daba el pecho? Era lícito abandonar en el bosque a los bebés durante el período que iba entre el parto y el amamantamiento.

– Uno era humano por decisión de los demás -dice Joona lentamente.

– ¿Acaso no es siempre así?

Ella abre el ropero, levanta una caja de zapatos y saca un par de sandalias de color marrón oscuro con tiras suaves y lacones finos, hechos con diferentes clases de maderas.

– ¿Son nuevas? -pregunta Joona.

– Sergio Rossi. Me las he regalado a mí misma porque tengo un trabajo muy poco glamuroso -dice ella-. Me paso el día arrastrándome por un campo embarrado.

– ¿Aún estás en Sigtuna?

– Sí.

– En realidad, ¿qué habéis encontrado?

– Te lo cuento mientras comemos.

Él señala las sandalias.

– Son muy bonitas -dice al tiempo que se levanta del sillón.

Disa se vuelve y sonríe, acida.

– Lo siento, Joona -dice por encima del hombro-, pero no creo que las hagan de tu tamaño.

Él se detiene de repente.

– Espera -dice, y se apoya contra la pared.

Disa lo mira inquisitiva.

– Era una broma -explica.

– No, eran sus pies…

Joona pasa por su lado camino de la entrada, coge el teléfono de la chaqueta, llama a la central de comunicaciones y dice con voz contenida que Sunesson necesita inmediatamente refuerzos en el hospital.

– ¿Qué pasa? -pregunta Disa.

– Sus pies… estaban muy sucios -dice Joona-. Dicen que no puede moverse, pero es obvio que se ha levantado. Se ha levantado y ha caminado.

Joona marca entonces el número de Sunesson y, cuando nadie contesta, coge su chaqueta, murmura una disculpa, sale del piso y corre escalera abajo.

En el mismo instante que Joona llama a la puerta de Disa, Josef Ek se incorpora en su cama de la habitación del hospital.

La noche anterior comprobó si podía caminar: se deslizó al suelo, tuvo que quedarse parado un buen rato con las manos apoyadas en el cabecero de la cama. El dolor de las heridas lo envolvía como si fuera aceite hirviendo y los pinchazos en el hígado hacían que lo viera todo negro, pero era capaz de caminar. Tiró de las sondas del gotero y del dispositivo de drenaje, comprobó lo que había en el armario del material sanitario y luego volvió a acostarse.

Han pasado treinta minutos desde que el personal de noche ha pasado a hacer su ronda habitual. Los pasillos están casi en completo silencio. Josef se retira con cuidado la vía de la muñeca, nota la succión del tubo cuando lo extrae de su carne y un pequeño reguero de sangre le cae por la rodilla.

El cuerpo no le duele especialmente cuando se levanta de la cama. Camina hasta el armario del material sanitario, encuentra compresas, escalpelos, jeringuillas de un solo uso y rollos de vendas. Se guarda algunas jeringuillas en el amplio bolsillo de la bata de hospital. Abre con manos temblorosas el envoltorio de un escalpelo y corta el cable del drenaje. Por él sale entonces sangre viscosa y su pulmón izquierdo se contrae lentamente. Nota un dolor debajo de un omóplato, tose débilmente pero en realidad no nota el cambio, la capacidad pulmonar reducida.

De repente se oyen pasos en el corredor, el rechinar de unos zapatos sobre el suelo de goma. Con el escalpelo en la mano, Josef se sitúa tras la puerta, mira por la ventanilla y espera.

La enfermera se detiene y habla con el policía que está apostado fuera. Josef los oye reírse de algo.

– He dejado de fumar -dice ella.

– Si tienes un parche de nicotina, no lo rechazaré -continúa el policía.

– También he dejado eso -contesta ella-. Pero puede salir al jardín, de todas formas estaré aquí un rato.

– Cinco minutos -dice el policía, ansioso.

El agente se aleja, se oye ruido de llaves, la enfermera hojea unos papeles y luego entra en la habitación. En realidad sólo parece ligeramente sorprendida. Sus líneas de expresión en las comisuras de los ojos se acentúan cuando la hoja del escalpelo se clava en su cuello. Josef está más débil de lo que imaginaba, tiene que acuchillar varias veces. Su cuerpo se tensa y arde a causa de los movimientos repentinos. La enfermera no se derrumba inmediatamente, sino que intenta sujetarse a él. Se deslizan juntos hasta el suelo. El cuerpo de ella está completamente sudado y caliente. Josef intenta levantarse pero sus manos resbalan en el pelo de ella, que se ha desparramado como si de una frondosa gavilla rubia se tratara. Cuando le extrae el escalpelo del cuello, de la boca de la enfermera sale un ruido similar a un pitido. Sus piernas se convulsionan y Josef se queda de pie un momento y la mira antes de decidir alejarse por el pasillo. La bata del uniforme se le ha subido y ahora puede ver con claridad sus bragas bajo los pantis de nailon.

Recorre el pasillo. Le duele mucho el hígado. Continúa a la derecha, encuentra ropa limpia en un carro y se la pone. Una mujer rechoncha pasa repetidamente la mopa por el brillante suelo de goma. Está escuchando música con unos auriculares. Josef se le acerca, se coloca tras ella, saca una jeringuilla de un solo uso y la clava repetidas veces en el aire en dirección a su espalda, deteniéndose antes de que la aguja la alcance. Ella no se da cuenta de nada. Luego Josef se mete la jeringuilla de nuevo en el bolsillo, empuja a la mujer con la mano y pasa por su lado. A punto de caerse al suelo, ella maldice en español. Él se detiene entonces y se vuelve.

– ¿Qué dices? -la desafía.

La mujer se quita los auriculares y mira estupefacta a Josef.

– ¿Decías algo? -pregunta él.

Ella niega rápidamente con la cabeza y continúa limpiando. El chico la observa durante un rato y luego prosigue su camino hasta el ascensor, pulsa el botón de llamada y espera.

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