Viernes 18 de diciembre, por la mañana
Erik baja corriendo la escalera hacia el vestíbulo del hospital y se abre paso entre un grupo de jóvenes que llevan ramos de flores. Tropieza y cae al suelo sucio, se pone de nuevo en pie y pasa frente a un anciano en silla de ruedas. Las alfombrillas empapadas salpican sus zapatos cuando abre de un empujón las puertas de entrada. Continúa bajando la escalera de piedra sin preocuparse por los charcos de agua ni la turbia nieve fangosa. Pasa corriendo frente a un autobús, cruza la calle y entra en el aparcamiento. Ya tiene la llave en la mano cuando se abalanza hacia su coche en la fila de vehículos sucios. Abre la puerta, sube, arranca el motor y da marcha atrás tan bruscamente que el lateral del coche roza el parachoques del vehículo más cercano.
Todavía respira de forma agitada cuando dobla hacia el oeste en Danderydsvägen. Conduce todo lo de prisa que puede pero aminora la marcha cuando se acerca a la escuela de Edsberg. Pasa lentamente por delante, coge su teléfono y llama a Joona Linna.
– Ha sido Lydia Evers -dice casi gritando.
– ¿Quién?
– Lydia Evers se ha llevado a Benjamín -continúa en tono serio-. Le he hablado de ella, es la mujer que me denunció.
– La investigaremos -responde Joona.
– Voy hacia allí.
– Déme la dirección.
– Una casa en Tennisvägen, en Rotebro. No recuerdo el número, pero la casa es roja y bastante grande.
– Espéreme en alguna parte de…
– No, iré directamente allí.
– No haga ninguna tontería.
– Benjamín morirá si no recibe su medicina.
– Espéreme…
Erik corta la comunicación y acelera al cruzar Norrviken y dejar atrás los raíles del tranvía que descienden hacia el extenso lago. Adelanta de manera temeraria a otro vehículo junto a la fábrica de levadura y nota palpitar su pulso en las sienes al girar en Coop Forum.
Se orienta en la zona residencial y aparca junto al mismo seto de abetos de hace diez años, cuando él y la asistente social fueron a hacer la visita domiciliaria a Lydia. Cuando observa la casa desde el interior del coche casi puede sentir su propia presencia allí diez años antes. Recuerda que no encontraron indicios de que hubiera ningún niño, juguetes en el jardín, algo que indicara que Lydia era madre. Sin embargo, apenas tuvieron tiempo de examinar el exterior de la casa. Sólo bajaron la escalera hasta el sótano y regresaron arriba. Luego Lydia lo persiguió con el cuchillo en la mano. Recuerda la imagen de ella rajándose el cuello sin dejar de mirarlo.
El lugar no ha cambiado mucho. La pizzería ha sido reemplazada por un establecimiento de sushi, y hay grandes camas elásticas cubiertas de hojas secas y nieve en todos los jardines.
Erik deja la llave en el contacto, baja del coche y sube corriendo la pendiente hasta la casa. Recorre enérgicamente el último trecho, abre la verja y entra en el jardín. Hay nieve húmeda sobre la hierba alta y amarilla, los carámbanos penden de los canalones. Hay tiestos con plantas secas meciéndose en las jardineras colgantes. Erik llega a la puerta y comprueba que está cerrada con llave. Mira bajo el felpudo;
algunas cochinillas se apresuran a dejar el rectángulo húmedo de la escalera de hormigón. El corazón golpea con rapidez en su pecho mientras tantea con los dedos bajo la barandilla, pero no encuentra ninguna llave. Rodea la casa, coge una piedra del suelo y la lanza contra el cristal de una puerta en la parte de atrás. El vidrio se resquebraja y la piedra vuelve a caer en el césped. Erik vuelve a cogerla, la arroja con más fuerza y el cristal se hace añicos finalmente. Se acerca a toda prisa, abre la puerta y entra en un dormitorio en cuyas paredes cuelgan cuadros de ángeles y del gurú indio Sai Baba.
– ¡Benjamin! -grita-. ¡Benjamin!
Llama a su hijo a pesar de que ve que la casa está abandonada: todo está inmóvil y a oscuras. Huele a encierro, a ropa vieja y a polvo. Se apresura a ir hacia la entrada, abre la puerta que da a la escalera del sótano y percibe un fuerte hedor; un pesado olor a cenizas, madera carbonizada y goma quemada. Baja corriendo y tropieza con un escalón. Se golpea el hombro contra la pared y luego recupera de nuevo el equilibrio. Las lámparas no funcionan, pero gracias a la luz de la ventana alta ve que el salón ha sido destruido por un incendio. El suelo cruje bajo sus pies. Gran parte se ha ennegrecido, pero ciertos muebles parecen aún intactos. La mesa cubierta de azulejos apenas está tiznada, mientras que las velas aromáticas de la bandeja se han derretido. Erik se abre paso hacia la puerta que conduce al otro cuarto del sótano. Los goznes están sueltos y el interior se ve totalmente calcinado.
– Benjamin -dice con voz asustada.
Las cenizas se arremolinan hacia su rostro y Erik parpadea; los ojos le arden. En el centro de la habitación están los restos de lo que parece que en algún momento fue una jaula lo suficientemente grande como para albergar a una persona.
– ¡Erik! -llama alguien desde arriba.
Él se queda quieto y escucha. Las paredes crujen. Las partes quemadas de las placas del techo se desprenden. Erik camina lentamente hacia la escalera mientras oye unos ladridos a lo lejos.
– ¡Erik!
Es la voz de Joona. Está en la casa. Sube la escalera y, al llegar arriba, Joona le dirige una mirada intranquila.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Hubo un incendio ahí abajo -responde él.
– ¿Nada más?
Erik hace un gesto impreciso en dirección al sótano:
– Los restos de una jaula.
– He pedido que trajeran un perro policía.
Joona camina apresuradamente por el pasillo en dirección a la entrada y abre la puerta. Le hace señas a la agente uniformada que lleva el perro, una mujer con el cabello oscuro recogido en una trenza. El labrador negro la sigue de cerca. Ella saluda a Erik con un gesto de la cabeza, les pide que esperen fuera, luego se agacha frente al perro y le habla. Joona intenta hacer que Erik salga con él, pero se rinde al entender que no lo logrará.
El perro negro y brillante se mueve ansioso por la casa, olfatea enérgicamente, respira agitado y sigue buscando. El estómago se mueve con sus jadeos. El animal registra sistemáticamente cuarto por cuarto. Erik aguarda en el vestíbulo, nervioso. De repente siente que va a vomitar y sale de la casa. Dos policías están hablando frente a una furgoneta policial. Erik cruza la verja y camina por la acera en dirección a su coche. Se detiene y saca la pequeña caja con el papagayo y el indígena. Se queda de pie con ella en la mano y luego se acerca a una alcantarilla y vacía el contenido en su interior. Tiene la frente cubierta de un sudor frío. Se humedece los labios como si quisiera decir algo tras un largo silencio. Luego deja caer también la caja y oye el ruido que ésta hace cuando alcanza la superficie del agua.
Regresa al jardín y ve que Joona está de pie frente a la casa. Cruza la mirada con Erik y niega con la cabeza. Él entra. La agente del perro está de rodillas palmeando al labrador en el cuello y acariciándolo detrás de las orejas.
– ¿Han bajado al sótano? -pregunta Erik.
– Por supuesto-responde ella sin mirarlo.
– ¿Al cuarto interior?
– Sí.
– Quizá el olfato del perro no funcione debido a la ceniza.
– Rocky puede hallar un cadáver bajo el agua, a sesenta metros de profundidad -dice ella.
– ¿Y a las personas con vida?
– Si hubiera alguien aquí, Rocky lo habría encontrado.
– Pero aún no han mirado fuera -dice Joona, que ha entrado detrás de Erik.
– No sabía que debiéramos hacerlo -replica la agente del perro.
– Pues sí -contesta secamente Joona.
Ella se encoge de hombros y se incorpora.
– Ven -le dice al labrador con una voz oscura y turbia-. Ven. ¿Vamos a mirar fuera? ¿Vamos a mirar fuera?
Erik sale con ellos, baja la escalera y rodea la casa. El perro negro camina agitado entre la alta hierba, olfatea alrededor de un tonel de agua, donde se ha formado una película de hielo opaco en la superficie, y busca cerca de los viejos árboles frutales. El cielo está oscuro y cubierto. Erik ve que el vecino ha encendido unas coloridas guirnaldas de luces en un árbol. El aire es frío. Los policías se han metido en la furgoneta. Joona se mantiene constantemente cerca de la mujer y del perro, y señala cada tanto en alguna dirección. Erik los sigue hacia la parte trasera de la casa. De repente, reconoce un montículo en la zona más alejada del jardín: la fotografía fue tomada allí. La imagen que Aida le envió a Benjamín antes de que él desapareciera. Erik respira pesadamente. El perro olfatea en torno a un montón de abono y continúa hacia el montículo. Olfatea en los alrededores, jadea y da una vuelta sobre sí mismo. Olisquea entre los arbustos bajos y el lado trasero de la valla color castaño. Regresa, rodea un cesto para las hojas secas y llega hasta un jardín de hierbas. Pequeñas varillas con bolsas de semillas colgadas indican lo que se ha sembrado en cada hilera. El labrador negro gime intranquilo y luego se tumba en medio del pequeño labrantío, sobre la tierra húmeda y mullida. El cuerpo del perro se sacude de excitación mientras la agente lo elogia con rostro apenado. Joona da media vuelta con brusquedad y se acerca corriendo y gritándole algo a Erik, se coloca delante de él y no lo deja seguir hacia el sembrado. Él no entiende lo que dice, qué intenta hacer, pero Joona lo arrastra consigo lejos del lugar y lo hace salir del jardín.
– Tengo que saberlo -dice Erik con voz temblorosa.
Joona asiente y dice en voz baja:
– El perro ha indicado que hay un cadáver bajo tierra.
Erik se derrumba en la acera contra un armario de contadores. Los pies, las piernas, todo su cuerpo parece haber desaparecido. Ve a los policías abandonar la furgoneta con sendas palas y cierra los ojos.
Erik Maria Bark está solo en el coche de Joona Linna, mirando a través de la ventanilla en dirección a Tennisvägen. Las copas negras de los árboles atrapan la luz de las farolas que cuelgan en las calles. Las ramas oscuras y enmarañadas se recortan contra el oscuro cielo invernal. Tiene la boca seca y le duele la cabeza. Murmura algo para sus adentros y luego sale del coche. Sortea de una zancada el precinto policial que acordona la zona y rodea la casa caminando sobre la hierba alta y helada. Joona está de pie observando a los hombres uniformados con sus palas, que trabajan en un controlado silencio, casi con movimientos mecánicos. Han cavado en todo el pequeño labrantío, que ahora es sólo un gran agujero rectangular. Sobre un gran trozo de plástico hay ropa hecha jirones y pedazos de huesos. El ruido de las palas continúa, el metal golpea contra la piedra. El movimiento de las palas se detiene de repente y los policías enderezan la espalda. Erik se acerca lentamente, con pasos renuentes y pesados. Ve que Joona se vuelve y le sonríe con expresión cansada.
– ¿Qué ocurre? -murmura Erik.
Joona va a su encuentro, busca su mirada y dice:
– No es Benjamín.
– ¿Quiénes?
– El cuerpo lleva ahí desde hace al menos diez años.
– ¿Un niño?
– Quizá de unos cinco años -responde Joona notando un escalofrío que le recorre la espalda.
– Entonces, al parecer Lydia sí tenía un hijo -dice Erik con voz apagada.