Martes 8 de diciembre, por la mañana
El comisario de la policía judicial Joona Linna pide una tostada grande de parmesano, bresaola y tomates secos en Il Caffè, el pequeño establecimiento donde sirven desayunos de la calle Bergsgatan. Es primera hora de la mañana y la cafetería acaba de abrir: a la chica que toma nota de su pedido aún no le ha dado tiempo de sacar los panes de las bolsas.
Tras inspeccionar el día anterior a última hora de la noche las escenas del crimen en Tumba, visitar a la víctima superviviente en el hospital Karolinska de Solna y hablar de madrugada con los dos médicos, Daniella Richards y Erik Maria Bark, Joona se fue a casa, a su piso de Fredhäll, donde durmió tres horas.
Mientras espera su desayuno, mira hacia el Palacio de Justicia a través del cristal empañado de la ventana y piensa en el pasadizo subterráneo que se extiende bajo el parque entre dicho edificio y la comisaría de policía. Le devuelven su tarjeta de crédito, coge prestado un bolígrafo enorme que hay sobre el mostrador de cristal, firma el recibo y sale del café.
El aguanieve cae profusamente del cielo mientras se apresura calle Bergsgatan arriba con su tostada caliente en una mano y la bolsa de deporte con el palo de bandy en la otra.
«Esta noche nos enfrentamos a los de investigación… Pobres de nosotros -piensa Joona-. Nos van a dar una paliza, tal y como han prometido.»
El equipo de bandy de la policía judicial pierde habitualmente contra la policía de Seguridad Ciudadana, la policía de tráfico, la policía marítima, las fuerzas de operaciones especiales, la policía antidisturbios y el servicio secreto. Pero eso les proporciona un motivo válido para quedar y consolarse luego en el pub.
«A los únicos a los que hemos ganado son los viejos del laboratorio», piensa Joona.
Mientras camina a lo largo de la fachada de la comisaría, por delante de la entrada principal, no tiene ni idea de que ese martes ni jugará al bandy ni irá al pub. Observa que alguien ha dibujado una esvástica en el cartel que señala la sala de vistas de los juzgados. Continúa a grandes pasos hacia la prisión de Kronoberg y ve que la alta valla se cierra sin hacer ruido detrás de un coche. Los copos de nieve se derriten en el gran cristal de la garita de vigilancia. Joona pasa frente a la piscina cubierta de la policía y cruza el césped hacia el muro del enorme complejo. Bajo el agua, la fachada parece hecha de cobre oscuro, bruñido, se dice. No hay bicicletas en la larga estructura pensada para estacionarlas junto a la sala de vistas, las banderas cuelgan mojadas a lo largo de ambas astas. Joona pasa medio corriendo entre dos bolardos de metal y, bajo el alto techo de cristal escarchado, golpea con los pies en el suelo para sacudirse el agua de los zapatos. Luego accede a través de las puertas de entrada de la Dirección General de Policía.
En Suecia, el Ministerio de Justicia es responsable de la estructura policial, pero carece de competencias para decidir cómo aplicar la ley. La autoridad administrativa central es la Dirección General de Policía. De ella dependen la Dirección General de Policía, la Dirección Nacional de Policía Judicial, el servicio secreto, la Escuela Superior de Policía y el Laboratorio Nacional de la Policía Científica.
La Dirección Nacional de Policía Judicial es el único cuerpo operativo central de Suecia con competencias para luchar contra la delincuencia más grave a nivel nacional e internacional. Joona Linna trabaja allí como comisario desde hace nueve años.
Joona recorre su pasillo, se quita el gorro junto al tablón de anuncios, pasea la mirada por los carteles sobre yoga, el de alguien que quiere vender una autocaravana, información del sindicato OFR/P y los cambios de horario del club de tiro.
El suelo, que se fregó el viernes anterior, está ya muy sucio. La puerta de Benny Rubin está entreabierta. El hombre, de unos sesenta años, bigote canoso y piel arrugada, destrozada de tomar el sol, formó parte del grupo Palme [1] durante algunos años, pero ahora se dedica al trabajo relacionado con la central de comunicaciones y la transición al nuevo sistema de radio, llamado Rakel. Está sentado ante el ordenador con un cigarrillo en la oreja, y escribe con una lentitud pasmosa.
– Tengo ojos en el cogote -dice de repente.
– Quizá eso explique por qué escribes tan mal -bromea Joona.
Se da cuenta de que el último hallazgo de Benny es un póster publicitario de la compañía aérea SAS: una mujer joven, un tanto exótica, de pie con un biquini minúsculo, que bebe un cóctel de frutas con una pajita. Benny se tomó como una provocación la prohibición de colgar calendarios con chicas ligeras de ropa, hasta tal punto que la mayoría pensó que presentaría su dimisión. En lugar de eso, sin embargo, lleva muchos años dedicado a una protesta silenciosa y obstinada. El primero de cada mes cambia la decoración de la pared. Nadie ha dicho que estén prohibidos los anuncios de compañías aéreas, imágenes de patinadoras sobre hielo con las piernas muy abiertas, posturas de yoga o anuncios de ropa interior de H &M. Joona recuerda un póster de la velocista Gail Devers con unos shorts ajustados, así como una atrevida litografía del artista Egon Schiele que representaba a una mujer pelirroja con un par de pololos sentada con las piernas abiertas.
Joona se detiene para saludar a su asistente y compañera Anja Larsson. Está sentada ante el ordenador con la boca medio abierta y su cara redonda muestra una expresión tan concentrada que opta por no molestarla. En lugar de eso, continúa hasta su despacho, cuelga el abrigo mojado tras la puerta, enciende la estrella de Navidad que cuelga de la ventana y repasa rápidamente su bandeja: un memorándum sobre el entorno laboral, una propuesta sobre bombillas de bajo consumo, una solicitud de la fiscalía y una invitación personal al bufet navideño del Skansen. [2]
Luego sale de su despacho, entra en la sala de reuniones, se sienta en su sitio habitual, abre el paquete con la tostada y empieza a comer.
En la gran pizarra blanca que cuelga de la larga pared de la sala puede leerse: «Vestimenta, equipamiento de protección corporal, armas, gas lacrimógeno, equipos de comunicación, vehículos, otros recursos técnicos, canales, señales de radio, opciones de vigilancia, silencio radiofónico, códigos, pruebas de conexión.»
Petter Näslund se detiene en el pasillo, sonríe complacido y se apoya contra el marco de la puerta, dando la espalda a la sala de reuniones. Petter es un hombre musculoso y calvo de unos treinta y cinco años, comisario con funciones especiales, lo que lo convierte en el superior más directo de Joona. Lleva varios años flirteando con Magdalena Ronander sin percatarse de sus miradas molestas y sus constantes intentos de pasar a un tono más profesional. Magdalena es inspectora en el Departamento de Investigación desde hace cuatro años, y tiene como objetivo finalizar sus estudios de derecho antes de cumplir los treinta.
Petter baja la voz y le pregunta a Magdalena qué arma reglamentaria prefiere utilizar ella, y con qué frecuencia cambia de pistola porque las estrías se le han desgastado. Como si no se diera cuenta del doble sentido, ella le explica que lleva un cálculo meticuloso de los disparos realizados.
– Pero te gustan bien grandes, ¿no? -dice Petter.
– No, yo uso una Glock 17 -contesta ella-, porque acepta muchas de las municiones de nueve milímetros reglamentarias.
– ¿No usas checas?…
– Sí, aunque… mejor la m39B -dice ella.
Los dos entran en la sala de reuniones, se sientan en sus sitios y saludan a Joona.
– Además, la Glock tiene la salida de los gases de la pólvora a un lado del punto de mira -continúa ella-. El retroceso se reduce un montón y así puedes realizar el siguiente disparo con mayor rapidez.
– ¿Qué opina el Mumin? [3] -pregunta Petter.
Joona sonríe levemente y sus ojos gris claro se vuelven traslúcidos como el hielo cuando contesta con su cantarín acento finlandés:
– Que no tiene ninguna importancia; son cosas totalmente diferentes las que resultan decisivas.
– Entonces no necesitas saber disparar -se ríe Petter.
– Joona es un buen tirador -dice Magdalena Ronander.
– Él es bueno en todo -suspira Petter.
Magdalena lo ignora y se vuelve hacia Joona.
– La mayor ventaja de la Glock compensada es que los gases de la pólvora no se ven salir del cañón cuando está oscuro.
– Efectivamente -asiente Joona en voz baja.
Ella parece estar contenta mientras abre su cartera de piel negra y empieza a hojear sus papeles. Benny entra, se sienta, mira a todos los presentes, golpea con fuerza el tablero de la mesa con la palma de la mano y luego sonríe ampliamente cuando Magdalena Ronander le lanza una mirada irritada.
– He cogido el caso de Tumba -dice Joona.
– ¿Qué caso? -pregunta Petter.
– El de una familia entera que ha sido asesinada a cuchilladas.
– No tiene nada que ver con nosotros -replica Petter.
– Creo que podría tratarse de un asesino en serie, o al menos…
– Venga ya -lo interrumpe Benny, mira a Joona a los ojos y vuelve a golpear la mesa con la palma de la mano.
– Ha sido sólo un ajuste de cuentas -continúa Petter-. Préstamos, deudas, juego… El hombre era conocido en el hipódromo de Solvalla.
– Un ludópata -confirma Benny.
– Le habían prestado dinero en círculos delictivos locales y tuvo que pagar por ello -concluye Petter.
Se hace el silencio. Joona bebe un poco de agua, coge algunas migas de la tostada y se las lleva a la boca.
– Tengo un presentimiento acerca de este caso -dice luego a media voz.
– Entonces pide el traslado. -Sonríe Petter-. Esto no es para la judicial.
– Yo creo que sí.
– Tendrás que trasladarte a Seguridad Ciudadana de Tumba si quieres el caso -dice Petter.
– Pienso investigar esos asesinatos -insiste Joona, obstinado.
– Soy yo el que decide esas cosas -replica Petter.
Yngve Svensson entra entonces y se sienta. Lleva el pelo engominado y peinado hacia atrás, luce unas grandes ojeras de color azulado, barba rojiza de dos días y, como de costumbre, viste un traje negro arrugado.
– Yngwie -dice Benny con satisfacción.
Yngve Svensson es uno de los principales expertos en crimen organizado del país, es responsable de la sección de análisis y pertenece a la unidad internacional de cooperación policial.
– Yngve, ¿qué opinas tú de lo de Tumba? -pregunta Petter-. Lo acabas de ver, ¿verdad?
– Sí, y parece ser algo local. El cobrador va a la casa. El padre debería haber estado allí a esas horas, pero resulta que está haciendo una sustitución como arbitro en un partido de fútbol. El cobrador probablemente se ha metido speed y Rohypnol, está desequilibrado, nervioso, y algo lo provoca. Entonces ataca a la familia con un cuchillo de caza para que le digan donde está el hombre; seguramente le cuentan la verdad, pero se le cruzan los cables y los mata a todos antes de marcharse al polideportivo.
Petter sonríe con desdén, bebe un par de tragos largos de agua, eructa tapándose la boca con la mano, mira a Joona y pregunta:
– ¿Qué dices a esa explicación?
– Que sería buena si no estuviera totalmente equivocada -contesta él.
– ¿Qué es lo que está equivocado? -inquiere Yngve.
– El asesino mató primero al hombre en el campo de fútbol -contesta Joona tranquilamente-. Luego fue a la casa y mató a los demás.
– Entonces, difícilmente podría ser un ajuste de cuentas -interviene Magdalena Ronander.
– Ya veremos qué dice la autopsia -masculla Yngve.
– Dirá que tengo razón -replica Joona.
– Idiota -le espeta Yngve, y se mete un par de pastillas de tabaco bajo la lengua.
– Joona, no voy a darte este caso -dice Petter.
– Lo comprendo -suspira él, y se levanta de la mesa.
– ¿Adonde vas? Estamos en una reunión -dice Petter.
– Tengo que hablar con Carlos.
– No sobre esto.
– Sí -contesta Joona, y sale de la habitación.
– Quédate -lo llama Petter-. De lo contrario tendré que…
Joona no oye con qué lo amenaza, tan sólo cierra la puerta tranquilamente tras de sí, continúa por el pasillo y saluda a Anja, que lo mira con gesto inquisitivo por encima de la pantalla del ordenador.
– ¿No estabas reunido? -preguntó ella.
– Sí -contesta él, y continúa hasta el ascensor.
En la quinta planta están la sala de juntas de la Dirección General de Policía y la secretaría, y allí se encuentra también Carlos Eliasson, jefe de la Dirección Nacional de Policía Judicial. La puerta está entreabierta, pero como de costumbre está más cerrada que abierta.
– Pasa, pasa -dice Carlos.
Cuando Joona entra, el rostro de Carlos muestra una expresión tanto de preocupación como de alegría.
– Iba a dar de comer a mis chiquitines -dice, y da unos golpecitos en el borde del acuario.
Mira sonriente los peces que nadan hacia la superficie y luego espolvorea un poco de comida sobre el agua.
– Ahí tienes un poquito -murmura.
Carlos señala la comida al pez más pequeño, Nikita, y luego se vuelve y dice amablemente:
– El Departamento de Homicidios ha preguntado si podías echar un vistazo al asesinato de Dalarna.
– Eso pueden resolverlo ellos solos -dice Joona.
– Pues ellos no parecen pensar lo mismo: Tommy Kofoed ha estado aquí para intentarlo…
– No tengo tiempo -lo interrumpe Joona.
Se sienta enfrente de Carlos. El despacho huele bien, a cuero y madera. El sol entra jugueteando a través del acuario.
– Quiero encargarme del caso de Tumba -dice Joona sin rodeos.
Una expresión preocupada domina por un instante el rostro arrugado y cálido de Carlos.
– Petter Näslund me ha llamado hace un segundo; tiene razón, esto no es asunto de la policía judicial -dice con precaución.
– Yo creo que sí -se empeña Joona.
– Sólo si el ajuste de cuentas tiene relación con el crimen organizado, Joona.
– No ha sido un ajuste de cuentas.
– ¿No?
– El asesino atacó primero al padre -afirma Joona-. A continuación fue a la casa para seguir con la familia.
Quería matarlos a todos. Encontrará a la hija mayor y encontrará también al chico, si es que sobrevive.
Carlos dirige una rápida mirada a su acuario, como si tuviera miedo de que los peces hayan podido oír algo desagradable.
– Ah -dice, escéptico-. ¿Cómo lo sabes?
– Porque las pisadas sobre la sangre eran más cortas en la casa.
– ¿Qué quieres decir?
Joona se inclina hacia adelante.
– Había huellas de pisadas por todos los lados -dice-, no las medí, pero tuve la sensación de que los pasos del vestuario eran…, bueno, más ágiles, y los de la casa, más cansados.
– Ya estamos… -dice Carlos, agotado-. Ya la estás liando otra vez.
– Pero tengo razón -contesta Joona.
Carlos niega con la cabeza.
– No creo que la tengas esta vez.
– Sí que la tengo.
Carlos se vuelve de nuevo hacia los peces.
– Este Joona Linna es la persona más testaruda que he conocido nunca -dice.
– ¿Por qué debo echarme atrás cuando sé que tengo razón?
– No puedo pasar por encima de Petter y asignarte el caso sobre la base de un presentimiento -explica Carlos.
– Sí puedes.
– Todos creen que se trata de un ajuste de cuentas por deudas de juego.
– ¿Tú también? -pregunta Joona.
– La verdad es que sí.
– Las huellas eran más ágiles en el vestuario porque el asesino mató primero al hombre -insiste Joona.
– No te rindes nunca, ¿verdad?
Joona se encoge de hombros y sonríe.
– Es mejor que llame directamente al instituto forense -masculla Carlos, y coge el teléfono.
– Dirán que tengo razón -replica el comisario con la mirada baja.
Joona Linna es consciente de que es una persona testaruda, y sabe que necesita de su testarudez para avanzar. Quizá todo empezó con el padre de Joona, Yrjö Linna, que era patrullero en el distrito policial de Märsta. En una ocasión se encontraba en el camino antiguo de Uppsala, al norte del hospital Löwenströmska, cuando la central recibió un aviso y lo mandaron a la calle Hammarbyvägen, en Upplands Väsby. Al parecer, un vecino había llamado a la policía para denunciar que estaban pegando otra vez a los hijos de Olsson. Suecia había sido el primer país del mundo en prohibir el castigo físico a los niños, en el año 1979, y la policía había recibido instrucciones de que se tomaran en serio la nueva ley. Yrjö Linna entró en el patio del bloque de pisos con el coche y estacionó delante del portal. Esperó a su compañero, Jonny Andersen, pero al ver que no aparecía lo llamó pasados unos minutos. Resultó que Jonny estaba en la cola del puesto de salchichas De Mamá, y le dijo que, en su opinión, un hombre debía mostrar a veces quién mandaba en casa. Yrjö Linna era un tipo callado. Sabía que el reglamento exigía que acudieran dos agentes a las intervenciones de ese tipo, pero no insistió; no dijo nada pese a ser consciente de que tenía derecho a solicitar refuerzos. No quería dar la lata, no quería parecer cobarde y no podía esperar, así que subió la escalera hasta el tercer piso y llamó a la puerta. Le abrió una niña de ojos asustados. Él le pidió que se quedara en el rellano, pero ella negó con la cabeza y corrió hacia el interior del piso. El policía la siguió, entró en el salón y vio que la pequeña golpeaba la puerta del balcón. Yrjö descubrió entonces que fuera había un niñito que sólo llevaba puesto un pañal; aparentaba dos años. Se apresuró a cruzar la habitación para socorrer al pequeño, pero se percató demasiado tarde de la presencia del borracho. Estaba tranquilamente sentado en el sofá, tras la puerta, con la cara vuelta hacia el balcón. Yrjö tenía que usar las dos manos para quitar el pestillo y girar el picaporte, pero se detuvo al oír el clic de la escopeta de postas. Treinta y seis perdigones de plomo le atravesaron la columna vertebral y lo mataron casi instantáneamente.
Joona, que por aquel entonces tenía once años, se trasladó con Ritva, su madre, de la luminosa casa en Märsta Centrum al piso de dos dormitorios de su tía materna en Fredhäll, en Estocolmo. Tras terminar la escuela primaria y pasar tres años en el instituto de bachillerato de Kungsholmen, solicitó el ingreso en la Escuela Superior de Policía. Todavía piensa con frecuencia en su grupo de amigos, en los paseos por las grandes extensiones de hierba, la tranquilidad previa al período de prácticas y los primeros años tras licenciarse como policía. Durante todos estos años, a Joona Linna le han caído sus buenas dosis de trabajo de oficina; ha colaborado en los planes de igualdad y trabajo sindical; ha hecho de guardia de tráfico en el maratón de Estocolmo y en cientos de accidentes; se ha sentido avergonzado cuando los gamberros se han metido con sus colegas femeninas cantando a voz en grito en los vagones del metro: «Mujer policía, ¿qué haces con esa porra? ¡Para adentro y para afuera!»; ha encontrado heroinómanos muertos con heridas necrosadas; ha mantenido conversaciones con numerosos rateros; ha ayudado al personal de las ambulancias con borrachos que vomitaban; ha hablado con prostitutas temblorosas por el síndrome de abstinencia, enfermas de sida, asustadas; ha visto a cientos de hombres que habían maltratado a sus esposas y a sus hijos, siempre con el mismo patrón, borrachos pero con control, con la radio a todo volumen y las persianas bajadas; ha parado a conductores por exceso de velocidad y a otros que iban bebidos; se ha incautado de armas, drogas y alcohol de fabricación casera. Una vez, cuando estaba de baja por un pinzamiento vertebral y había salido a dar un paseo para no entumecerse, vio que un cabeza rapada agarraba del pecho a una mujer musulmana en el exterior de la escuela de Klastorp. A pesar del dolor de espalda, corrió tras el neo-nazi a lo largo de la orilla del lago, a través de todo el parque, pasó de largo Smedsudden, subió por el puente Västerbron, cruzó el lago y la isla de Längholmen hasta la de Södermalm y lo atrapó en los semáforos de la calle Högalidsgatan.
Sin un verdadero deseo de hacer carrera, Joona Linna ha ascendido en el escalafón. Le gustan las misiones cualificadas y nunca se rinde. Lleva en su distintivo de rango una corona y dos galones de hojas de roble, pero le falta el cordón cuadrado por servicios especiales. Sencillamente no le interesa la jefatura y se niega a ingresar en el Departamento Nacional de Homicidios.
En esta mañana de diciembre, Joona sigue aún sentado en el despacho del jefe de la policía judicial. Aún no siente el cansancio tras la larga noche en Tumba y el hospital Karolinska mientras escucha hablar a Carlos Eliasson con el director adjunto del instituto forense de Estocolmo, el profesor Nils Ahlén, más conocido como Nálen.
– No, sólo necesito saber cuál es la primera escena del crimen -dice Carlos, y luego escucha durante un rato-. Lo comprendo, lo comprendo…, pero por el momento, ¿cuál es tu impresión?
Joona se reclina en el respaldo del asiento, se rasca la cabeza -lleva el pelo rubio revuelto-, y observa cómo el jefe de la judicial enrojece cada vez más. Carlos escucha la voz monótona de Nálen y, en lugar de responder, sólo asiente y luego cuelga sin despedirse.
– Ellos…, ellos…
– Ellos han constatado que mataron primero al padre -Joona termina la frase por él.
Carlos asiente.
– ¿Qué te había dicho? -dice Joona, sonriente.
Carlos baja la mirada y carraspea.
– Vale, a partir de ahora estás al mando de la investigación -dice-. El caso de Tumba es tuyo.
– Un momento… -contesta Joona, serio.
– ¿Cómo que un momento?
– Primero quiero oír una cosa. ¿Quién es el que tenía razón? ¿Tú o yo?
– ¡Tú! -grita Carlos-. Por Dios, Joona, ¿qué te pasa? ¡Tenías razón como siempre!
Joona se cubre la boca con la mano para que su jefe no vea que está sonriendo, y se levanta.
– Ahora tengo que interrogar a mi testigo antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Vas a interrogar al chico? -pregunta Carlos.
– Sí.
– ¿Has hablado con el fiscal?
– No tengo intención de transferirles las diligencias mientras no tenga un sospechoso -dice Joona.
– No, no quería decir eso -contesta Carlos-. Tan sólo es que creo que es buena idea que el fiscal tome parte si vas a hablar con un chico que se encuentra en un estado tan grave.
– Vale, lo que dices es sensato, como siempre. Llamaré a Jens -conviene Joona, y se marcha.