Capítulo 7

Martes 8 de diciembre, por la mañana

Dos figuras descompuestas sujetan un feto gris contra sí. El artista Sim Shulman ha mezclado ocre, hematita, óxido de magnesio y carboncillo con grasa animal, y luego ha extendido la mezcla sobre unas grandes losas de piedra. Sus trazos son suaves y amorosos. En lugar de pinceles, Shulman ha utilizado un palo con la punta carbonizada. Ha tomado prestada la técnica de la cultura magdaleniense francesa y española de hace aproximadamente quince mil años, cuando alcanzaron su apogeo las fantásticas pinturas en cuevas de búfalos a la carrera, venados juguetones y pájaros bailarines.

En lugar de animales, Sim Shulman ha pintado personas: cálidas, que flotan, que se superponen casi por casualidad. Cuando Simone vio su trabajo por primera vez le ofreció inmediatamente una exposición individual en su galería.

El pelo espeso, negro, de Shulman suele estar recogido en una coleta. Sus rasgos oscuros, muy marcados, dan testimonio de su origen suecoiraquí. Creció en Tensta, donde Anita, su madre, que lo crió sola, trabajaba como dependienta en el supermercado Ica.

Cuando tenía doce años, Sim Shulman era miembro de una banda de delincuentes juveniles que practicaba deportes de lucha y robaba dinero y cigarrillos a otros chicos. Una mañana lo encontraron en el asiento trasero de un coche aparcado. Había esnifado pegamento y estaba inconsciente, su temperatura corporal había descendido, y cuando la ambulancia llegó por fin a Tensta, su corazón había dejado de latir.

Sim sobrevivió y participó en un programa de rehabilitación para jóvenes. Tenían que finalizar la primaria y al mismo tiempo aprender un oficio. Él había dicho en alguna ocasión que quería ser artista sin saber en realidad lo que significaba eso, y por aquel entonces los servicios sociales iniciaron una colaboración con la Escuela de Cultura y el artista sueco Keve Lindberg. Sim Shulman le ha contado a Simone lo que sintió cuando entró por primera vez en el estudio de Keve Lindberg. La sala grande, luminosa, olía a trementina y a pintura al óleo. Caminó entre lienzos gigantescos de caras chillonas, boquiabiertas. Poco más de un año después fue admitido en la Academia de Bellas Artes como el alumno más joven hasta la fecha, con sólo dieciséis años.

– Deberíamos poner los cuadros de piedra bastante bajos -le dice Simone a Ylva, su asistente en la galería-. El fotógrafo podría iluminarlos indirectamente. Quedará bonito en el catálogo. Podríamos ponerlos en el suelo directamente, apoyarlos contra la pared y dirigir la luz desde…

– Huy, ahí viene el guaperas otra vez -la interrumpe Ylva.

Simone se vuelve y ve que un hombre sacude la puerta. Lo reconoce al momento. Un artista llamado Norén, que opina que la galería debería hacer una exposición individual con sus acuarelas. Llama golpeando el cristal y grita algo con irritación antes de recordar que la puerta se abre hacia adentro.

El hombre bajo, robusto, entra, mira a su alrededor y luego avanza hasta ellas. Ylva se aleja, dice algo sobre el teléfono y luego desaparece en el despacho.

– Parece ser que a la señora le han entrado ganas de ir al baño -sonríe burlonamente-. ¿No hay ningún hombre aquí con el que se pueda hablar?

– ¿De qué se trata? -pregunta Simone secamente.

El tipo hace un gesto con la cabeza en dirección a una de las imágenes de Shulman.

– Eso es arte, ¿no?

– Sí -contesta Simone.

– Mujeres finas -dice con desprecio-. Nunca una polla es lo suficientemente grande para vosotras, ¿eh? ¿No se trata de eso?

– Quiero que se marche -dice Simone.

– Tú a mí no me dices lo que…

– He dicho que se largue -le interrumpe ella.

– Joder -refunfuña el tipo; sale de la galería, se vuelve una vez pasada la puerta, grita algo y se agarra la entrepierna.

La asistente sale silenciosamente del despacho, sonriendo ligeramente.

– Perdona que me haya ido de esa forma, pero es que me asusté mucho la última vez que estuvo aquí -se disculpa.

– Una debería tener el aspecto de Shulman, ¿verdad? -Simone sonríe y señala un retrato grande del autor en el que posa con un traje negro de ninja y una espada levantada sobre la cabeza.

Ambas se ríen y deciden que comprarán un par de trajes como ése cuando el teléfono empieza a zumbar en el bolso de Simone.

– Galería Simone Bark -dice ella.

– Soy Siv Sturesson, de la secretaría del colegio -dice una mujer de edad al otro lado.

– Ah -responde Simone, dubitativa-. Hola.

– Llamo para saber qué tal está Benjamin.

– ¿Benjamin?

– Hoy no ha venido al colegio -explica la mujer-, y no ha dado aviso de estar enfermo. Siempre nos ponemos en contacto con los padres en estos casos.

– Verá… -dice Simone-, telefonearé a casa para preguntar. Tanto Benjamin como mi marido estaban aún allí cuando yo me marché. La llamaré de nuevo más tarde.

Corta la comunicación e inmediatamente marca el número de casa. No es propio de Benjamin quedarse dormido o pasar de las normas. Tanto ella como Erik se han preocupado de que su hijo sea incluso demasiado formal.

En casa nadie responde al teléfono. Erik debería tener la mañana libre para dormir hoy. Una nueva angustia la atenaza antes de pensar que probablemente esté tumbado en la cama, roncando con la boca abierta, anestesiado por sus somníferos, mientras su hijo está escuchando música a todo volumen. Lo prueba con el teléfono de Benjamín. Nadie contesta. Deja un breve mensaje y luego lo intenta con el móvil de Erik, pero, por supuesto, está desconectado.

– Ylva -grita-, tengo que ir a casa un momento, volveré en seguida.

Su ayudante, con una gruesa carpeta en las manos, levanta la mirada desde el despacho, sonríe y grita a su vez:

– Un beso.

Pero Simone está demasiado nerviosa como para devolverle el sarcasmo. Coge su bolso, se echa el abrigo sobre los hombros y echa a andar a la carrera en dirección al metro.

Hay un silencio especial ante las puertas de los hogares vacíos. Cuando Simone introduce la llave en la cerradura ya sabe que no hay nadie en casa.

Los patines están olvidados en el suelo, pero la mochila, los zapatos y la chaqueta de Benjamín no están, lo mismo que la ropa de abrigo de Erik. En la habitación de su hijo está la bolsa del puma. Espera que eso signifique que Erik le ha dado a Benjamín su medicina.

Se sienta en la silla, se lleva las manos a la cara e intenta detener los pensamientos atemorizantes que la asaltan. Sin embargo, se imagina que Benjamín ha tenido una embolia a causa de la medicación, que Erik grita pidiendo ayuda, que en ese momento corre escaleras abajo con el chico en brazos.

Simone no puede evitar preocuparse. En su mente ve a menudo cómo Benjamín recibe un pelotazo en la cara durante el recreo, o cómo padece repentinamente una hemorragia interna en la cabeza: una perla negra en el cerebro que aumenta de tamaño y acaba por encharcarlo todo.

De pronto la embarga una sensación de vergüenza casi insoportable cuando piensa en cómo perdió la paciencia cuando Benjamin era pequeño porque el niño no quería caminar. Tenía dos años y aún gateaba. Por aquel entonces aún no sabían que era hemofílico y que las venas de las articulaciones se le rompían cuando se ponía de pie. Ella lo regañaba cuando lloraba. Le decía que parecía un bebé cuando gateaba. Benjamin intentaba caminar, incluso daba algunos pasos, pero el terrible dolor lo obligaba a agacharse de nuevo.

Después de que al chico le diagnosticaron la enfermedad de Von Willebrand, fue Erik quien se encargó de los cuidados de Benjamín, no ella. Era él quien, con cuidado, flexionaba repetidamente las articulaciones de su hijo tras la inmovilidad de la noche para reducir el riesgo de sufrir hemorragias internas. Era él quien le administraba complicadas inyecciones en las que la aguja no podía penetrar en el músculo bajo ningún concepto, sino que debían vaciarse cuidadosa y lentamente debajo de la piel. Era una técnica mucho más dolorosa que una inyección normal. Los primeros años, Benjamin se sentaba con la cara apretada contra el estómago de su padre y lloraba en silencio mientras la aguja le atravesaba la piel. En la actualidad seguía con lo que estuviera haciendo, sin mirar, sólo alargaba el brazo hacia Erik, que limpiaba, inyectaba y vendaba.

El preparado que ayudaba a que la sangre de Benjamin coagulara llevaba por nombre Haemate, y en opinión de Simone parecía el apelativo de la diosa griega de la venganza. Era una medicina desagradable e insatisfactoria que venía en formato de granulado liofilizado de color amarillo, un polvo que había que disolver, mezclar, atemperar y dosificar antes de poder administrarlo. El Haemate aumentaba poderosamente las probabilidades de embolia, y constantemente esperaban que apareciera algo mejor. Pero con el Haemate, una dosis alta de desmopresina y Cyklokapron en forma de nebulizador nasal que protegía de las hemorragias de las mucosas, Benjamin estaba relativamente a salvo.

Simone aún recuerda el día en que recibieron su tarjetita plastificada del servicio de urgencia de coagulación de Malmö, con la foto del cumpleaños de Benjamín. Su cara risueña de niño de cuatro años bajo el texto: «Tengo la enfermedad de Von Willebrand. Si me sucede algo, llama inmediatamente al servicio de urgencia de coagulación: 040 331 010.»

Simone mira alrededor en la habitación de Benjamín, piensa que fue un poco triste cuando quitó el póster de Harry Potter de la pared y metió casi todos sus juguetes en una caja del trastero. Cuando conoció a Aida le entró prisa por hacerse mayor.

Simone entonces se detiene y piensa que Benjamín quizá esté ahora con ella.

Su hijo tiene sólo catorce años; Aida, diecisiete. Él dice que son amigos pero está claro que es su novia. Simone se pregunta si se habrá atrevido a contarle siquiera que es hemofílico. ¿Sabe ella que el más mínimo golpe puede costarle la vida si no ha tomado debidamente su medicina?

Desde que Benjamín la conoció, lleva siempre el móvil colgado del cuello con una cinta negra de calaveras. Se mandan mensajes hasta muy tarde por las noches, y él lleva aún el teléfono colgado del cuello cuando lo despiertan por las mañanas.

Simone busca con cuidado entre los papeles y las revistas que hay sobre el escritorio de su hijo, abre un cajón, hace a un lado un libro sobre la segunda guerra mundial y encuentra una nota con un beso estampado con pintalabios negro y un número de teléfono. Se apresura hacia la cocina, marca el número, espera mientras suena la señal de llamada y tira a la basura una bayeta que huele mal cuando, de repente, alguien contesta al teléfono.

Una voz débil, ronca, y una respiración pesada.

– Hola -dice Simone-. Perdona si llamo en mal momento. Soy Simone Bark, la madre de Benjamín. Quería saber si…

Una voz de mujer murmura que no conoce a ningún Benjamín, que debe de haberse equivocado de número.

– Espere, por favor -dice entonces Simone, e intenta parecer tranquila-. Aida y mi hijo suelen ir juntos y me preguntaba si usted sabría dónde pueden estar porque necesito localizar a Benjamín.

– Ten… ten…

– No la oigo. Perdone, pero no entiendo lo que dice.

– Ten… sta.

– ¿Tensta? ¿Aida está en Tensta?

– Sí, el maldito… tatuaje.

A Simone le parece oír de fondo el ruido de una máquina de oxígeno funcionando lentamente, un sonido sibilante, regular.

– ¿Qué intenta decir? -pregunta, suplicante.

La mujer añade algo desdeñosamente y luego corta la comunicación. Simone se queda sentada mirando el teléfono, piensa en llamar de nuevo a la mujer cuando de repente se da cuenta de lo que ha dicho: algo sobre un tatuaje en Tensta. Llama inmediatamente al servicio de información y allí le dan la dirección de un estudio de tatuajes en Tensta Centrum. Un escalofrío recorre la espalda de Simone cuando piensa que a Benjamín lo han convencido para que se tatúe e imagina cómo la sangre empieza a manar sin poder coagular.

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