Martes 8 de diciembre, por la mañana
Erik Maria Bark acaba de llegar a casa tras su visita nocturna al hospital Karolinska, donde ha conocido al comisario de la policía judicial Joona Linna. A Erik le ha caído bien, pese a que ha intentado hacerle romper su promesa de que no volvería a practicar el hipnotismo. Quizá ha sido la sincera y abierta preocupación que el comisario ha mostrado por la hija mayor de la familia asesinada lo que ha hecho que le resultara tan simpático. Probablemente en ese momento alguien estuviera dando caza a la chica.
Erik entra en el dormitorio y observa a su esposa Simone, que está en la cama. Se siente muy cansado, las pastillas han empezado a hacer efecto, nota los ojos sensibles y pesados, el sueño está llegando. La luz se posa sobre Simone como una luna de cristal rayado. Ha pasado casi una noche entera desde que la dejó para examinar al chico herido. Simone ha ocupado toda la cama. Su cuerpo está pesado. El edredón está a los pies, el camisón se le ha subido hasta la cintura. Descansa relajada boca abajo. Tiene la piel erizada en brazos y hombros. Erik le echa cuidadosamente el edredón por encima. Ella dice algo con voz débil y se acurruca. Él se sienta, le acaricia el tobillo y ve que los dedos de los pies reaccionan, se mueven.
– Voy a darme una ducha -dice él, y se echa hacia atrás.
– ¿Cómo se llamaba el policía? -pregunta ella balbuceante.
Pero antes de que le dé tiempo a contestar, Erik se encuentra en el parque Observatorielunden. Está excavando en la arena del área de juegos y encuentra una piedra amarilla, redonda como un huevo, grande como una calabaza. Pasa las manos por encima de ella e intuye un relieve en el lateral, una hilera de dientes punzantes. Cuando da la vuelta a la pesada piedra ve que es el cráneo de un dinosaurio.
– Vete a la mierda -grita Simone.
Él da un respingo y se da cuenta de que se ha quedado dormido y ha empezado a soñar. Las fuertes tabletas han hecho efecto y se ha quedado dormido en mitad de la conversación. Intenta sonreír y busca la mirada fría de Simone.
– Sixan…, ¿qué pasa?
– ¿Ya estamos otra vez? -pregunta ella.
– ¿Qué?
– ¡Qué! -repite Simone, irritada-. ¿Quién es Daniella?
– ¿Daniella?
– Lo juraste, era una promesa, Erik-dice ella, alterada-. Yo confiaba en ti, fui tan tonta como para confiar…
– ¿De qué estás hablando? -la interrumpe él-. Daniella Richards es una compañera del Karolinska. ¿Qué pasa con ella?
– No me mientas.
– Esto es absurdo, la verdad. -Sonríe él.
– ¿Te resulta divertido? -pregunta ella-. A veces he pensado…, he creído incluso que podría olvidar lo que pasó.
Erik se duerme de nuevo unos segundos, aunque oye sus palabras.
– Quizá sea mejor que nos separemos -murmura Simone.
– No ha pasado nada entre Daniella y yo.
– No importa -dice ella, cansada.
– ¿No? ¿No importa? ¿Quieres separarte por algo que sucedió hace diez años?
– ¿«Algo»?…
– Estaba borracho y…
– No quiero oírlo, ya lo sé todo, yo… ¡Joder! No quiero interpretar ese papel. No soy una persona celosa, pero soy leal y exijo lealtad a cambio.
– No he vuelto a engañarte, y jamás voy a…
– ¿Y por qué no me lo demuestras? -lo interrumpe ella-. Es lo que necesito.
– Tienes que confiar en mí -dice.
– Ya -suspira ella, y sale de la habitación con una almohada y un edredón.
Él respira pesadamente, sabe que debería seguirla, no rendirse sin más, debería traerla de vuelta a la cama o tumbarse en el suelo junto al sofá cama del cuarto de invitados, pero el sueño es ahora mismo mucho más fuerte. Ya no tiene fuerzas suficientes para resistirse. Se hunde en la cama, siente la dopamina de las pastillas desplazarse por su cuerpo, el placentero relax que se extiende por su rostro, los dedos de los pies y las puntas de los dedos de las manos. El sueño pesado, químico, envuelve su conciencia como una nube harinosa.
Dos horas después, Erik abre los ojos lentamente y observa la pálida luz que presiona la cortina. De inmediato, las imágenes de la noche empiezan a desfilar frente a él: las acusaciones de Simone, el chico herido, su cuerpo iluminado y cubierto de cientos de cuchilladas negras, las profundas heridas en el cuello, la garganta y el torso.
Erik piensa en el comisario de la policía judicial, que parecía convencido de que el agresor había querido asesinar a la familia entera. Primero al padre, luego a la madre, el hijo y la hija.
El teléfono suena en la mesilla junto a él.
Erik se levanta, pero en lugar de contestar abre las cortinas y mira con los ojos entornados la fachada de enfrente. Aguarda un momento e intenta ordenar sus pensamientos. A la luz del sol de la mañana se ve claramente el polvo sobre los cristales de la ventana.
Simone ya se ha marchado a la galería de arte. Él no entiende su reacción, por qué ha hablado de Daniella. Se pregunta si no se tratará de otra cosa. Quizá de las pastillas. Es consciente de que se encuentra muy próximo a un estado de dependencia seria, pero tiene que dormir. Las noches de guardia pasadas en el hospital le han alterado el sueño. Sin las pastillas estaría acabado, piensa, y se estira para coger el despertador, le da un golpe sin querer y lo tira al suelo.
El teléfono deja de sonar, pero sólo permanece en silencio un momento antes de volver a empezar.
Sopesa ir a la habitación de Benjamín y echarse al lado de su hijo, despertarlo con cuidado, preguntarle si ha soñado algo.
Erik coge el teléfono de la mesilla de noche y contesta.
– Erik Maria Bark.
– Hola, soy Daniella Richards.
– ¿Aún estás en el hospital? Pero ¿qué hora es?
– Las ocho y cuarto. Empiezo a estar un poco cansada.
– Vete a casa.
– Al contrario -dice Daniella sosegadamente-. Tienes que volver. El comisario está de camino hacia aquí. Parece estar aún más convencido de que el asesino está buscando a la hija mayor. Insiste en que tiene que hablar con el chico.
Erik siente un peso repentino y oscuro en los ojos.
– No es una buena idea -dice-, teniendo en cuenta que…
– Pero ¿y la chica? -lo interrumpe ella-. Creo que voy a permitirle al comisario que interrogue a Josef.
– Si consideras que el paciente lo soportará… -dice Erik.
– ¿Soportarlo? No lo hará, es demasiado pronto, su estado es… Se enterará de lo que le ha pasado a su familia de repente, sin ninguna preparación previa… Podría sufrir un brote psicótico…
– La evaluación es cosa tuya -la interrumpe Erik.
– Por un lado, no quiero dar acceso a la policía, pero tampoco puedo quedarme sentada esperando si su hermana está en peligro.
– Pero es…
– Un asesino va detrás de esa chica -replica Daniella elevando la voz.
– Probablemente.
– Perdona, no sé por qué me altero tanto por esto -dice ella-. Tal vez sea porque aún no es demasiado tarde, porque aún hay algo que puede hacerse. Esto no sucede con frecuencia, pero esta vez podríamos salvar a la chica antes de que la…
– ¿Qué es lo que quieres? -la interrumpe Erik.
– Que vengas aquí y hagas lo que se te da bien.
– Puedo hablar con el chico de lo sucedido cuando se encuentre mejor.
– Ven a hipnotizarlo -dice ella con seriedad.
– No, eso no -contesta él.
– Es la única salida.
– No puedo.
– Pero no hay nadie tan bueno como tú.
– Ni siquiera tengo autorización para practicar el hipnotismo en el Karolinska.
– Eso lo arreglo yo antes de que llegues.
– Prometí no volver a hacerlo nunca más.
– ¿No puedes venir sin más?
Se hace el silencio durante un corto instante y luego Erik pregunta:
– ¿Está consciente?
– Pronto lo estará.
Él oye su propia respiración resonar en el teléfono.
– Si no hipnotizas al chico, dejaré pasar a la policía.
Y cuelga.
Erik se queda de pie con el auricular en su mano temblorosa. El peso en los ojos se desplaza hacia el cerebro. Abre un cajón de la mesilla de noche. La caja de madera con el papagayo no está ahí. Debe de haberla olvidado en el coche.
El sol inunda ya todo el apartamento cuando cruza las habitaciones para despertar a Benjamín.
El chico duerme con la boca abierta; tiene el rostro pálido y cansado, pese a toda una noche de sueño.
– ¿Benni?
Benjamin abre los ojos soñolientos y lo mira como si fuera un completo desconocido antes de dibujar una sonrisa que tiene el mismo aspecto desde que nació.
– Es martes. Hora de levantarse.
El chico se incorpora bostezando, se rasca la cabeza y luego mira el teléfono que lleva colgado del cuello. Es lo primero que hace todas las mañanas: comprueba si ha pasado por alto algún mensaje durante la noche. Erik saca la bolsa amarilla con un puma dibujado que contiene el preparado del factor de coagulación, desmopresina, desinfectante, jeringuillas esterilizadas, gasas, esparadrapo y calmantes.
– ¿Ahora o después del desayuno?
Benjamin se encoge de hombros.
– Da igual.
Erik humedece rápidamente el delgado brazo de su hijo, lo vuelve hacia la luz que entra por la ventana, nota la flacidez de los músculos, da unos golpecitos a la jeringuilla y clava cuidadosamente la aguja en la piel. Mientras la inyección se vacía lentamente de su contenido, Benjamin está sentado y teclea en su móvil con la mano libre.
– Mierda, casi no me queda batería -dice, y luego se tumba mientras Erik le presiona el brazo con una gasa para detener el sangrado.
Benjamin permanece así durante un rato hasta que su padre se la fija con esparadrapo en el brazo. Con precaución, flexiona las piernas del chico varias veces, luego mueve las delgadas articulaciones de la rodilla y finaliza masajeando los pies y los dedos.
– ¿Qué tal? -pregunta, mirando todo el tiempo la cara de su hijo.
Benjamin hace una mueca.
– Como siempre -dice.
– ¿Quieres un analgésico?
Él niega con la cabeza y Erik piensa de repente en el testigo inconsciente, el muchacho con las cuchilladas. Quizá el asesino esté buscando a su hermana mayor en ese mismo momento.
– Papá, ¿qué pasa? -pregunta Benjamin con cautela. Erik le devuelve la mirada y dice: -Te llevo al colegio si quieres. -¿Y eso por qué?
El tráfico de la hora punta ruge lentamente. Benjamin está sentado junto a su padre y se deja adormecer por el vaivén del coche. Bosteza ampliamente y nota que su cuerpo aún alberga un calor suave tras el sueño de la noche. Piensa que su padre tiene prisa, pero sin embargo se toma el tiempo para llevarlo al colegio. Benjamin sonríe para sus adentros. Siempre ha sido así, piensa. Cuando papá se las tiene que ver con cosas horribles en el hospital, se preocupa aún más de que me pueda pasar algo.
– Hemos olvidado los patines -dice Erik de repente.
– Es verdad.
– Daremos media vuelta -añade él.
– No, no hace falta, no importa -dice Benjamin.
Erik intenta cambiar de carril, pero un coche le impide incorporarse. Cuando se ve obligado a volver al suyo, casi choca con un camión de la basura.
– Nos da tiempo a volver y…
– Pasa de los patines, no me importa -dice Benjamin elevando la voz.
Erik lo mira de reojo, sorprendido.
– Creía que te gustaba patinar.
Su hijo no sabe qué contestar, detesta que lo interroguen, no quiere tener que mentir.
– ¿No? -pregunta Erik.
– ¿El qué?
– ¿No te gusta patinar?
– ¿Por qué iba a gustarme? -masculla él.
– Hemos comprado unos nuevos…
– ¿Y qué tiene de divertido? -lo interrumpe Benjamin, cansado.
– ¿Así no doy media vuelta para ira por ellos?
Benjamin suspira por toda respuesta.
– Los patines son un rollo -dice Erik-. El ajedrez y los videojuegos son un rollo. ¿Qué es divertido, en realidad?
– No lo sé -contesta el chico.
– ¿Nada?
– No.
– ¿Ver películas?
– A veces.
– ¿A veces? -Erik sonríe.
– Sí -contesta Benjamín.
– Tú, que eres capaz de ver tres o cuatro películas en una tarde -dice Erik divertido.
– ¿Y qué pasa con eso?
– No, nada -continúa su padre, sonriente-. ¿Qué va a pasar? Pero uno podría preguntarse cuántas películas verías al día si te gustara realmente el cine, si te encantara…
– Para ya.
– Quizá tendrías una pantalla doble o pondrías el avance rápido para que te diera tiempo a ver más.
Benjamín siente que no puede evitar sonreír cuando su padre se pone cariñoso con él.
De repente se oye una detonación amortiguada y en el cielo se ve una estrella azul claro con las puntas de color humo que descienden.
– Qué hora tan rara para lanzar fuegos artificiales -comenta Benjamín.
– ¿Qué? -pregunta su padre.
– Mira -dice el chico.
En el cielo hay una estrella de humo. Por algún motivo, Benjamín ve a Aida ante sí y el estómago le da un vuelco, siente un repentino calor. El viernes pasado estuvieron sentados en silencio, pegados, en el sofá del pequeño salón de Aida en Sundbyberg. Vieron la película Elephant mientras su hermano pequeño jugaba en el suelo con cartas de Pokemon y hablaba consigo mismo.
Cuando Erik aparca el coche en el exterior del patio del colegio, Benjamín descubre de repente a Aida. Está de pie al otro lado de la verja y lo está esperando. Cuando la chica lo ve, le hace señas con la mano. Benjamin coge su bolsa y se apresura a decir:
– Adiós, papá, gracias por traerme.
– Te quiero -dice Erik en voz baja.
Benjamin asiente con la cabeza y se aparta.
– ¿Vemos una película esta noche? -pregunta Erik.
– No lo sé -contesta él con la mirada baja.
– ¿Esa chica es Aida? -pregunta su padre.
– Sí -responde Benjamin casi sin voz.
– Me gustaría saludarla -dice entonces Erik, y sale del coche.
– Pero ¿por qué?
Ambos avanzan hacia ella. Benjamin apenas se atreve a mirarla, se siente como un crío. No quiere que ella piense que él quiere que su padre le dé su aprobación. A él no le importa lo que opine su padre. Aida parece nerviosa cuando se acercan. Mira alternativamente hacia él y hacia Erik. Antes de que a Benjamin le dé tiempo a pensar en alguna explicación, Erik alarga la mano y la saluda:
– Hola.
Aida le estrecha la mano, expectante. Benjamin se da cuenta de que su padre se sobresalta al ver su tatuaje: lleva una cruz gamada tatuada en el cuello, y al lado, una pequeña estrella de David. Lleva los ojos pintados de negro, el pelo recogido en dos trenzas infantiles y va vestida con una chaqueta de cuero negra y una falda ancha de tul negro.
– Soy Erik, el padre de Benjamin -dice él.
– Aida.
Su voz es clara y fina. Benjamin se ruboriza, la mira nervioso y luego mira al suelo.
– ¿Eres nazi? -pregunta Erik.
– ¿Y usted? -replica ella.
– No.
– Yo tampoco -dice ella, y lo mira a los ojos muy brevemente.
– ¿Por qué llevas una…?
– Por nada -lo interrumpe ella-. No soy nada, sólo soy…
Benjamin interviene, el corazón le late a toda velocidad por la vergüenza que le está haciendo pasar su padre.
– Estuvo en ciertos círculos hace algunos años -dice en voz alta-, pero llegó a la conclusión de que eran unos idiotas y…
– No tienes que darle explicaciones -lo interrumpe Aida, irritada.
Benjamín se queda mudo durante un breve instante.
– Yo…, yo creo que es muy valiente por asumir sus errores -dice a continuación.
– Sí -dice Erik-, pero yo interpreto que el hecho de no quitársela es seguir sin comprender…
– Para ya -grita Benjamin-. No sabes nada de ella…
– Aida se da media vuelta sin más y se aleja. Benjamin se apresura a ir tras ella.
– Perdona -dice, jadeante-. Mi padre es tan penoso…
– ¿Entonces no tiene razón? -inquiere la chica.
– No -dice Benjamin débilmente.
– Pues yo creo que quizá la tenga -dice ella, sonríe a medias y lo coge de la mano.