Lugar y Fecha14 de diciembre, por la noche
La habitación donde pernocta es fría y oscura. Erik se quita los zapatos de una sacudida y percibe un aroma a hierba húmeda cuando cuelga su ropa de abrigo. Tiritando, pone agua a hervir y prepara una taza de té. Se toma un par de tranquilizantes fuertes y se sienta frente a su escritorio. No hay otra luz encendida más que la lámpara de sobremesa. Mira hacia la negra oscuridad de la ventana, en cuyo cristal se adivina a sí mismo como una sombra junto al haz de luz. «¿Quién me odia?», piensa. «¿Quién me envidia? ¿Quién querría castigarme, quitarme todo lo que tengo, destruir mi vida? ¿Quién podría querer acabar conmigo?»
Luego se levanta del escritorio, enciende la luz del techo, y comienza a caminar arriba y abajo por el despacho. Se detiene, alarga un brazo sobre la mesa en busca del teléfono y vuelca sin querer un vaso de plástico lleno de agua. Un charco avanza lentamente hacia una publicación médica. Incapaz de pensar, marca el número del móvil de Simone, deja un corto mensaje diciendo que querría echar un nuevo vistazo al ordenador de Benjamín y luego se queda en silencio. No tiene fuerzas para añadir nada más.
– Disculpa -dice finalmente en voz baja, y arroja el teléfono sobre la mesa.
El ascensor hace un ruido sordo en el pasillo. Oye las puertas deslizarse y el ruido de alguien que pasa junto a su puerta empujando una chirriante cama de hospital.
Las píldoras empiezan a hacer efecto y Erik siente cómo la calma se extiende lentamente por todo su cuerpo, como un recuerdo, una oleada de tranquilidad que se expande en su interior. Como si cayera desde una gran altura, primero a través del aire fresco y claro, y luego en el agua rica en oxígeno.
– Vamos -se dice a sí mismo en voz alta.
«Alguien se ha llevado a Benjamín para vengarse de mí. Debe de haber una ventana hacia ello en algún lugar de mi mente», piensa.
– Te encontraré -susurra a continuación.
Erik observa las páginas mojadas de la publicación médica que está sobre su mesa. En una fotografía, la nueva jefa del instituto Karolinska se inclina hacia adelante sobre un escritorio. Su rostro se ve oscurecido por el agua. Al intentar coger el periódico, nota que se ha adherido al tablero de la mesa. La sección de clasificados de la última página se queda pegada allí, con parte del artículo sobre la Conferencia Mundial de la Salud. Erik se sienta en su silla y comienza a despegar los restos de papel con la uña del pulgar, pero se detiene en mitad del movimiento y mira la combinación de letras: E-V-A.
En su memoria emerge lentamente una ola, cargada de reflejos y facetas, y luego una imagen perfectamente clara de una mujer que se niega a devolver algo que ha robado. Sabe que se llama Eva. Su boca está tensa, tiene salpicaduras de espuma en los finos labios y le grita furiosa: «¡Eres tú el que coge cosas! ¡Coges y coges sin parar! ¿Qué diablos dirías si yo te las quitara a ti? ¿Cómo crees que te sentirías?» La mujer esconde luego el rostro entre las manos y dice que lo odia, lo repite una y otra vez, quizá cientos de veces antes de tranquilizarse. Tiene las mejillas pálidas, rojo el contorno de los ojos, mientras lo mira agotada, sin entender. Erik la recuerda, la recuerda a la perfección.
«Eva Blau», piensa. Supo que cometía un error en cuanto la aceptó como paciente, lo supo desde el principio.
Han pasado ya muchos años desde qué la hipnosis era una parte importante de sus terapias. Eva Blau. El nombre procede de otro tiempo, antes de que abandonara el hipnotismo, antes de que prometiera que nunca volvería a practicarlo.
Erik creía firmemente en el procedimiento. Había comprobado que si un paciente era inducido a un trance hipnótico delante de los demás, la sensación de ultraje que se generaba a raíz de los abusos sufridos no quedaba tan arraigada. Era más fácil de superar y también más fácil de sanar. La culpa se compartía, la identidad de víctima y verdugo se desintegraba. Los pacientes no se culpaban a sí mismos por lo ocurrido al encontrarse en una habitación donde todos los demás también habían pasado por lo mismo.
¿Por qué Eva Blau había sido paciente suya? Erik no puede recordar ahora cuál era su problema. A lo largo de los años conoció muchos destinos terribles. A él acudían personas con un pasado devastador, a menudo agresivas, siempre asustadas, compulsivas, paranoicas, frecuentemente con mutilaciones o algunos intentos de suicidio a sus espaldas. Muchas llegaban cuando ya sólo una delgada línea las separaba de un estado psicótico o esquizofrénico. Habían sido sistemáticamente maltratadas y torturadas, pasado por falsas ejecuciones, perdido a sus hijos, sufrido incesto, violaciones. Habían sido testigos de atrocidades u obligadas a participar en ellas.
«¿Qué era lo que había robado?», se pregunta Erik. La había denunciado por robo, pero ¿qué había robado?
Incapaz de asir el recuerdo, se levanta, da unos pasos, luego se detiene y parpadea. Ocurrió algo más, pero ¿qué? ¿Tuvo algo que ver con Benjamín? Sabe que en una oportunidad le explicó a Eva Blau que podía buscarle otro grupo de terapia, pero, ¿por qué no recuerda qué fue lo que sucedió? ¿Tal vez ella lo amenazó?
Lo único que puede evocar en su memoria es uno de sus primeros encuentros allí, en su despacho: Eva Blau se había afeitado la cabeza y se había aplicado un maquillaje de color intenso alrededor de los ojos. Sentada en el sofá, de repente se desabotonó la blusa y le mostró sus pálidos senos.
– Has estado en mi casa -dijo Erik.
– Y tú en la mía -replicó ella.
– Eva, tú me has contado cosas acerca de tu hogar -continuó él-, eso es algo muy distinto de entrar por la fuerza en una casa ajena.
– No entré por la fuerza.
– Rompiste una ventana.
– La piedra rompió la ventana -precisó ella.
Erik introduce la llave en la cerradura del armario de madera, abre la portezuela y comienza a buscar. Tiene que estar aquí, en algún lugar, se dice. Sabe que hay algo allí sobre Eva Blau.
Cuando por uno u otro motivo sus pacientes actúan de un modo distinto del esperado, cuando se salen de lo habitual, suele conservar el material relacionado con su caso en el armario. Puede tratarse de comentarios, de alguna observación o tal vez de un objeto olvidado. Retira montones de documentos, blocs de notas, papeles y recibos con anotaciones. Fotografías desvaídas en una carpeta de plástico, un disco duro externo, algunos diarios de la época en que creía en una relación abierta y sincera entre paciente y doctor, el dibujo que un niño traumatizado hizo una noche. Varias cintas de audio y de vídeo de las conferencias en el instituto. Un libro de Hermann Broch repleto de anotaciones… De pronto las manos de Erik dejan de rebuscar. Nota un repentino cosquilleo en la yema de los dedos. Envolviendo una cinta de VHS hay un papel con una goma elástica de color pardo. En el lomo del casete sólo se lee: «Erik Maria Bark, cinta 14.» Deja caer el papel, inclina la lámpara y reconoce su propia letra: «Caserón.»
Una corriente helada le recorre la espalda y se extiende hasta los brazos. Se le eriza el vello de la nuca y de repente oye el tictac de su reloj de pulsera. La cabeza le retumba y el corazón se le acelera. Se sienta en la silla, vuelve a mirar la cinta y levanta el auricular del teléfono de la mesa con manos temblorosas. Llama a conserjería y pide que le lleven un reproductor de VHS a su despacho. Con los pies pesados como el plomo, vuelve a caminar hacia la ventana, entreabre las lamas de las persianas y luego contempla la húmeda capa de nieve que cubre el patio interior. Los pesados copos caen lentamente del cielo y van a posarse sobre el cristal de la ventana, pierden su color y se derriten por el calor del vidrio. Erik piensa entonces que posiblemente sólo se trate de casualidades, de extrañas coincidencias, pero a la vez entiende que algunas piezas del rompecabezas realmente encajan con las demás.
«Caserón.» Esa sola palabra en un papel tiene la fuerza de llevarlo de regreso al pasado, a la época en que aún practicaba el hipnotismo. Erik lo sabe. En contra de su voluntad, debe acercarse a una oscura ventana e intentar ver lo que se oculta tras los reflejos, tras las reflexiones creadas por todo el tiempo transcurrido.
El conserje llama suavemente a la puerta. Erik abre, comprueba que le ha llevado lo que ha pedido y luego rebobina la cinta en el obsoleto reproductor de vídeo.
Pone en marcha el videocasete, apaga la luz y se sienta.
– Ya casi había olvidado esto -dice en voz alta dirigiendo el mando a distancia hacia el aparato.
La imagen titila y el audio crepita y golpetea un momento. Luego oye su propia voz a través del altavoz del televisor; parece resfriado cuando recita sin ningún entusiasmo el lugar, la fecha y la hora, y concluye:
– Hemos hecho una corta pausa, pero aún nos encontramos en un estado posthipnótico.
Mientras observa cómo se eleva el trípode de la cámara, piensa que han pasado más de diez años de eso. La imagen tiembla un momento y luego se aquieta. El objetivo muestra diversas sillas dispuestas en semicírculo y a continuación Erik aparece en imagen y comienza a ordenar las sillas. Hay una liviandad evidente en su cuerpo diez años más joven, en sus pasos, que sabe que ya no tiene. En la grabación, su cabello no es gris y no se aprecian las profundas líneas de expresión que ahora tiene en la frente y en las mejillas.
Los pacientes se acercan caminando con apatía y luego se sientan. Unos pocos hablan suavemente con otros. Uno de ellos se ríe. Es difícil distinguir sus rostros: la calidad de la imagen es mala y se ve granulada y difusa.
Erik traga saliva con esfuerzo y oye su propia voz en el televisor explicar con voz metálica que es hora de continuar con la sesión. Algunos charlan, otros permanecen sentados en silencio. Una silla cruje. Se ve a sí mismo de pie junto a la pared mientras hace algunas anotaciones en un bloc. De repente llaman a la puerta y en la sala entra Eva Blau. Está tensa. Erik distingue unas manchas rojizas en el cuello y en las mejillas de Eva cuando se observa a sí mismo coger su abrigo, colgarlo, conducirla hasta el grupo, presentarla brevemente y desearle la bienvenida. Los demás asienten con rigidez, quizá susurran un saludo. Un par de personas fingen no verla y miran hacia el suelo.
Erik recuerda la atmósfera en la habitación: el grupo seguía bajo la influencia de la primera fase de la hipnosis anterior a la pausa y los pacientes se sintieron incómodos al recibir a un nuevo miembro. El resto ya se conocían y empezaban a identificarse con las historias de los demás.
Los grupos se componían siempre de ocho individuos como máximo, y el objetivo de la terapia era examinar el pasado de cada uno de ellos y acercarse a los puntos dolorosos mediante la hipnosis. Ésta siempre se realizaba de manera colectiva, ya que la idea era que, de este modo, todos los pacientes fueran más que testigos de las vivencias de los demás. Al escuchar el testimonio de alguien en estado de trance, el dolor se compartía y lloraban todos juntos las desgracias de los demás.
Eva Blau se sienta en la silla vacía, dirige una breve mirada a la cámara y algo afilado y hostil aparece en su rostro.
Ésa es la mujer que entró en su casa por la fuerza diez años antes, piensa Erik. Pero ¿qué fue lo que robó? ¿Y qué más hizo?
Se observa a sí mismo dar comienzo a la segunda parte de la sesión haciendo una primera asociación de ideas y continuando con otras de manera libre y juguetona. Se trataba de un modo de hacer que los pacientes estuvieran de mejor humor y sintieran que era posible cierta ligereza a pesar de las corrientes subterráneas oscuras y abismales en las que constantemente se movían. Erik se sitúa frente al grupo.
– Comenzaremos haciendo algunas reflexiones acerca de la primera parte -dice-. ¿Alguien quiere hacer algún comentario?
– Confuso -dice una mujer joven y fuerte profusamente maquillada.
Sibel, piensa Erik. Se llamaba Sibel.
– Frustrante -continúa Jussi con su acento de Norrland-. Es decir, sólo tuve tiempo de abrir los ojos y rascarme la cabeza antes de que terminara.
– ¿Qué sentiste? -le pregunta Erik.
– Pelo -contesta con una sonrisa.
– ¿Pelo? -inquiere Sibel riendo tontamente.
– Cuando me rasqué la cabeza -explica Jussi.
Algunos se ríen de la broma. En el sombrío rostro de Jussi se adivina una pálida alegría.
– Estableced asociaciones a partir del pelo -continúa Erik-. ¿Charlotte?
– No sé -dice-. ¿Pelo? Quizá barba…, ¿no?
– Un hippy, un hippy en helicóptero. -Pierre sonríe-. Se sienta así, mastica chicle y se desliza…
Eva se pone repentinamente en pie con gran estrépito y protesta contra el ejercicio.
– Todo esto no son más que tonterías -espeta.
– ¿Por qué opinas eso? -pregunta Erik.
Eva no contesta pero vuelve a sentarse.
– Pierre, ¿quieres continuar? -pide Erik.
Él niega con la cabeza y junta los dedos índices de ambas manos formando una cruz en dirección a Eva, simulando protegerse así de ella.
Pierre susurra de manera conspirativa. Jussi hace un gesto con la mano hacia Eva y dice algo con su acento de Norrland.
Erik cree entender sus palabras, tantea con la mano buscando el mando a distancia pero sin querer lo arroja al suelo y las pilas caen rodando.
– Esto es una locura -murmura para sí mientras se arrodilla en el suelo.
Con manos temblorosas, pulsa el botón de rebobinado rápido en el aparato y sube el volumen cuando vuelve a poner el play.
– Todo esto no son más que tonterías -dice Eva Blau.
– ¿Por qué opinas eso? -pregunta él, y cuando ella no contesta se vuelve hacia Pierre y le pregunta si quiere continuar con su asociación.
El niega con la cabeza y forma una cruz con los dedos dirigida a Eva.
– A Dennis Hopper le dispararon porque era hippy -murmura.
Sibel se ríe tontamente y mira a Erik de reojo. Jussi carraspea y hace un gesto con la mano en dirección a Eva.
– En el caserón te librarías de nuestras tonterías -le dice con su fuerte acento.
Luego todos guardan silencio. Eva se vuelve hacia el hombre, parece que va a reaccionar de manera agresiva, pero algo hace que lo deje pasar, quizá la seriedad en la voz de él y la tranquilidad de su mirada.
«El caserón», resuena en la cabeza de Erik. Al mismo tiempo se oye a sí mismo explicar cómo funcionan esa clase de terapias de grupo, que siempre comienzan con algunos ejercicios de relajación antes de pasar a hipnotizar a uno o a dos de los pacientes.
– A veces -continúa diciéndole a Eva-, si veo que funciona, intento que todo el grupo entre en un estado de hipnosis profunda.
Erik piensa en lo familiar que le resulta la situación, y, sin embargo, parece tan terriblemente lejana. Pertenece a una época completamente distinta, antes de que se alejara del hipnotismo. Se ve a sí mismo acercar una silla, sentarse frente a los pacientes dispuestos en semicírculo y hablarles, decirles que cierren los ojos y se reclinen en sus asientos. Tras un momento, invita a todo el mundo a ponerse cómodo en su silla y a permanecer con los ojos cerrados. Luego se pone de pie mientras les habla sobre la relajación y camina por detrás de ellos observando el grado de calma de cada uno. Los rostros se suavizan y se distienden, cada vez menos conscientes, cada vez más extraños a la representación y a la coquetería.
Erik se ve a sí mismo en la pantalla detenerse detrás de Eva Blau y apoyar una mano en su hombro. Siente un cosquilleo en el estómago al oírse comenzar con el procedimiento, deslizarse suavemente en una profunda inducción al trance mediante órdenes ocultas, totalmente seguro de su capacidad, disfrutando, consciente de su habilidad especial.
– Tienes diez años, Eva -dice-. Diez años. Es un buen día y estás contenta. ¿Por qué estás contenta?
– Porque el hombre baila y chapotea en el charco -dice ella sonriendo para sí con un leve mohín.
– ¿Quién baila?
– ¿Quién? -repite ella-. Gene Kelly, dice mamá.
– Ya entiendo, ¿estás viendo Cantando bajo la lluvia?
– Es mamá quien la está viendo.
– ¿Tú no?
– Sí.
– ¿Y estás contenta?
Ella asiente lentamente.
– ¿Qué ocurre?
Eva aprieta los labios y baja la cabeza.
– ¿Eva?
– Mi barriga está abultada -dice en un hilo de voz.
– ¿Tu barriga?
– Veo que está muy hinchada -insiste mientras las lágrimas comienzan a correr por sus mejillas.
– El caserón -murmura Jussi-. El caserón.
– Eva, tienes que escucharme -continúa Erik-. Puedes oír a todos los demás en esta habitación, pero sólo escucharás mi voz. No debe importarte lo que los otros digan, sólo presta atención a mi voz.
– Bien.
– ¿Sabes por qué tienes la barriga hinchada? -pregunta Erik.
El rostro de la mujer está contraído, abstraído en algún pensamiento, algún recuerdo.
– No lo sé.
– Sí, yo creo que sí lo sabes -dice Erik con calma-. Pero haremos esto a tu propio ritmo, Eva. No tienes que pensar en ello ahora. ¿Quieres mirar la televisión otra vez? Te acompañaré. Todos aquí te acompañarán todo el tiempo, pase lo que pase. Es una promesa. Lo hemos prometido y puedes contar con ello.
– Quiero entrar en el caserón -susurra ella.
Erik está sentado en la cama de su despacho y siente que se acerca a su propio espacio. Se acerca a lo olvidado, a lo expulsado. Se frota los ojos, mira la pantalla titilante del televisor y murmura:
– Abre la puerta.
Oye su propia voz contando en orden descendente, lo que sume a Eva Blau en un trance cada vez más profundo. Explica que pronto ella hará lo que él diga sin pensarlo primero, que sólo aceptará que su voz es una guía correcta. Ella asiente débilmente con la cabeza y él sigue contando, dejando que los números caigan pesados y adormecidos.
La calidad de la imagen empeora de repente. Eva mira hacia arriba y, con los ojos desorbitados, se humedece los labios y susurra:
– Los veo llevarse a alguien, simplemente se acercan y la cogen.
– ¿Quién se lleva a alguien? -pregunta Erik.
Ella empieza a respirar de forma irregular.
– Un hombre con una cola de caballo -se lamenta-. Cuelga a la pobre persona…
La cinta traquetea y la imagen desaparece de pronto.
Erik la pasa hacia adelante pero la imagen no regresa. La mitad de la cinta está arruinada, borrada.
Permanece sentado frente a la negra pantalla del televisor y se ve a sí mismo emerger de la profunda y oscura imagen tal y como es ahora, diez años más viejo que en la grabación. Luego observa la cinta de vídeo, la número 14, y mira la goma elástica y el papel donde está escrito «Caserón».