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Kenneth Marshall llamó a la puerta de su esposa. Cuando le contestó, abrió y entró decidido.

Arlena daba los últimos tientos a su tocado. Se había puesto un vestido de verde ostentoso, que le daba cierto aspecto de sirena. Estaba de pie ante el espejo, ensombreciéndose las pestañas.

—¡Oh, eres tú, Ken! —dijo.

—Sí. Quería saber si estás ya arreglada.

—Un minuto tan solo.

Kenneth Marshall se acercó a la ventana. Miró hacia el mar. Su rostro, como de costumbre, no expresaba la menor emoción.

—Arlena —dijo, volviéndose de pronto.

—¿Qué?

—¿Conocías a Redfern de antes?

—¡Oh, sí, querido! —contestó ella con toda naturalidad. —Lo conocí en una reunión. Me pareció un buen muchacho.

—¿Sabías que él y su mujer iban a venir aquí?

Arlena abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Oh, no, querido! ¡Fue la mayor sorpresa para mí!

—Creí que sería eso lo que te sugirió la idea de que viniésemos aquí —dijo tranquilamente Kenneth—; tenías mucho interés.

Arlena dejó el tarro de crema, se volvió a su esposo y le lanzó una seductora sonrisa.

—Alguien me habló de este sitio —dijo—. Creo que fueron los Rayland. Me dijeron que era sencillamente maravilloso... ¡y sin explorar! ¿Es que no te gusta?

—No estoy muy seguro —contestó Kenneth.

—¡Pero, querido, si adoras el baño y la vida al aire libre! ¿Qué mejor sitio que éste para ti?

—En cambio no puedo comprender lo que tú llamas divertirse —replicó él.

Ella abrió los ojos un poco más. Le miró desconcertada.

—Supongo —prosiguió él— que tú dirías al joven Redfern que ibas a venir aquí.

—Querido Kenneth, ¿verdad que no vas a hacerme una escena ridícula?

—Mira, Arlena, te conozco bien. Esta es una joven pareja que parece feliz. El muchacho está realmente enamorado de su mujer. ¿Vas a turbar su dicha por una simple vanidad?

—No es justo que me censures —replicó Arlena—. No he hecho nada... nada en absoluto. Yo no tengo la culpa de que...

—¿De qué? —apremió él.

Los párpados de la mujer aletearon vivamente.

—Ya lo sabes: yo no tengo la culpa de que me persigan los hombres.

—¿Así es que confiesas que te persigue el joven Redfern?

—Comete esa estupidez.

Arlena dio un paso hacia su marido.

—¿Pero verdad, Ken, que sabes que sólo me interesas tú?;— preguntó con voz melosa.

Le miró a través de sus sombreadas pestañas. Fue una mirada maravillosa... una mirada que pocos hombres habrían resistido.

Kenneth Marshall la miró gravemente. Su rostro seguía imperturbable, su voz tranquila.

—Creo que te conozco bastante bien, Arlena...

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