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Los tres hombres examinaron la cuestión durante unos minutos.

El inspector Colgate habló el primero.

—El problema queda reducido a esto: ¿fue un extrañó o un huésped del hotel? No elimino a los criados enteramente, que conste, pero no tengo la menor esperanza de que ninguno de ellos haya intervenido en el asunto. O ha sido un huésped del hotel o alguien venido de fuera; para mí no hay otra disyuntiva. Enfoquemos el asunto de este modo y empecemos por los móviles. En primer lugar, la ganancia. La única persona que podía ganar con su muerte era, al parecer, el marido de la asesinada. ¿Qué otros móviles existen? El primero y principal, los celos. En mi opinión, si algún caso reúne los caracteres de un crime passionnel, es éste.

—¡Hay tantas pasiones! —murmuró Poirot mirando al techo.

—El marido de la víctima —prosiguió el inspector Colgate— no ha querido confesar que su mujer tuviese enemigos... verdaderos enemigos; pero yo no lo he dudado un momento, una mujer como ella no tenía más remedio que crearse enemistades terribles. Eh, señor, ¿qué le parece?

Mais oui, que tenía que ser así. Arlena Marshall no tenía más remedio que crearse muchos enemigos. Pero en mi opinión, la hipótesis del enemigo no es sostenible, porque, como ya dije, los enemigos de Arlena Marshall tenían que ser siempre mujeres, y no parece posible que este crimen haya sido cometido por una mujer. ¿Qué dice el examen facultativo?

—Neasdon asegura que la víctima fue estrangulada por un hombre —confesó de mala gana Weston—. Grandes manos... poderosa presión. Claro que una mujer de complexión atlética podría haberlo hecho, pero es muy poco probable.

—Exactamente —asintió Poirot—. Arsénico en una taza de té una caja de bombones envenenados... un cuchillo... hasta una pistola... Pero estrangulación, ¡no! Es un hombre lo que tenemos que buscar. Y el asunto no es fácil. Hay en este hotel dos personas que tenían motivos para desear la desaparición de Arlena Marshall, pero ambas son mujeres.

—¿Es la esposa de Redfern una de ellas? —preguntó el coronel Weston.

—Sí. Mistress Redfern pudo proponerse matar a, Arlena Stuart. Tenía, por decirlo así, amplios motivos. Creo también que a mistress Redfern le hubiera sido posible cometer un asesinato. Pero no esta clase de asesinato. A pesar de su desdicha y de sus celos, no es, a mi juicio, mujer de pasiones fuertes. En amor será abnegada y fiel, pero no apasionada. Como acabo de decir, arsénico en una taza de té, posiblemente; estrangulación, ¡no! Estoy también seguro de que es físicamente incapaz de cometer este crimen, ya que sus manos y pies son más pequeños de lo corriente.

—No, no es el crimen de una mujer —convino Weston—. Tuvo que cometerlo un hombre.

El inspector Colgate tosió.

—Permítame apuntar una solución, señor. Supongamos que antes de conocer a mister Redfern, la dama tuvo otro devaneo con alguien que llamaremos X. A este X lo desdeñó por mister Redfern. X enloqueció de rabia y celos. La siguió hasta aquí, se alojó en algún sitio de los alrededores, luego entró en la isla y mató a su antigua amada. ¡Es una posibilidad!

—Lo es —convino Weston—. Y de ser cierta, será fácil de probar. ¿El misterioso X vino a pie o en bote? Lo último parece más probable. De ser así, tuvo que alquilar un bote en alguna parte. Ordene que se hagan las correspondientes averiguaciones.

Miró a Poirot y preguntó:

—¿Qué opina usted de la sugestión de Colgate?

—Que deja demasiado lugar a la probabilidad —contestó lentamente Poirot—. Y, además, hay algo en el cuadro que no es verdad. No puedo imaginarme a ese hombre, al hombre que enloqueció de rabia y celos.

—Recuerde usted, señor, que la cosa no tiene nada de particular. El caso de Redfern..

—Sí, sí... Pero así y todo.

Colgate miró interrogador.

—Aquí hay algo —añadió Poirot, frunciendo el ceño— que se nos ha pasado inadvertido.

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