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—Esto acaba de poner la tapadera —comentó el inspector Colgate—. La camarera le oyó teclear hasta las once menos cinco. Miss Darnley le vio a los once menos veinte, y la mujer fue muerta a las doce menos cuarto. Él dice que pasó aquella hora escribiendo en su cuarto, y no hay nada que contradiga su afirmación. Esto excluye al capitán Marshall por completo.

Colgate hizo una pausa y miró a Poirot con curiosidad.

Mister Poirot parece muy preocupado por algo —dijo.

—Me estoy preguntando —contestó Poirot— por qué se ha presentado tan repentinamente a hacer esta declaración extraordinaria.

—¿Le parece extraño? —preguntó Colgate, ya intrigado.

—¿Es que no cree usted en lo del olvido? Colgate reflexionó unos momentos.

—Vamos a examinar este incidente desde otro aspecto —dijo al fin—. Supongamos que miss Darnley no estuviese en Sunny Ledge como dijo. En ese caso su declaración es falsa. Supongamos ahora que después de haberla hecho se enteró de que alguien la había visto en alguna otra parte o de que alguien fue a Sunny Ledge y no la encontró allí. Discurrió entonces rápidamente esta historia y vino a contárnosla para justificar su ausencia. Observarían ustedes que tuvo buen cuidado de hacer resaltar que el capitán Marshall no la vio cuando Se asomó a su habitación.

—Sí, ya lo observé —murmuró Poirot.

—¿Quiere usted sugerir que miss Darnley está complicada en esto? —preguntó Weston con acento de incredulidad.

—Eso me parece absurdo. ¿Por qué iba a intervenir?

Colgate tosió para aclararse la garganta.

—Recordará usted lo que dijo la dama americana, mistress Gardener. Esa señora indicó que miss Darnley estaba enamorada del capitán Marshall. ¿No encuentra usted la explicación ahí, señor?

—Arlena Marshall no fue muerta por una mujer —replicó Weston, impaciente—. Es un hombre el que tenemos que buscar.

—Sí, es cierto, señor —suspiró Colgate—. Es preciso seguir ateniéndonos a nuestra primera hipótesis de asesino, hombre y nada más que hombre.

—Dedique un agente a comprobar un dato que necesito— ordenó Weston—; el tiempo que se emplea en ir desde el hotel, atravesando la isla, hasta lo alto de la escalerilla. Que calcule el tiempo corriendo y al paso. Otro agente comprobará el tiempo que lleve ir en esquife desde la playa de baños hasta la ensenada.

—Me ocuparé de todo eso, señor —prometió Colgate.

—Yo marcharé a visitar la ensenada ahora —declaró Weston—. Veremos si Philips ha descubierto algo. Allí está también la Cueva del Pirata, de la que tanto hemos oído hablar. Es preciso ver si encuentran en ella huellas de alguien que se hubiese escondido allí. ¿Qué le parece, Poirot?

—Muy bien. Es una posibilidad —contestó el detective.

—Si alguien consiguió penetrar inadvertido en la isla, encontraría allí un buen sitio para esconderse. Supongo que los habitantes de la localidad conocerán bien esa cueva.

—No creo que la conozca la generación más joven —repuso Colgate—. Ello es debido a que desde que se edificó este hotel, las ensenadas pasaron a ser propiedad privada. Allí no van ni pescadores ni excursionistas. Y la servidumbre del hotel no es de la localidad. Mistress Castle es londinense.

—Podemos hacer que nos acompañe Redfern —propuso Weston—. Él fue quien primero nos habló de la cueva—. ¿Vendrá usted, mister Poirot?

Hércules Poirot titubeó y terminó contestando con pronunciado acento extranjero:

—No. Digo lo que miss Brewster y mistress Redfern: no me gusta bajar por las escalerillas perpendiculares... a veces son peligrosas.

—Puede usted ir en bote.

Hércules Poirot lanzó un suspiro.

—Mi estómago no se siente muy feliz en el mar.

—¡Pero si hace un día hermoso! El mar está como un estanque. No puede usted abandonarnos.

Hércules Poirot iba a discurrir una nueva negativa cuando mistress Castle asomó por la puerta su complicado peinado.

—Espero que no les molestaré —dijo—, pero mister Lane, el clérigo que ustedes conocen, acaba de regresar, y pensé que quizá quisieran ustedes verle.

—¡Ah, sí, muchas gracias, mistress Castle! Le veremos ahora mismo.

Mistress Castle penetró un poco más en la habitación.

—No sé si valdrá la pena mencionarlo —dijo con aire de misterio—, pero siempre he oído decir que no debe desperdiciarse el más ligero detalle...

—Sí, sí; así es —dijo Weston impaciente.

—Se trata de que a eso de la una estuvieron aquí una señora y un caballero. Vinieron del continente a almorzar, Les dijimos que había ocurrido un accidente y que, dadas las circunstancias, no se podían servir almuerzos.

—¿Tiene usted idea de quiénes eran?

—Lo ignoro. No me dieron el nombre, naturalmente. Me expresaron su decepción y revelaron cierta curiosidad por conocer la naturaleza del accidente. Yo no les conté nada, por supuesto. Por su aspecto me parecieron veraneantes de la mejor clase.

—Bien, gracias por el informe —dijo Weston con cierta brusquedad. Probablemente no tendrá importancia, pero ha hecho usted bien en decírmelo.

—¡Yo siempre cumplo con mi deber! —declaró solemnemente mistress Castle.

—Muy bien, muy bien. Diga a mister Lane que entre.

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