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Cuando se sale del hotel por la parte del sur, la playa de los baños y las terrazas se encuentran inmediatamente debajo. Hay también un sendero que rodea la escollera por la parte sudoeste de la isla. Un poco más allá, unos peldaños conducen a una serie de escondrijos cortados en la roca y rotulados en el mapa del hotel con el nombre de Sunny Ledge. Aquellos huecos tienen asientos tallados en la misma piedra.

Poco después de cenar, llegaron a uno de ellos Patrick Redfern y su esposa. Era una noche clara y serena de brillante luna.

Los Redfern se sentaron. Guardaron silencio largo rato.

—Maravillosa noche, ¿verdad, Cristina? —dijo al fin Patrick Redfern.

—Sí.

Algo en su voz la intranquilizó. No se atrevió a mirarla.

—¿Sabías que esa mujer iba a venir aquí? —preguntó Cristina en voz baja.

Se volvió él vivamente.

—No sé a quién te refieres —dijo.

—Ya lo creo que lo sabes.

—Mira, Cristina, yo no sé lo que te sucede de poco tiempo a esta parte...

—¿Lo que me sucede? —interrumpió ella con voz temblorosa por la pasión—. ¿No será lo que te sucede a ti?

—A mí no me sucede nada.

—¡Oh, Patrick, no me mientas! Insististe en venir aquí. Te mostraste casi grosero. Yo quería volver a Tintagel, donde... donde pasamos nuestra luna de miel. Tú te empeñaste en venir aquí.

—Bien, ¿y por qué no? Es un sitio fascinador.

—Quizá. Pero tú quisiste venir aquí porque «ella» iba a venir también.

—¿Ella? ¿Quién es ella?

Mistress Marshall. Te tiene loco...

—Por amor de Dios, Cristina, no digas tonterías. Nunca fuiste celosa.

Su serenidad era un poco fingida, exagerada..

—¡Hemos sido tan felices! —murmuró ella.

—¿Felices? ¡Claro que lo hemos sido! Y lo somos. Pero no lo seguiremos siendo si no podemos hablar de otra mujer sin que empieces a disparatar.

—No se trata de eso.

—Sí, de eso se trata. Los matrimonios tienen que tener amistades con otras personas. Tu actitud de suspicacia es completamente ridícula. Yo no puedo hablar con... con una mujer bonita sin que tú llegues a la conclusión de. que estoy enamorado de ella...

Se calló y se encogió de hombros.

—Tú estás enamorado de ella... —insistió Cristina Redfern.

—¡Oh, no digas tonterías, Cristina! Me he limitado a hablar un rato.

—Eso no es cierto.

—¡Por amor de Dios, no cojas la costumbre de tener celos de todas las mujeres bonitas con quienes nos cruzamos!

—¡Esa no es una mujer bonita! —protestó Cristina Redfern—. Esa es ¡la mujer diferente! Es una mala mujer. Te traerá desgracia, Patrick. Renuncia a ella, por favor. Vámonos de aquí.

Patrick Redfern sacó la barbilla, desafiador.

—No seas ridícula, Cristina. Y no riñamos por esto.

—Yo no quiero reñir.

—Entonces compórtate como un ser humano, sé razonable. Volvamos al hotel.

Se puso en pie. Hubo una pausa y Cristina Redfern se levantó también.

En el nicho inmediato, Hércules Poirot movió lentamente la cabeza con gesto de pesar. Otra persona se habría alejado escrupulosamente de allí para no oír la conversación. Pero no así Poirot. El no tenía escrúpulos de aquella clase cuando llegaba la ocasión.

—Además —explicaba a su amigo Hastings, algún tiempo después—, se trataba de un asesinato.

—Pero el asesinato no había ocurrido todavía —replicó Hastings.

—Pero ya, mon cher, estaba clarísimamente indicado —suspiró Hércules Poirot.

Y Hércules Poirot dijo, con un suspiro, repitiendo lo dicho en cierta ocasión en Egipto, que si una persona está decidida a cometer un asesinato, no es fácil impedírselo. El no se censuraba por lo que había sucedido. Fue, según él, cosa inevitable.

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