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Como siempre, Hércules Poirot sintió una viva sensación de placer a la vista de Rosamund Darnley.

La joven era capaz de poner una nota de distinción aun en un vulgar interrogatorio policíaco sobre un repugnante caso de asesinato.

—Se sentó frente al coronel Weston y le miró con expresión inteligente y grave.

—¿Desea usted mi nombre y mi dirección? —preguntó—. Me llamo Rosamund Darnley. Regento un negocio de alta costura bajo el nombre de Rose Mond, Limitada, en el número seiscientos veintidós de Brook Street.

—Gracias, miss Darnley. ¿Puede decirnos algo que pueda ayudarnos?

—No lo creo...

—Díganos el empleo de su tiempo, por ejemplo..

—Desayuné a eso de las nueve y media. Luego subí a mi habitación y recogí algunos libros y mi sombrilla y me encaminé a Sunny Ledge. Debían ser las diez y veinticinco. Regresé al hotel hacia las doce menos diez, subí, recogí mi raqueta de tenis y me dirigí a la pista, donde jugué hasta la hora de comer.

—¿Estuvo usted en las peñas llamadas Sunny Ledge desde las diez y media hasta las doce menos diez?

—Sí.

—¿Vio usted esta mañana a mistress Marshall?

—No.

—¿La vio usted desde el peñasco mientras se dirigía en su esquife a la Ensenada del Duende?

—No; tuvo que pasar antes de que yo llegase allí.

—¿Vio usted a alguien en un esquife o en un bote?

—No. Y no les extrañe, porque estuve leyendo. Claro que de vez en cuando levantaba la vista de mi libro, pero siempre dio la casualidad de que el mar se encontrase desierto.

—¿Ni siquiera se dio usted cuenta de que mister Redfern y miss Brewster pasaron por allí?

—No.

—Tengo entendido que conocía usted a mister Marshall. —El capitán Marshall es un antiguo amigo de mi familia. Su familia y la mía vivían en casas inmediatas. Sin embargo, hacía mucho sanos que yo no le había visto... creo que doce.

—¿Y mistress Marshall?

—Nunca había cambiado media docena de palabras con ella hasta que la encontré aquí.

—¿Sabe usted si estaban en buenas relaciones el capitán Marshall y su esposa?

—A mí me parecía que sí.

—¿Estaba el capitán Marshall muy enamorado de su esposa?

—Es posible. De eso no puedo decir nada. El capitán Marshall es un hombre algo chapado a la antigua y no tiene la costumbre moderna de ir pregonando a los cuatro vientos sus desdichas matrimoniales.

—¿Le era a usted simpática mistress Marshall, miss Darnley?

—No.

—El monosílabo salió sin esfuerzo alguno. Sonó como lo que era: como la simple afirmación de un hecho.

—¿Y por qué?

Los labios de Rosamund dibujaron una leve sonrisa.

—Seguramente que habrá usted descubierto que Arlena Marshall no era popular entre las de su mismo sexo. Se aburría de muerte entre las mujeres y no lo disimulaba. No obstante, me habría gustado ser su modista. Tenía un gran don para los vestidos. Sus trajes eran siempre los apropiados y los llevaba muy bien. Me habría gustado tenerla como cliente.

—¿Gastaba mucho en vestir?

—Tenía que gastarlo. Pero poseía capital propio y el capitán Marshall está también en buena posición.

—¿Estaba usted enterada o pensó usted alguna vez que mistress Marshall estaba siendo víctima de un peligroso chantaje?

Una expresión de intenso asombro animó el rostro de miss Darnley.

—¿Chantaje? ¿Arlena?

—La idea parece sorprenderla a usted mucho.

—Confieso que sí. Parece tan incongruente...

—Pero seguramente muy posible.

—Todo es posible, señor. El mundo nos enseña pronto eso. Pero, ¿por qué iba nadie a intentar hacer víctima de un chantaje a Arlena?

—Supongo que existían ciertas cosas que mistress Marshall deseaba que no llegasen a oídos de su marido.

La joven sonrió con gesto de duda.

—Quizá pueda parecer escéptica, pero la conducta de Arlena era conocida de todos. Ella nunca trató de aparentar respetabilidad.

—¿Entonces cree usted que su marido estaba enterado de sus coqueterías?

Hubo una pausa. Rosamund quedó pensativa. Al fin habló con un tono de desgana en la voz.

—Crea usted que no sé realmente lo que pensar. Siempre he supuesto que Kenneth Marshall aceptaba a su mujer tal como era y que no se hacía ilusiones con ella. Pero quizá no fuese así.

—¿Tendría fe ciega en su esposa?

—Los hombres son tan necios que todo es posible —dijo Rosamund con exasperación—. No tendría nada de raro que Kenneth hubiese creído en su mujer ciegamente. Hasta el punto de pensar que sólo era admirada.

—¿Y no conoce usted a nadie, o mejor dicho, no ha oído usted hablar de nadie que tuviese algún rencor contra mistress Marshall?

—Solamente mujeres celosas —dijo Rosamund, sonriendo—. Pero supongo, puesto que fue estrangulada, que fue un hombre quien la mató.

—En efecto.

—Siendo así, no se me ocurre quién pueda haber sido. Tendrá usted que preguntárselo a alguna persona de la intimidad de la víctima.

—Muchas gracias, miss Darnley.

—¿No tiene mister Poirot alguna pregunta que hacerme? —preguntó intencionadamente Rosamund, girando sobre su asiento.

Hércules Poirot sonrió y movió la cabeza en gesto negativo.

—No se me ocurre nada —contestó.

Rosamund Darnley se puso en pie y salió.

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