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Cristina Redfern se encontraba en la habitación de Linda cuando regresó la joven.

—Oh, ya está usted de vuelta —exclamó Cristina—. Yo creí que no se levantaría tan temprano.

—Me he estado bañando —contestó Linda.

Al notar el paquete que la joven tenía en la mano, Cristina preguntó con sorpresa:

—¿Pero ha venido ya el correo?

Linda enrojeció. Con su habitual torpeza nerviosa, el paquete se le deslizó de las manos, se rompió el delgado cordón y parte del contenido rodó por el suelo.

—¿Para qué ha comprado usted esas velas? —preguntó Cristina.

Pero con gran alivio de Linda, no esperó su respuesta, sino que continuó hablando mientras la ayudaba a recoger las cosas del suelo:

—He venido a preguntarle si querría usted venir conmigo esta mañana a la Ensenada de las Gaviotas. Quiero tomar unos apuntes.

Linda aceptó con presteza.

En los últimos días había acompañado más de una vez a Cristina Redfern a tomar apuntes para esos dibujos. Cristina era en extremo apática, pero era posible que encontrase en la excusa de pintar un lenitivo a su orgullo herido, ya que su marido pasaba ahora la mayor parte de su tiempo con Arlena Marshall.

Linda Marshall se sentía cada vez más arisca y malhumorada. Le gustaba estar con Cristina, quien, absorta en su trabajo, hablaba muy poco. Era, pensaba Linda, casi tan bueno como estar sola y, al mismo tiempo, lo mejor acompañada. Existía entre ellas una sutil corriente de simpatía, basada probablemente en el hecho de su mutuo aborrecimiento a la misma persona.

—Tengo que jugar al tenis a las doce —dijo Cristina—, de modo que será mejor que salgamos temprano. ¿A las diez y media?

—Muy bien. Estaré arreglada. Nos encontraremos en el vestíbulo.

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