3



Estaban reunidos en el gabinete, Marshall, los Redfern, Rosamund Darnley y Hércules Poirot.

Permanecían silenciosos... esperando.

La puerta se abrió y dio paso al doctor Neasdon.

—He hecho todo lo que he podido —dijo lacónicamente. —Quizá se salve... pero debo decir que no hay muchas esperanzas.

Hizo una pausa. Marshall, intensamente pálido, preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo llegó a su poder la droga?

Neasdon volvió a abrir la puerta e hizo una seña a alguien que estaba en el interior.

Una doncella salió de la habitación. Había estado llorando.

—Repítanos lo que vio —ordenó Neasdon a la mujer.

—Nunca pensé —dijo ella suspirando—, nunca pensé que ocurriese nada anormal, pero la conducta de la señorita me pareció extraña. —Una ligera mueca del doctor la obligó a concretar más—. La señorita estaba en la otra habitación. En la de mistress Redfern. La encontré junto al lavabo, cogiendo un botellín. Noté que se sobresaltó cuando entré, y pensé que era extraño que cogiese cosas de otra habitación, pero luego se me ocurrió que quizás se tratase de algo que le hubiese prestado a la señora. La señorita se limitó a decir: «¡Oh, esto era lo que yo buscaba!», y salió.

—¡Mis tabletas para dormir! —exclamó Cristina, palideciendo.

—¿Cómo conocía la joven la existencia de esas tabletas? —preguntó bruscamente el doctor.

—Anoche le di una porque me dijo que no podía dormir. Recuerdo que me preguntó: «¿Bastará con una?» Y yo le conteste: «Oh, sí, son muy fuertes y me han advertido que nunca emplee más de dos como máximo.»

—Puebla señorita quiso asegurarse y tomó seis —comentó el doctor.

Cristina volvió a sollozar.

—¡Oh, Dios mío, todo ha sido culpa mía! Debí guardarlas bajo llave.

El doctor se encogió de hombros en tanto contestaba:

—Habría sido más prudente, mistress Redfern.

—Se muere... y es culpa mía —sollozó Cristina con desesperación.

Kenneth Marshall se agitó en su asiento.

—No puede usted censurarse por eso —dijo—. Linda sabía lo que iba a hacer. Las tomó deliberadamente. Quizá... quizá fue lo mejor que pudo suceder.

Miró el arrugado papel que tenía en la mano... la nota que Poirot le había entregado silenciosamente.

—Yo no lo creo —declaró Rosamund Darnley—. No creo que Linda la matase. Seguramente se demostrará que es imposible.

Se abrió la puerta y entró el coronel Weston.

—¿Qué es lo que acaban de comunicarme? —preguntó.

El doctor Neasdon tomó la nota de manos de Marshall y la entregó al jefe de policía. Este la leyó y exclamó en tono de incredulidad:

—¡Cómo! ¡Pero si esto es una tontería... una absurda tontería! ¡Imposible! —Repitió con rotunda seguridad—. ¡Imposible! ¿Qué le parece, Poirot?

Hércules Poirot intervino por primera vez.

—Me temo que lo sea —dijo en tono de tristeza.

—Pero si yo estuve con ella, mister Poirot —replicó Cristina Redfern—. Estuve con ella hasta las doce menos cuarto. Así se lo manifesté a la policía.

—Su declaración probó la coartada... sí —dijo Poirot—. ¿Pero en qué se basó esa declaración? Se basó en el reloj de pulsera de Linda Marshall. Usted no sabe por su propio conocimiento que eran las doce menos cuarto cuando se sentaron; sólo sabe usted que ella se lo dijo así. Usted misma confesó que le pareció que el tiempo había ido muy de prisa. Y ahora voy a hacerle a usted una pregunta, madame. Cuando usted abandonó la playa, ¿regresó usted al hotel de prisa o despacio?

—Me parece que más bien despacio.

—¿Recuerda usted bien aquel paseo de regreso?

—No muy bien. Iba pensativa...

—Perdóneme la indiscreción, madame, ¿puede decirme en qué iba pensando?

Cristina enrojeció.

—Se lo diré... si es necesario. Iba considerando mi propósito de marcharme de aquí. De marcharme sin decírselo a mi marido. Me sentía muy desgraciada... entonces.

—¡Oh, Cristina! —exclamó Patrick Redfern—. Si yo hubiese sabido...

—Exactamente —interrumpió la voz de Poirot—. Usted estaba preocupada por tener que dar un paso de cierta importancia. Estaba usted, por decirlo así, sorda y ciega para cuanto la rodeaba. Probablemente caminó usted muy lentamente, deteniéndose de vez en cuando para reflexionar.

—Es usted muy perspicaz —asintió Cristina—. Así fue. Desperté de una especie de ensueño a la misma puerta del hotel, y me apresuré a entrar, pensando que sería muy tarde, pero cuando vi el reloj del vestíbulo me di cuenta de que disponía de tiempo suficiente.

—Exactamente —repitió Hércules Poirot, y añadió, dirigiéndose ahora a Marshall—: Voy a describirle ciertas cosas que encontré en la habitación de su hija después del asesinato. En el hogar de la chimenea había una gran masa de cera fundida, un poco de pelo carbonizado, fragmentos de cartón y papel, y un alfiler ordinario. El papel y el cartón, quizá no tengan importancia, pero las otras tres cosas eran sugestivas... particularmente cuando descubrí escondido en un estante un volumen de la librería local, que trata de brujerías y sortilegios. Al cogerlo se abrió fácilmente por determinada página. En ella se describían diversos métodos de causar la muerte, moldeando una figura de cera que debía representar a la víctima. Esta figura debía tostarse después lentamente hasta que se fundiera... o atravesarle repetidamente el corazón con un alfiler. El resultado debía ser la muerte de la víctima. Más tarde me enteré por mistress Redfern que Linda Marshall había salido muy temprano aquella mañana, había comprado un paquete de velas y pareció muy confusa cuando se descubrió su compra. Sabido eso, ya no tuve duda de lo sucedido. Linda había hecho una tosca figura con la cera de las velas, adornándola posiblemente con un mechón de pelo de Arlena para darle fuerza mágica, le había perforado el corazón con un alfiler, y, finalmente, había fundido la figura haciendo arder debajo de ella trozos de cartón y papel.

»El procedimiento era burdo, infantil, supersticioso, pero revelaba una cosa: el deseo de matar.

»¿Existe la posibilidad de que hubiera más que un deseo? ¿Pudo Linda Marshall matar realmente a su madrastra?

»A primera vista parecía tener una coartada perfecta, pero en realidad, como acabo de indicar, la hora fue falseada por la misma Linda. Nada más fácil para ella que declarar que fue un cuarto de hora más tarde de lo que realmente era.

»Una vez que mistress Redfern abandonó la playa, fue completamente posible que Linda recorriese el estrecho sendero que conduce a la escalerilla, que bajase por ella, que encontrase allí a su madrastra, que la estrangulase y que volviera a subir antes de que el bote que llevaba a miss Brewster y a Patrick Redfern se presentase a la vista. Luego pudo regresar a la ensenada de las Gaviotas, tomar su baño y volver al hotel descansadamente.

»Pero eso implicaba dos cosas. Linda debía tener conocimiento terminante de que Arlena Marshall se encontraba en la Ensenada del Duende y tenía que ser, además, físicamente capaz de realizar el hecho.

»Lo primero era completamente posible... si Linda Marshall hubiese escrito una nota a la misma Arlena en nombre de otra persona. En cuanto a lo segundo, Linda tiene manos grandes y fuertes. Son tan grandes como las de un hombre. Respecto a la fuerza, la muchacha está en esa edad en que propende uno al desequilibrio mental. Y los trastornos mentales van con frecuencia acompañados por una fuerza desacostumbrada. Hay otro pequeño punto. La madre de Linda Marshall fue acusada de intento de asesinato.

Kenneth Marshall levantó la cabeza y replicó con resolución.

—Pero fue absuelta.

—Fue absuelta —convino Poirot.

—Tenga en cuenta lo que voy a decirle, mister Poirot —añadió Marshall—. Ruth, mi mujer, era inocente. Lo sé con completa y absoluta certeza. Yo no podía engañarme en la intimidad de nuestra vida. Era una víctima inocente de las circunstancias.

Hizo una pausa.

—Y no creo que Linda matase a Arlena. ¡Es ridículo... absurdo!

—¿Cree usted, entonces, que su carta es falsa? —preguntó Poirot.

Marshall alargó la mano y Weston le entregó el papel. Marshall lo estudió atentamente. Luego movió la cabeza.

—No —dijo involuntariamente—. Creo que Linda escribió esto.

—Pues si lo escribió —replicó Poirot—, sólo hay dos explicaciones. O lo escribió de buena fe, reconociéndose culpable, o... lo escribió deliberadamente para proteger a otra persona, a alguien de quien temía se sospechase.

—¿Se refiere usted a mí? —dijo Marshall.

—Es posible.

Marshall reflexionó unos momentos.

—La idea me parece absurda —dijo al fin—. Linda pudo darse cuenta de que yo fui considerado como sospechoso al principio. Pero ahora sabía definitivamente que ya no era así y que la policía había aceptado mi coartada y enfocado su atención hacia otra parte.

—Tenga en cuenta —repuso Poirot— que no tiene tanta importancia que ella pensase que se sospechaba de usted como que supiese que era usted culpable.

—¡Eso es absurdo! —Protestó Marshall, soltando una corta carcajada.

—Es lo que deseo aclarar —dijo Poirot—. Existen, como usted sabe, varias posibilidades sobre la muerte de mistress Marshall. Hay la hipótesis de que estaba siendo víctima de un chantaje, de que aquella mañana fue a entrevistarse con el chantajista y que éste la mato. Hay la teoría de que la Ensenada del Duende y la Cueva del Duende eran utilizadas para el contrabando de drogas y que mistress Marshall fue muerta porque se enteró accidentalmente de algo relacionado con el asunto. Y hay una tercera posibilidad: que fue asesinada por un maniático religioso. Y una cuarta... ¿No es cierto, capitán Marshall, que tenía usted que cobrar una buena cantidad de dinero a la muerte de su esposa?

—Acabo de decir a usted...

—Sí, sí... Convengo en que es imposible que usted pudiese matar a su mujer... actuando solo. Pero supongamos que alguien le ayudó.

—¿Qué diablos quiere usted decir?

El hombre flemático se sulfuraba al fin. Medio se levantó de su asiento. Su voz era amenazadora. Brillaban de ira sus ojos.

—Quiero decir —prosiguió Poirot— que este crimen no fue cometido por una sola mano. Intervinieron en él dos personas. Es completamente cierto que usted no pudo mecanografiar aquella carta y estar al mismo tiempo en la ensenada... pero habría habido tiempo para que usted escribiese aquella carta en taquigrafía y que alguien la mecanografiase en su habitación mientras usted se ausentaba para cumplir su criminal misión.

Hércules Poirot miró a Rosamund Darnley y añadió:

Miss Darnley afirma que abandonó Sunny Ledge á las once y diez y le vio a usted escribir en su cuarto. Pero precisamente a aquella hora mister Gardener subió al hotel a buscar un ovillo de lana para su mujer. Y no encontró a miss Darnley ni la vio. Esto es algo extraño. Parece como sí miss Darnley nunca hubiese abandonado Sunny Ledge, o, si lo hizo, sería mucho más temprano y estuvo en la habitación de usted escribiendo afanosamente. Otro punto: usted afirmó que cuando miss Darnley se asomó a su habitación a las, once y cuarto la vio usted, por el espejo. Pero el día del asesinato su máquina de escribir y sus papeles se encontraban sobre una mesa en el otro ángulo de la habitación, mientras que él espejo estaba colgado ante las ventanas. Tal afirmación fue, pues, una deliberada mentira. Más tarde trasladó usted su máquina de escribir a la mesa colocada debajo del espejo como para justificar su historia... pero era demasiado tarde. Yo estaba enterado de que tanto usted como miss Darnley habían mentido.

—¡Qué diabólicamente ingenioso es usted! —exclamó. Rosamund Darnley..

—¡Pero no tan diabólico e ingenioso como el hombre que mató a Arlena Marshall! —replicó Poirot—. Retrocedamos con la imaginación. ¿Con quién pensé yo... con quién pensaron todos... que Arlena había ido a reunirse aquella mañana? Todos llegamos a la misma conclusión. Patrick Redfern. No era un chantajista quien la esperaba. Con sólo mirarla a la cara lo habría yo adivinado. ¡Oh, no!, iba a reunirse con su amante... ¡o al menos así lo creía ella!

»Estoy completamente seguro. Arlena Marshall fue a reunirse con Patrick Redfern. Pero un minuto después Patrick Redfern aparecía en la playa buscando a Arlena. ¿Qué había ocurrido, pues?

—Que algún malvado utilizó mi nombre —dijo Patrick Redfern con reprimida ira.

Poirot prosiguió:

—Usted estaba evidentemente inquieto y sorprendido por la ausencia de Arlena. Demasiado evidentemente, quizá. Teniendo todo esto en cuenta, mister Redfern, mi opinión, es que ella fue a la Ensenada del Duende a reunirse con usted, que allí se encontraron y que usted, la mató como tenía planeado.

—¡Usted está loco! —exclamó Patrick con su jovial voz de irlandés—. Estuve con usted en la playa hasta que acompañé en el bote a miss Brewster y descubrimos el cadáver.

—Usted la mató —repitió Poirot— después de que miss Brewster se alejó en el bote para ir a avisar a la policía. Arlena Marshall no estaba muerta cuando ustedes llegaron a la playa. Esperaba oculta en la cueva a que se despejase la costa.

—¿Pero y el cadáver? Miss Brewster y yo vimos el cadáver.

—Un cuerpo sí, pero no un cadáver. El cuerpo vivo de la mujer que le ayudó a usted, pintados brazos y piernas con yodo y el rostro oculto por un sombrero de cartón verde. Cristina, su mujer (o posiblemente nada más que su amante), le ayudó a cometer este crimen como le ayudó a cometer aquel otro de hace años, cuando se descubrió el cuerpo de Alice Corrigan veinte minutos antes de que ésta muriese... asesinada por su marido Edward Corrigan ¡Usted!

—Ten cuidado, Patrick, no pierdas la serenidad —dijo la voz fría y aguda de Cristina—. Mister Poirot bromea.

—Les interesará saber —continuó Poirot— que tanto usted como su esposa Cristina fueron fácilmente reconocidos por la policía de Surrey en un grupo fotografiado aquí. Les identificaron a ustedes en seguida como Edward Corrigan y Cristina Deverill, la joven que descubrió el cadáver.

Patrick Redfern se puso en pie. Su bello rostro se transformó, congestionado de sangre, ciego de rabia. Era el rostro de un homicida... de una fiera.

—¡Maldito gusano! —rugió, arrojándose sobre Poirot y clavándole los dedos en la garganta.

Загрузка...