3



Linda Marshall se encontraba en la pequeña tienda que abastecía a los visitantes de Leathercombe Bay. Uno de sus lados estaba ocupado por estanterías llenas de libros, que podían alquilarse por la suma de dos peniques. Los más modernos tenían diez años de antigüedad, otros, veinte años, y algunos bastantes más.

Linda cogió primero uno y luego otro, dudando, y los examinó. Y como decidiera que no podía, posiblemente, leer ninguno de ellos, sacó del estante un pequeño volumen encuadernado en cuero castaño.

Pasaba el tiempo...

Con un respingo, Linda volvió el libro al estante al oír la voz de Cristina Redfern que le preguntaba:

—¿Que está usted leyendo, Linda?

—Nada. Estoy buscando un libro —contestó apresuradamente la joven.

Extrajo al azar «El Matrimonio de William Ashe» y avanzó hacia el mostrador, buscando en el bolso dos peniques.

Mister Blatt me llevó al hotel después de atropellarme casi con su coche —dijo Cristina—. Como no me agradaba atravesar con él toda la calzada, le dije que tenía que comprar algunas cosas.

—¡Oh!, ¿verdad que es antipático? —dijo Linda—. Siempre está hablando de lo rico que es, y tiene unas bromas terribles.

—Pobre hombre —dijo Cristina—. Realmente, da lástima.

Linda no se mostró de acuerdo. No veía motivo para compadecer a mister Blatt. Ella era joven y despiadada.

Salió con Cristina Redfern de la tienda y recorrieron juntas la calzada. La joven iba abstraída en sus pensamientos. Le agradaba Cristina Redfern. Ella y Rosamund Darnley eran las únicas personas soportables de la isla, en opinión de Linda. Ninguna de las dos hablaba mucho con ella, no obstante. Ahora, mientras caminaban, Cristina no dijo tampoco nada. Aquello, pensaba Linda, era señal de buen juicio. Si uno no tiene que decir nada que valga la pena, ¿por qué tener que ir charlando todo el tiempo?

Se perdió en sus propias perplejidades.

Mistress Redfern —dijo de pronto—, ¿ha notado usted alguna vez que todo es tremendo, tan terrible que le dan a una ganas de llorar?

Las palabras eran casi cómicas, pero el rostro de Linda revelaba una ansiedad que nada tenía de risueño. Cristina Redfern, que la miró al principio con cierta alarma, no encontró en sus palabras ningún motivo de risa.

—Sí, sí —dijo—, yo he sentido lo mismo muchas veces.

Загрузка...