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Patrick Redfern había recobrado por completo su estado de ánimo normal. Parecía pálido y ojeroso, pero sus modales no revelaban la menor emoción.

—¿Es usted mister Patrick Redfern, de Crossgates, Seldon, Princess Risborough?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo hacia que conocía usted a mistress Marshall?

—Tres meses —contestó Redfern tras titubear un momento.

—El capitán Marshall nos ha dicho que usted y ella se conocieron casualmente en una fiesta. ¿Es cierto lo que asegura ese caballero?

—Sí, señor.

—El capitán Marshall ha insinuado que hasta que ustedes no se encontraron aquí no entablaron verdadera amistad. ¿Es cierto, mister Redfern?

Patrick Redfern titubeó de nuevo.

—No, exactamente —dijo—. En realidad nos habíamos visto muchas veces antes de ahora.

—¿Sin conocimiento del capitán Marshall?

Redfern enrojeció ligeramente.

—Yo no sé si lo sabía o no —contestó.

—¿Y fue también sin conocimiento de su esposa, mister Redfern? —intervino Poirot.

—Creo que mencioné a mi esposa que había conocido a la famosa Arlena Stuart.

—¿Pero se enteró de la frecuencia con que se veían ustedes? —insistió Poirot.

—Bueno... quizá no.

—¿Convinieron usted y mistress Marshall en encontrarse aquí? —preguntó Weston.

Redfern guardó silencio un minuto. Luego se encogió de hombros.

—Supongo —dijo— que todo va a descubrirse y que es inútil seguir fingiendo con ustedes. Yo estaba chiflado por aquella mujer, loco, ciego, como ustedes quieran. Ella quiso que viniera aquí. Me resistí un poco y luego accedí. Confieso que no habría podido resistir a nada de lo que me pidiera. Ejercía un efecto dominador sobre la gente.

—La describe usted admirablemente —murmuró Hércules Poirot—. Era la eterna Circe.

—Hechizaba a los hombres —repitió Redfern con amargura—. Voy a ser franco con ustedes, señores. No quiero ocultarles nada. ¿De qué serviría? Como les he dicho, estaba ciego por ella. No sé si me correspondía o no. Pero lo fingía. Era una de esas mujeres que pierden el interés por un hombre en cuanto se apoderan de él en cuerpo y alma. A mí sabía que me tenía a su albedrío. Esta mañana, cuando la encontré en la playa, muerta, fue como si... —hizo una pausa— como si algo me hubiese golpeado entre los ojos. Me sentí ofuscado, aturdido...

—¿Y ahora? —preguntó Poirot, inclinándose hacia delante.

Patrick Redfern resistió sin pestañear la mirada de sus ojos.

—Les he dicho a ustedes la verdad. Lo que ahora necesito saber es qué parte de ella va a ser del conocimiento público. Mi conducta no pudo influir en nada en la muerte de aquella mujer, pero si se hace pública, va a ser muy humillante para mi esposa.

»¡Oh, ya sé —prosiguió rápidamente— que dirán ustedes que no me preocupé mucho por ella hasta ahora! Quizá sea cierto. Pero, aunque pueda parecer el peor de los hipócritas, la verdad real es que quiero a mi mujer... y que la quiero con toda mi alma. Lo otro fue una locura, una de esas idioteces que hacen los hombres... pero Cristina es diferente. Ella es la verdad. Aun en medio de mis extravíos no he dejado de pensar un instante que ella era la persona que realmente contaba en mi vida. —Hizo una pausa, suspiró, y dijo casi patéticamente—: ¡Quisiera poderles hacer creer eso!

—Yo le creo —dijo Poirot, inclinándose hacia delante—. ¡Sí, sí, yo le creo!

Redfern le dirigió una mirada de gratitud.

—Gracias —dijo.

El coronel Weston se aclaró la garganta.

—Puede usted estar seguro, mister Redfern —dijo—, de que no cometeremos indiscreciones inútiles. Si su pasión por mistress Marshall no desempeñó papel alguno en el asesinato, no habrá necesidad de mencionarla en el caso. Pero usted no parece darse cuenta de que su... su ofuscación por aquella mujer puede tener una relación directa con el asesinato. Puede constituir el móvil del crimen.

—¿El móvil? —repitió Patrick Redfern en tono de extrañeza.

—¡Sí, mister Redfern, el móvil! Él capitán Marshall quizá no estuviese enterado del asunto. Suponga usted que se enteró de pronto...

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Redfern—. ¿Quiere usted decir que se enteró... y la mató?

—¿No se le había ocurrido a usted esa solución? —preguntó con alguna sequedad el coronel.

—No; nunca me pasó por la imaginación. No era probable que Marshall...

—¿Cuál fue la actitud de la mujer? —preguntó Weston. —¿Se mostraba intranquila por si sus devaneos llegaban a los oídos del marido, o parecía indiferente?

—Más bien un poco nerviosa —contestó Redfern—. No quería que él sospechase nada.

—¿Parecía tenerle miedo?

—¿Miedo? No. Yo creo que no.

—Perdone, mister Redfern —intervino Poirot—, ¿se trató en alguna ocasión del divorcio?

Patrick Redfern movió la cabeza en rotundo gesto negativo.

—¡Oh, no! No se trató de nada semejante. Estaba por medio Cristina. Y estoy seguro de que Arlena nunca pensó en tal cosa. Estaba perfectamente satisfecha de su matrimonio con Marshall. Nunca pensó en mí como posible marido. Yo no era para ella más que una nueva conquista que calmaba su insaciable vanidad. Yo lo sabía, y, sin embargo, por extraño que parezca, eso no alteró mis sentimientos hacia ella...

Se extinguió su voz. Quedó pensativo.

Weston le volvió a la realidad del momento.

—Escuche, mister Redfern, ¿tuvo usted alguna cita particular con mistress Marshall esta mañana?

—Ninguna —contestó Redfern—. Generalmente nos veíamos todas las mañanas en la playa. Teníamos la costumbre de hacer alguna excursión en esquife.

—¿Se sorprendió usted al no encontrar a mistress Marshall esta mañana?

—Sí, mucho. No podía comprenderlo.

—¿Qué pensó usted?

—No sabía qué pensar. Tenía la esperanza de verla aparecer de un momento a otro.

—¿No tiene usted idea de con quién pudo ir a entrevistarse, dejando por primera vez de reunirse con usted?

Patrick Redfern se limitó a mover la cabeza con expresión de perplejidad.

—Cuando usted celebraba una entrevista con mistress Marshall, ¿dónde se encontraban?

—A veces nos reuníamos por la tarde en la Ensenada de las Gaviotas. Por la tarde no da allí el sol, y, generalmente, no va nadie. Nos citamos allí una o dos veces.

—¿Y nunca en la otra ensenada? ¿En la del Duende?

—No. La del Duende está orientada hacia el Oeste y la gente acude allí en botes y esquifes por la tarde. Nunca tratamos de reunimos por la mañana. Nos habríamos hecho notar demasiado. Por la tarde la gente se desparrama por la isla para dormitar y nadie se preocupa de dónde están los demás. Después de cenar, cuando hacía buena noche, acostumbrábamos también a dar juntos un paseo por diferentes partes de la isla.

—¡Ah, sí! —murmuró Hércules Poirot, y Patrick Redfern le lanzó una interrogadora mirada.

—¿Entonces no puede usted iluminarnos respecto a la causa que llevó a mistress Marshall a la Ensenada del Duende? —preguntó Weston.

—No tengo la menor idea —contestó Redfern con acento de sinceridad.

—¿Tenía algunos amigos por estos alrededores?

—No, que yo sepa.

—Piense ahora con atención en lo que le voy a preguntar, mister Redfern. Usted conoció a la señora Marshall en Londres. Tuvo usted, pues, que relacionarse con algunos miembros de su círculo. ¿Conoce usted a alguno que tuviera motivos de resentimiento contra ella? ¿Alguno, por ejemplo, a quien usted hubiera suplantado en su capricho?

Patrick Redfern reflexionó unos minutos. Luego contestó con firmeza:

—De verdad que no puedo recordar a nadie.

El coronel Weston tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Bien, no hay otra solución —dijo al fin—. Parece ser que nos quedan solamente tres posibilidades. La de un desconocido homicida, algún monomaníaco, que acertó a encontrarse por estos alrededores, parece un poco rara...

—Y, sin embargo, es la más verosímil.

—No es este un asesinato de «matorral solitario» —replicó Weston—. Aquella playa es un lugar bastante accesible. El asesino tuvo que llegar por la calzada, pasar por delante del hotel, subir a lo alto de la isla y bajar por aquella escalerilla, o bien llegar hasta allí en bote. Ninguno de los dos procedimientos es verosímil para un asesino casual.

—Dijo usted que quedaban tres posibilidades —recordó Patrick a Weston.

—¡Ah, sí! —dijo el coronel—. Existen dos personas en esta isla que tenían un motivo para matar a mistress Marshall: su marido, por una parte, y su esposa de usted, por otra.

—¿Mi esposa? ¿Cristina? —dijo Redfern, consternado—. ¿Piensa usted que Cristina tiene algo que ver en este asunto?

Se puso en pie y empezó a tartamudear en su incoherente apresuramiento por encontrar palabras.

—Está usted loco... completamente loco... ¿Cristina? ¡Pero si es imposible! ¡Es una suposición ridícula!

—Comprenda usted, mister Redfern —dijo Weston—, que los celos son un móvil poderosísimo. Las mujeres celosas pierden por completo el dominio de sí mismas.

—Cristina, no —replicó vehemente Redfern—. Cristina no es así. Era desgraciada, lo reconozco, pero nunca hubiera sido capaz de... ¡Oh, en ella no puede haber violencia alguna! Es inconcebible.

Hércules Poirot quedó pensativo. Violencia. La misma palabra que había empleado Linda Marshall.

—Además —prosiguió Redfern confidencialmente—, sería absurdo. Arlena era dos veces más fuerte físicamente que Cristina. Dudo que Cristina pudiera estrangular a un gato, y menos a una mujer fuerte y nerviosa como Arlena. Por otra parte, Cristina nunca había podido bajar a la playa por aquella escalerilla. No tiene cabeza para esa clase de equilibrios. ¡Le digo a usted que esta suposición es fantástica!

El coronel Weston se rascó la cabeza, pensativo.

—Bien —dijo—. Le concedo a usted que la hipótesis no parece muy verosímil. Pero el móvil es lo primero que tenemos que buscar. Móvil y oportunidad —añadió.

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