Capítulo XII

1



—¿Una excursión campestre, mister Poirot?

Emily Brewster le miró como si hubiese enloquecido.

—Le parece a usted una rareza, ¿verdad? —dijo Poirot. —Pues a mí me parece una idea admirable. Necesitamos algo fuera de lo de todos los días, de lo acostumbrado, para llevar nuestras vidas a la normalidad. Yo estoy deseoso de ver algo de Dartmoor. El tiempo es bueno ¡nos reanimará a todos! Ayúdeme, pues, en este asunto. Persuada a todo el mundo.

La iniciativa encontró un inesperado éxito. Todos dudaron al principio, pero terminaron confesando que no era tan mala idea después de todo.

Al capitán Marshall no se le dijo nada. Había ya él anunciado que tenía que ir a Plymouth aquel día. Mister Blatt se adhirió con entusiasmo. Estaba decidido a ser el alma y vida de la partida. Además de él, la formaron Emily Brewster, los Redfern, Stephen Lane, los Gardener —a quienes se convenció de que aplazasen su marcha por un día—, Rosamund Darnley y Linda.

Poirot había estado elocuente con Rosamund, recalcando lo conveniente que sería para Linda tener algo que la distrajese. Rosamund se mostró de acuerdo con esto y dijo:

—Tiene usted mucha razón. Ha sido una conmoción demasiad» violenta para una chiquilla de su edad. Desde entonces se encuentra en un estado de nerviosidad constante.

—Es muy natural, mademoiselle. Pero a esa edad se olvida pronto. Persuádala a que venga. Usted puede, lo sé.

El mayor Barry rehusó firmemente. Dijo que no le gustaban las excursiones campestres.

—Hay que llevar muchos cestos —explicó—. Y, además, todo se vuelven incomodidades. Me gusta más comer sobre una mesa.

—La partida se reunió a las diez. Habían sido pedidos tres coches. Mister Blatt peroraba ruidosamente, imitando a un guía de turismo.

—Por aquí, señoras y caballeros, por aquí se va a Dartmoor. Brezos y arándanos. Nata de Devonshire y presidiarios. ¡Lleven a sus esposas, caballeros, y los amarán toda la vida! Paisajes garantizados. ¡Suban! ¡Suban!

En el último minuto bajó Rosamund Darnley. Parecía preocupada.

—Linda no viene —anunció—. Dice que tiene un dolor de cabeza terrible.

—Pues esto le sentará bien —replicó Poirot—. Convénzala, mademoiselle.

—Es inútil —dijo firmemente Rosamund—. Está absolutamente decidida. Le he dado un poco de aspirina y se ha ido a, acostar. —Rosamund añadió tras titubear un momento—:

Me parece que yo tampoco podré ir con ustedes.

—¡Eso no puede consentirse, señorita; eso no puede permitirse! —gritó mister Blatt, agarrándola alegremente por el brazo—. «La haute Mode» tiene que honrarnos con su compañía. ¡Nada de negativas! La llevo a usted detenida. Sentenciada a Dartmoor.

La condujo sin soltarla hasta el primer coche. Rosamund lanzó una suplicante mirada a Hércules Poirot.

—Yo me quedaré con Linda —se ofreció Cristina Redfern—. No tengo interés en ir.

—¡Oh, vamos, Cristina! —rogó Patrick.

—No, no; tiene usted que venir, madame —intervino Poirot—. Para un dolor de cabeza es mejor la soledad. Vamos, en marcha.

Los tres coches se alejaron. Fueron primero a la auténtica Cueva del Duende, en Sheepstor y armaron gran jolgorio buscando la entrada, que encontraron, al fin, ayudados por la vista de una tarjeta postal.

Era muy molesto circular por entre los grandes peñascos, y Hércules Poirot no lo intentó. Observaba indulgentemente, mientras Cristina Redfern saltaba ágilmente de piedra en piedra y comprobaba que su esposo nunca estaba muy lejos. Rosamund y Emily Brewster se habían unido para realizar sus exploraciones, aunque la última resbaló una vez y se torció ligeramente el tobillo. Stephen Lane se mostró infatigable, curioseando por entre las peñas. Mister Blatt se contentó con alejarse un poco y gritar animosamente mientras tomaba fotografías de los exploradores, de los paisajes, de todo cuanto le agradaba.

Los Gardener y Poirot se sentaron al borde del camino. La voz de mistress Gardener se elevó en inacabable monólogo, puntuado, de vez en cuando, por el obediente «Sí, querida» de su esposo.

—... es lo que siempre he dicho, mister Poirot, y mister Gardener está de acuerdo conmigo: las fotos pueden traer muchos disgustos. A menos, claro está, que se hagan entre amigos. Ese mister Blatt no tiene escrúpulos de ninguna clase. Se acerca a cualquiera y le saca una fotografía, y eso, como he dicho a mister Gardener, es señal de mala educación. ¿Verdad que te lo dije así, Odell?

—Sí, querida.

—Recuerden aquel grupo que nos sacó a todos sentados en la playa. No me pareció mal, pero debió pedir permiso primero. Como no avisó, sorprendió a miss Brewster en el momento de disponerse a levantarse, y eso la hizo aparecer en postura un poco ridícula.

—Cierto, querida —convino mister Gardener, sonriendo.

—Y ahí tienen ustedes a mister Blatt entregando copias a todo el mundo sin pedir permiso a nadie. Me fijé en que a usted le entregó una, mister Poirot.

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—Cierto —dijo—. Y aprecié mucho el obsequio.

—Y fíjense cómo se está portando hoy —prosiguió mistress Gardener—. No hace más que gritar y decir chabacanerías. A mí me pone nerviosa. Debió usted arreglárselas para que se quedase en casa, mister Poirot.

—Lo siento, madame. Me habría sido muy difícil —murmuró el detective.

—Lo creo. Ese hombre se mete en todas partes. No tiene la menor sensibilidad.

En aquel momento el descubrimiento de la Cueva del Duende fue saludado desde abajo con enorme griterío.

La partida se dirigió después, bajo la dirección de Hércules Poirot, a un delicioso lugar situado al pie de un montículo junto a un riachuelo. Un estrecho puente rustico cruzaba el río y Poirot y mister Gardener indujeron a todos a atravesarlo para acomodarse en un pequeño claro, libre de tejos espinosos, sitio ideal para merendar.

Hablando volublemente de sus sensaciones, mistress Gardener cruzó el puentecillo sin novedad. De pronto se oyó un pequeño grito. Emily Brewster se había detenido en medio de la plancha, con los ojos cerrados, vacilante.

Poirot y Patrick Redfern se lanzaron a sostenerla.

—Gracias, gracias —dijo Emily, avergonzada—. Nunca serví para cruzar agua corriente. Me mareo. ¡Qué estupidez!

Se sacaron las viandas y empezó la merienda.

Todos estaban secretamente sorprendidos de lo mucho que les agradaba la excursión. Ello se debía, quizá, a que les proporcionaba un escape a una atmósfera libre de sospechas y temores. Allí, con el rumor del agua, el suave olor del aire y el cálido colorido de helechos y brezos parecía borrado, como si nunca hubiese existido, un mundo cargado de interrogatorios e investigaciones policíacas. Hasta mister Blatt olvidó que era el alma y vida de la reunión. Después de la merienda se alejó para dormitar un poco, y sus apagados ronquidos atestiguaron su bienaventurada inconsciencia.

Al recogerse las cestas de la merienda, todos los excursionistas se sentían de buen humor y felicitaron a Poirot por su buena idea.

El sol iba hundiéndose cuando emprendieron el regreso por los estrechos e intrincados senderos. Desde lo alto de la colina disfrutaron una breve ojeada del conjunto de la isla con el blanco hotel en medio.

Con el sol hacia el ocaso el paisaje aparecía resplandeciente de paz bucólica.

La señora Gardener, poco locuaz por una vez, suspiró y dijo:

—Le doy las gracias, mister Poirot. ¡Me siento tan tranquila! ¡Es todo tan maravilloso!

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