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Hércules Poirot desayunó en su habitación, como de costumbre, café y panecillos.

La belleza de la mañana, no obstante, le tentó a abandonar el hotel más temprano que de ordinario. Eran las diez —media hora antes, por lo menos, de su acostumbrada aparición— cuando descendía hacia la playa. Esta hubiera estado desierta de no ser por una persona.

Era Arlena Marshall.

Envuelta en su albornoz, con el verde sombrero chino en la cabeza, trataba de botar al agua una yola de madera blanca. Poirot se acercó galantemente a ayudarla, mojándose por completo al hacerlo así un elegante par de zapatos de piel de Suecia.

Ella le dio las gracias con una de aquellas miradas de soslayo tan suyas.

En el momento de arrancar de la orilla le llamó:

—¡Mister Poirot! Poirot se acercó:

Madame.

—¿Quiere usted hacerme un favor?

—Con mucho gusto.

—No le diga a nadie que me ha visto. —Su mirada se hizo suplicante—. Todos querrían seguirme. Y quiero estar sola por una vez.

Se alejó remando vigorosamente.

Poirot paseó playa arriba, con las manos a la espalda.

Ah, ça jamáis! Eso, par exemple, no lo creo —iba murmurando.

Lo que le parecía increíble era que Arlena Marshall hubiese deseado en su vida encontrarse sola.

Hércules Poirot, hombre de mundo, sabía algo más. Arlena Marshall iba indudablemente a acudir a una cita, y Poirot tenía una buena idea de con quién.

O por lo menos así lo creía, pero en eso tuvo ocasión de convencerse de que estaba equivocado.

En el momento en que la yola doblaba la punta de la bahía y desaparecía de la vista, Patrick Redfern, seguido de cerca por Kenneth Marshall, bajaba por la playa desde el hotel.

Marshall saludó a Poirot con una inclinación de cabeza.

—Buenos días, Poirot. ¿Ha visto usted a mi esposa por alguna parte?

La contestación de Poirot fue diplomática:

—¿Se ha levantado madame tan temprano?

—No está en su habitación —dijo Marshall, y añadió, mirando al cielo—: ¡Hermoso día! Voy a tomar un baño ahora mismo. Tengo mucho que escribir esta mañana.

Patrick Redfern, menos descaradamente, miraba a uno y otro lado de la playa.

—¿Y madame Redfern? —preguntó Poirot—. ¿Se ha levantado también temprano?

—¿Cristina? Oh, ha salido a tomar apuntes. Ahora le ha dado por el arte.

Hablaba impaciente, con la imaginación claramente puesta en otra parte. A medida que fue pasando el tiempo esta impaciencia por la llegada de Arlena fue haciéndose demasiado visible. A cada pisada que oía volvía ansiosamente la cabeza para ver quién bajaba del hotel.

Sufrió decepción tras decepción.

Primero llegó él matrimonio Gardener completo, con la labor de punto y el libro, y luego miss Brewster.

Mistress Gardener, trabajadora como siempre, se acomodó en su silla y empezó a hacer punto vigorosamente y a hablar al mismo tiempo.

—Bien, mister Poirot. La playa parece muy desierta esta mañana. ¿Adónde ha ido la gente?

Poirot contestó que los Masterman y los Cowan, dos familias con muchachos jóvenes, habían salido al mar de excursión.

—Se les echa de menos, no viéndoles dar vueltas por aquí riendo y gritando. Observo que sólo hay una persona bañándose, el capitán Marshall.

Marshall acababa de terminar su ejercicio de natación y subía por la playa ciñéndose la toalla.

—Se está muy bien en el agua esta mañana —dijo—. Desgraciadamente tengo mucho que hacer y no hay más remedio que ponerse a trabajar.

—Sí que es una pena tener que encerrarse en un día tan hermoso como éste, capitán Marshall. El de ayer, en cambio, fue terrible. Yo dije a mister Gardener que si el tiempo continuaba así, tendríamos que marcharnos. No hay nada tan melancólico como la niebla envolviendo la isla. Le da a una una especie de sensación fantasmal. Yo siempre he sido muy susceptible a los cambios atmosféricos desde que era una chiquilla. A veces me ponía a llorar y a llorar sin ton ni son. Y aquello, como es natural, preocupaba mucho a mis padres. Pero mi madre era una mujer encantadora y le decía a mi padre: «Sinclair, si la niña se pone a llorar, hay que dejarla. El llorar es su modo de expresión». Y mi padre se mostraba de acuerdo. Quería mucho a mi madre y hacía todo lo que ella decía. Formaban una pareja perfecta, y si no, que lo diga mister Gardener. ¿Verdad, Odell?

—Sí, querida —contestó mister Gardener.

—¿Y dónde está su hija esta mañana, capitán Marshall?

—¿Linda? No lo sé. Estará leyendo en cualquier rincón de la isla.

—¿Sabe usted, capitán Marshall, que la muchacha me parece un poco flacucha? Necesita que se la alimente y que se la trate con mucho, con muchísimo cuidado.

—Linda se siente bien —dijo secamente Kenneth Marshall, y se alejó hacia el hotel.

Patrick Redfern no se decidió a meterse en el agua. Anduvo de un lado a otro, mirando francamente hacia el hotel. Empezaba a ponerse un tanto huraño.

Miss Brewster se mostró alegre y dicharachera. La conversación se pareció mucho a la de la mañana anterior: largas peroratas de mistress Gardener y lacónicos asentimientos de su marido.

—La playa parece un poco desierta —dijo miss Brewster—. ¿Es que todo el mundo se ha ido de excursión?

—Precisamente esta mañana le estuve diciendo a mister Gardener que tenemos que hacer una excursión a Dartmoor. Está muy cerca y conserva recuerdos muy románticos. Y me gustaría ver aquel presidio... Princetown, ¿no se llama así? Creo que deberíamos ponernos de acuerdo ahora y realizar la excursión mañana, Odell.

—Como quieras, querida —contestó mister Gardener.

—¿Va usted a bañarse, señorita? —preguntó Hércules Poirot a miss Brewster.

—Oh, ya me di mi chapuzón matinal antes de desayunarme. Por cierto que alguien estuvo a punto de romperme la cabeza con una botella. La tiraron desde una de las ventanas del hotel.

—He aquí una costumbre muy peligrosa —dijo mistress Gardener—. Yo tenía una amiga a quien causaron una conmoción con un tubo de pasta dentífrica que arrojaron por una ventana de un piso treinta y cinco. Estuvo bastante grave. —Mistress Gardener empezó a rebuscar entre sus ovillos de lana—. Escucha, Odell, me parece que no he traído aquel otro ovillo de lana color púrpura. Está en el segundo cajón de la cómoda de nuestro dormitorio... o quizá en el tercero.

—Sí, querida.

Mister Gardener se levantó obediente y marchó en busca de lo pedido.

Mistress Gardener siguió diciendo:

—A veces pienso que quizá vayamos demasiado de prisa en nuestros días. Con todos nuestros grandes descubrimientos y todas las ondas eléctricas que debe de haber en la atmósfera se origina un estado de inquietud mental que quizá exija ya un nuevo mensaje a la Humanidad. No sé, mister Poirot, si se ha interesado usted alguna vez por las profecías de las Pirámides.

—No, ciertamente —contestó Poirot.

—Pues le aseguro que son interesantísimas y demuestran que los antiguos egipcios tuvieron una guía especial, pues de otro modo no podría habérseles ocurrido todo eso a ellos solos. Y cuando se profundiza en la teoría de los números y su repetición, se ve todo tan claro que no comprendo cómo puede nadie dudar de su verdad ni un momento.

Mistress Gardener se detuvo triunfalmente, pero ni Poirot ni miss Emily Brewster se sintieron inclinados a discutir el asunto.

Poirot observaba melancólicamente sus blancos zapatos de piel de Suecia.

—¿Ha estado usted chapoteando con sus zapatos, mister Poirot? —preguntó Brewster.

—¡Ay!, me vi obligado —murmuró Poirot.

Emily Brewster bajó la voz.

—¿Dónde está nuestra vampiresa esta mañana? Parece que se retrasa.

Mistress Gardener levantó la vista de la labor y murmuró:

—Parece un torbellino. No comprendo cómo los hombres pueden volverse tan locos. ¿Y qué pensará el capitán Marshall? Es un hombre flemático, muy inglés y muy reservado. Nunca sabe una en lo que está pensando.

Patrick Redfern se levantó y empezó a pasearse por la playa.

—Parece un tigre —comentó mistress Gardener.

Tres pares de ojos le observaban. Sus escrutadoras miradas parecían ponerle más nervioso. Parecía ahora mucho más huraño y malhumorado.

Llegó a los oídos de todos un débil campaneo por la parte de tierra firme.

—El viento vuelve a soplar del Este —murmuró Emily Brewster—. Es una buena señal cuando se oyen las campanas del reloj de una iglesia.

Nadie dijo nada más hasta que mister Gardener volvió con el ovillo de lana púrpura que había ido a buscar.

—¡Cuánto has tardado, Odell!

—Lo siento, querida; pero no estaba en la cómoda. Lo encontré en el ropero.

—¡Cómo! ¿No es extraordinario? Habría jurado que lo puse en el cajón de la cómoda. Creo que ha sido una suerte que nunca haya tenido que declarar ante un Tribunal. Me moriría de angustia en el caso de que no lograse recordar algo con exactitud.

Mistress Gardener es muy escrupulosa —afirmó mister Gardener.

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