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Mister Horace Blatt, al volver a Leathercombe Bay, y cuando bajaba por una estrecha y retorcida vereda, estuvo a punto de derribar a mistress Redfern en una revuelta.

Mientras la señora se apartaba bruscamente para evitar el atropello, mister Blatt detuvo su «Sunbeam» aplicándole vigorosamente los frenos.

—¡Hola, hola! —saludó mister Blatt alegremente.

Era un hombrachón de rostro apoplético con un fleco de cabellos rojizos en torno a una gran calva reluciente.

La ambición aparente de mister Blatt era ser el alma y vida del lugar donde acertase a estar. El Jolly Roger Hotel, según su opinión, expresada un poco ruidosamente, necesitaba un poco de alegría. A él le chocaba la manera que tenía la gente de escabullirse y desaparecer en cuanto él entraba en escena.

—Casi la convierto a usted en mermelada de madroños— comentó alegremente.

—Poco faltó —contestó Cristina Redfern.

—Suba usted —ofreció mister Blatt.

—Oh, gracias... voy a seguir paseando.

—No haga usted tal tontería. ¿Para qué sirven los coches?

Cediendo a la necesidad, Cristina Redfern subió al vehículo. Mister Blatt volvió a poner en marcha el motor, que H había parado debido a la brusquedad con que el conductor frenó.

—¿Y qué hace usted paseando por aquí tan sola? —inquirió mister Blatt—. Eso no está bien, tratándose de una muchacha tan bonita.

—¡Oh, me gusta pasear sola! —se apresuró a decir Cristina.

Mister Blatt le dio un terrible codazo, al mismo tiempo que se le desviaba el coche hasta casi el borde del camino.

—Las muchachas siempre dicen eso —murmuró—; pero no lo sienten. Lo que pasa es que el Jolly Roger necesita un poco de animación. Allí no hay vida. Y es que se hospedan en él una colección de momias. Aquel viejo angloindio aburre a cualquiera, y el párroco y los americanos son una invitación al bostezo. ¡Pues mire que aquel extranjero con aquel bigote...! ¡Qué risa me da su bigote! Y creo que se trata de un peluquero o algo por el estilo.

—¡Oh, no; es un detective! —aclaró Cristina Redfern.

Mister Blatt casi dejó que el coche fuese otra vez a la cuneta.

—¿Un detective? ¿Quiere usted decir que anda disfrazado?

—¡Oh, no; es realmente así! Se llama Hércules Poirot, Tiene usted que haber oído hablar de él.

—¿No ocultará su verdadero nombre? ¡Oh, sí; he oído hablar de él! Pero creí que ya había muerto. ¿Qué estará buscando por aquí?

—No busca nada. Está pasando sus vacaciones.

—Bien, quiero suponer que sea así —dijo mistar Blatt con acento de duda—. ¿Pero verdad que tiene aspecto de peluquero?

—Quizá nada más un poco extraño —dijo Cristina.

—Eso será —convino mister Blatt—. A mí que me den siempre ingleses, aun tratándose de detectives.

Llegaron al pie de la colina y, con gran algarabía de triunfantes bocinazos, mister Blatt metió el coche en el garaje del Jolly Roger, que estaba situado, por causa de las mareas, en los terrenos opuestos al hotel.

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