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Stephen Lane entró en la habitación, caminando con su acostumbrado vigor.

—Soy el jefe de policía de este distrito —se anunció Weston—. Supongo que le habrán dicho lo que ha ocurrido aquí.

—Sí... ¡oh, sí, me enteré en cuanto llegué! Terrible... terrible. —Su recio armazón se estremeció—. Desde que estoy aquí —añadió abajando la voz—, he tenido la sensación de que nos iban cercando las fuerzas del Mal.

Sus ojos, ávidos y ardientes, se clavaron en Poirot.

—¿Recuerda, mister Poirot, nuestra conversación de hace unos días? ¿Sobre la realidad del Mal?

Weston estudiaba la alta y corpulenta figura del clérigo con cierta perplejidad. Encontraba difícil llegar a comprender a aquel hombre. La mirada de Lane volvió a él. El clérigo añadió con leve sonrisa:

—No sé por qué se me figura que le parezco a usted fantástico, señor. En nuestros días hemos abandonado la creencia en el Mal. ¡Hemos abolido el fuego del infierno! ¡Ya no creemos en el Diablo! ¡Pero Satán y los emisarios de Satán nunca fueron más poderosos que hoy en día!

—¡Oh, sí, es muy posible! —dijo Weston—. Pero todo eso, mister Lane, es de su ministerio. El mío es más prosaico... consiste en aclarar un caso de asesinato.

—Horrible palabra. ¡Asesinato! —exclamó Stephen—. Uno de los primeros pecados que se conocieron sobre la Tierra: el cruel derramamiento de la sangre de un hermano inocente... —Hizo una pausa, con los ojos medio cerrados, y añadió en tono más natural—: ¿En qué —puedo servirle?

—En primer lugar, mister Lane, ¿quiere decirme en qué empleó hoy su tiempo?

—Con mucho gusto. Salí muy temprano para una de mis acostumbradas excursiones. Me gusta andar. He recorrido la mayor parte de estos alrededores. Hoy fui hasta Saint Petrock-in-the-Combe. Dista unas siete millas de aquí, una agradable caminata por intrincados senderos, subiendo y bajando por montañas y valles. Me llevé el almuerzo y me lo comí en un bosque. Visité la iglesia, que tiene fragmentos de vidrieras antiguas, y también unas interesantísimas pinturas murales.

—Gracias, mister Lane. ¿Encontró a alguien en el camino?

—Por supuesto. Me crucé con un coche y con un par de muchachos en bicicleta. No obstante —añadió sonriendo—, si usted quiere pruebas de mis afirmaciones, inscribí mi nombre en el libro de la iglesia. Lo encontrará usted allí si se llega a visitarla.

—¿No vio usted a nadie en la iglesia... al vicario o al pertiguero?

—No, no había nadie por allí, y yo era el único visitante. Saint Petrock es un lugar muy apartado. El verdadero pueblo está situado a media milla.

—No debe usted pensar que dudamos de lo que usted dice —se disculpó amablemente Weston—. Hemos hecho lo mismo con todo el mundo. Cuestión de rutina, como usted sabe, mera rutina. En caso de esta clase no hay más remedio que seguirla.

—¡Oh, sí!, lo comprendo perfectamente —dijo Stephen Lane con toda amabilidad.

—Toquemos otro punto —prosiguió Weston—. ¿Sabe usted algo que pueda ayudarnos en nuestra tarea? ¿Algo referente a la mujer muerta? ¿Algo que nos de una pista del que la asesinó?

—No sé nada —contestó Stephen—. Todo lo que puedo decir es esto: que supe instintivamente, tan pronto como la vi, que Arlena Marshall era un foco de maldad. ¡Ella era el Mal! ¡El Mal personificado! La mujer puede ser la ayuda del hombre y la inspiración de su vida, pero también puede ser su perdición. Puede arrastrarle al nivel de la bestia. La muerta era una mujer de ésas. Sus falsos encantos subyugaban a los hombres. Era como Jezabel y Aholibah. ¡Ahora yace aplastada por el peso de su maldad!

Hércules Poirot se estremeció.

—Aplastada, no —murmuró—, ¡estrangulada! Estrangulada, mister Lane, por un par de manos humanas.

Las propias manos del clérigo temblaron. Sus dedos parecieron engarfiarse en algo invisible. Cuando habló, su voz fue ronca y ahogada.

—Es horrible... horrible.

—Pero es la simple verdad —replicó Poirot—. ¿Tiene usted idea, mister Lane, de qué manos fueron ésas?

Lane movió lentamente la cabeza.

—No se nada... nada...

Weston se puso en pie, y tras lanzar una mirada a Colgate, a la que éste correspondió con un ligero gesto, dijo con cierto tono de impaciencia:

—Bien; tenemos que salir para la Cueva.

—¿Es allí donde... sucedió? —preguntó Lane.

Weston hizo un gesto afirmativo.

—¿Puedo... puedo ir con ustedes? —inquirió el clérigo.

A punto de dar una lacónica negativa, Weston dejó que Poirot contestase:

—No hay inconveniente. Me acompañará usted en un bote, mister Lane. Saldremos inmediatamente.

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