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Cuando Redfern abandonó la habitación, el coronel Weston dijo sonriendo:

—No me pareció necesario decirle que su esposa ha probado la coartada. Quise oír lo que tenía que decir en su defensa.—Se excitó un poco, ¿verdad?

—Los argumentos que expuso tienen la fuerza de una coartada —opinó Hércules Poirot.

—Eso es lo triste —rezongó el coronel—. Mistress Redfern no pudo cometer el delito porque es físicamente imposible. Y Marshall, que pudo cometerlo, no lo cometió, según todas las apariencias.

El Inspector Colgate tosió para anunciar su intervención.

—Excúseme, señor; he estado pensando en eso de la coartada. Si el capitán Marshall pensaba matar a su esposa, es posible que preparase las cartas de antemano.

—No es mala idea —convino Weston—. Debemos comprobar si...

Se interrumpió al ver que Cristina Redfern entraba en la habitación.

La joven estaba tranquila, como siempre, pero su tranquilidad era un poco forzada. Vestía una falda blanca, de tenis, y un pullover azul pálido. Este color acentuaba su rubicundez y su delicadeza casi anémica. Aquel rostro, pensó Hércules Poirot, no revelaba ni estupidez ni debilidad. Se leía en él resolución, valor y buen juicio.

«Linda mujercita —pensó el coronel Weston—. Un poco endeble quizá. Demasiado buena para ese asno de cabeza loca que tiene por marido. Pero el hombre es joven, y las mujeres le hacen a uno a veces cometer muchas tonterías imperdonables...»

—Siéntese, mistress Redfern. Se trata de un trámite de pura fórmula. Estamos preguntando a todo el mundo qué hicieron esta mañana. Como comprenderá, tiene que constar en nuestro informe.

Cristina Redfern hizo un gesto de conformidad y dijo con voz tranquila:

—¡Oh, sí, comprendo! ¿Por dónde quiere usted que empiece?

—Por lo primero que hizo usted, en el día —contestó Hércules Poirot—. ¿Qué es lo primero que hizo usted cuando se levantó esta mañana?

—Déjeme pensarlo. Al bajar a desayunar entré en la habitación de Linda Marshall y acordé con ella querríamos a la Ensenada de las Gaviotas aquella mañana. Quedamos en reunimos en el vestíbulo a las diez y media.

—¿No se bañó usted antes de desayunar, madame? —preguntó Poirot.

—No. Rara vez lo hago. Me gusta que el mar se temple bien antes de meterme en él —dijo sonriendo—. Soy una persona muy friolera.

—¿Pero su marido se baña a esa hora?

—¡Oh, sí! Casi siempre.

—¿Y mistress Marshall?

Se produjo un cambio en la voz de Cristina. Se hizo fría, casi mordaz.

—¡Oh, no, mistress Marshall era de esas personas que no hacen su aparición antes de media mañana!

—Perdón, madame —dijo Poirot con aire compungido—, la interrumpí a usted. Estaba usted diciendo que fue a la habitación de miss Linda Marshall. ¿Qué hora era?

—Me parece que las ocho y media... no, un poco más tarde.

—¿Y estaba miss Marshall ya levantada?

—Oh, sí, y había salido.

—¿Salido?

—Sí; dijo que había ido a bañarse.

Hubo una débil, una debilísima nota de turbación en la voz de Cristina. Aquello interesó a Hércules Poirot.

—¿Y después? —preguntó Weston.

—Después bajé, recogí mi caja de dibujo y mi cuaderno de apuntes y salimos.

—¿Usted y miss Linda Marshall?

—Sí.

—¿Qué hora era?

—Creo que las diez y media en punto.

—¿Y qué hicieron ustedes?

—Fuimos a la Ensenada de las Gaviotas. Ya saben ustedes que está en la parte oriental de la isla. Nos acomodamos allí. Yo me dediqué a dibujar y Linda a tomar baños de sol.

—¿A qué hora abandonaron ustedes la entenada?

—A las doce menos cuarto. Yo tenía que cambiarme de ropa para jugar al tenis a las doce.

—¿Llevaba usted reloj?

—No. Pregunté a Linda la hora.

—Comprendo. ¿Qué hicieron después?

—Recogí mis chismes de dibujo y volví al hotel.

—¿Y mademoiselle Linda? —preguntó Poirot.

—¿Linda? ¡Oh, Linda se metió en el mar!

—¿Estaba lejos del agua el sitio donde se sentaron ustedes? —preguntó Poirot.

—Nos colocamos en el límite de la marea alta. Justamente debajo de aquella roca, para que a mí me pudiera dar un poco de sombra y a Linda el sol.

—¿Linda Marshall se metió en el mar antes de que usted abandonase la playa?

Cristina frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.

—Verá usted. Linda corrió playa abajo... yo cerré mi caja de dibujo... Sí, la oí palmetear en el agua mientras yo subía por el sendero.

—¿Está usted completamente segura de eso, madame? ¿Segura de que ella realmente se metió en el agua?

—¡Oh, sí!

La señora Redfern se le quedó mirando, extrañada. El coronel Weston la miró también con aire interrogador.

—Prosiga, mistress Redfern —dijo Poirot.

—Volví al hotel, me cambié de ropa, y bajé a la pista de tenis, donde me reuní con los demás.

—¿Quiénes eran?

—El capitán Marshall, mister Gardener y miss Darnley. Jugamos dos partidas. Nos disponíamos a retirarnos cuando llegó la noticia de... de lo de mistress Marshall.

—¿Y qué pensó usted, madame, cuando se enteró de esa noticia? —preguntó Poirot con avidez.

—¿Que qué pensé?

Su rostro mostró una leve repugnancia ante aquella pregunta.

—Sí.

—Que lo sucedido era una cosa horrible —contestó lentamente Cristina.

—¿Pero qué significó el suceso para usted... personalmente? —insistió Poirot.

Ella le lanzó una rápida mirada... una mirada de súplica. Él respondió a ella y dijo con voz tranquilizadora:

—Acudo a usted, madame, como a mujer inteligente y de buen criterio y sentido. Durante el tiempo que lleva usted aquí, ¿formó alguna opinión de mistress Marshall, de la clase de mujer que era?

—Supongo que todos hacemos lo mismo cuando paramos en un hotel —dijo cautamente Cristina.

—Ciertamente que es la cosa más natural. Por eso pregunto a usted, madame, si se sorprendió realmente por la forma de su muerte.

—Me parece que comprendo lo que quiere usted decir. No, en realidad no me sorprendió. Me emocionó, si acaso. Era de esas mujeres...

Poirot termino la frase por ella.

—A quienes suelen suceder tales cosas. Sí, madame, eso es lo más sensato y verdadero que se ha dicho en esta habitación esta mañana. Dejando a un lado todo sentimiento personal, ¿qué pensaba usted realmente de la difunta señora Marshall?

—¿Vale la pena concretar eso ahora? —preguntó Cristina Redfern.

—Opino que sí.

—Bien... ¿qué puedo decirle?—su pálida piel se coloreó de pronto. Se alteró la cuidada calma de sus gestos. Apareció por breve espacio de tiempo la mujer rudamente natural. —¡Era una de esas mujeres, a mi juicio, indignas de vivir! No hizo nada para justificar su existencia. No tenía imaginación ni talento. No pensaba en otra cosa que en hombres y vestidos, ni tenía otro ideal que causar admiración. ¡Un ser inútil, un parásito! Era atractiva para los hombres... y vivía para esa clase de vida. Por eso no me sorprendió el final que ha tenido. Estaba mezclada con todo lo sórdido... chantaje, envidia, violencia... toda clase de emociones brutales y canallas...

Guardó silencio, ligeramente jadeante. Sus labios se fruncieron en gesto de repugnancia y disgusto. El coronel Weston pensó que no se podría haber imaginado más completo contraste con Arlena Stuart que Cristina Redfern. Pensó también que cuando a uno se le ocurre casarse con una Cristina Redfern, la atmósfera se hace tan rarificada que las Arlena Stuart de este mundo adquieren un particular atractivo.

E inmediatamente después de estos pensamientos, una sola palabra de las pronunciadas por Cristina atrajo su atención con particular intensidad.

Entonces se inclinó ligeramente y preguntó:

Mistress Redfern, ¿por qué al hablar de Arlena mencionó usted la palabra «chantaje»?

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