Capítulo VIII

1



Estaba en el dormitorio que había sido de Arlena Marshall.

Dos grandes ventanas se abrían sobre un balcón que dominaba la playa y el mar. El sol inundaba la habitación, arrancando destellos de la batería de frascos y pomos del tocador de Arlena.

Había allí toda clase de cosméticos y productos de belleza. Entre este arsenal de armas femeninas se movían tres hombres, registrándolo todo. El inspector Colgate andaba de un lado a otro abriendo y cerrando cajones.

De pronto dejó escapar un gruñido de satisfacción. Había dado con un paquete de cartas. Weston se unió a él para examinarlas.

Hércules Poirot se dedicó a registrar el ropero. Su penetrante mirada recorrió la multiplicidad de batas y trajes colgados allí. Sobre uno de los estantes se apilaba la ropa interior con blancura y liviandad de espuma. Otro estaba lleno de sombreros, entre ellos dos de playa, laqueados en rojo y amarillo pálido, una gran pamela de paja hawaiana y tres o cuatro de forma absurda, por los que, a no dudar, habría pagado varias guineas por pieza; una especie de gorrito azul oscuro, un penacho, o poco más, de terciopelo negro, un turbante gris pálido.

Hércules Poirot los examinó uno tras otro, con una indulgente sonrisa en los labios.

Les femmes! —murmuró.

Terminada la lectura, el coronel Weston volvió a doblar las cartas.

—Tres son del joven Redfern —dijo—. ¡Se necesitaba estar loco! Ya aprenderá a no escribir cartas a mujeres en unos cuantos años. Las mujeres guardan las cartas y luego juran que las han quemado. Lea usted ésta, que me parece interesante.

Poirot cogió la carta, que decía así:


«Querida Arlena:

«Estoy muy triste. Marchar a China... y no verte quizá en años y años. No sé si algún hombre habrá querido a una mujer como te quiero yo. Gracias por el cheque. Por ahora no me molestarán. Fue un mal negocio, y todo porque quise ganar mucho dinero para ti. ¿Podrás perdonarme? Quería colocar diamantes en tus orejas... en tus adorables orejitas, y cubrir tu garganta de límpidas perlas, pero dicen que las perlas no son buenas hoy. ¿Una fabulosa esmeralda, entonces? Sí, eso es. Una gran esmeralda, fría y verde y llena de fuego oculto. No me olvides... aunque sé que no podrás. Eres mía para siempre.

«Adiós... adiós... adiós.

»J. N.»


—Quizá valiera la pena averiguar si ese J. N. marchó efectivamente a la China —dijo el inspector Colgate—. De otro modo... podría ser la persona que andamos buscando. Estaba loco por ella, quería cubrirla de perlas y diamantes... y le pedía dinero. No sé por qué me parece que éste es el prójimo que mencionó miss Brewster. Sí, creo que podría sernos —útil.

—La carta es importante, importantísima —confirmó Hércules Poirot.

Su mirada recorrió una vez más la habitación, los frascos del tocador, el ropero, y un gran muñeco vestido de Pierrot, echado indolentemente sobre la cama.

Pasaron a la habitación de Kenneth Marshall.

Era la inmediata a la de su esposa, pero carecía de comunicación. Daba a la misma fachada y tenía dos ventanas, pero era mucho más pequeña. Entre las dos ventanas colgaba de la pared un espejo con marco dorado. En el ángulo junto a la ventana de la derecha estaba el tocador. Sobre él había dos cepillos de marfil, otro de ropa y un frasco de loción para el cabello. En el ángulo de la izquierda, había una mesa escritorio y, sobre ella, una máquina de escribir y una pila de papeles.

Colgate los examinó, rápidamente.

—Todos parecen insignificantes —dijo—. Ah, aquí está la Carta que mencionó esta mañana. Está fechada el veinticuatro... es decir, ayer. Y aquí está el sobre... timbrado en Leathercombe Bay esta mañana. Ahora podremos convencernos de si pudo preparar la contestación de antemano.

Colgate tomó asiento y se dispuso a continuar sus investigaciones.

—Le dejamos a usted un momento —dijo el coronel Weston—. Vamos a echar un vistazo al resto de las habitaciones. Se ha desalojado a todo el mundo de este pasillo y la gente empieza a impacientarse.

Pasaron a la habitación de Linda Marshall, que era la inmediata. Estaba orientada al Este y se disfrutaba desde ella de una magnífica vista al mar por encima de las rocas.

Weston recorrió rápidamente la habitación.

—No creo que haya nada que ver aquí —murmuró—. Pero es posible que Marshall haya guardado en la habitación de su hija algo que no quisiera que encontrásemos. No es probable, sin embargo. Otra cosa sería si se tratase de ocultar un arma o algo por el estilo.

El coronel abandonó la habitación. Hércules Poirot se quedó rezagado. Había encontrado en la parrilla del hogar algo que le intrigó, algo que habían quemado allí recientemente. Se arrodilló y se puso a rebuscar con paciencia. Luego colocó sus hallazgos sobre una hoja de papel. Un gran trozo irregular de sebo de vela, algunos fragmentos de papel verde o cartón, posiblemente arrancados de un calendario, pues iban unidos a un trozo que mostraba una gran cifra «5» y una leyenda impresa que empezaba diciendo «hechos notables». Había también un alfiler ordinario y una substancia animal, que bien podía ser pelo, carbonizada.

Poirot colocó cuidadosamente en fila todos aquellos objetos y se quedó contemplándolos.

—¿Qué consecuencias sacar de esta colección? —murmuró—. C’est fantastique!

Cogió luego el alfiler y su mirada pareció hacerse más viva y penetrante.

Pour l’amour de Dieu! —exclamó—. ¿Es posible?

Se levantó de donde se había arrodillado junto a la parrilla. Paseó lentamente la mirada por la habitación y esta vez apareció una expresión completamente nueva en su rostro, una expresión grave, casi dura.

A la izquierda de la chimenea había un estante con unas hileras de libros. Hércules Poirot leyó los títulos, pensativo.

Una Biblia, un manoseado ejemplar de las obras de Shakespeare. «El casamiento de William Ashe», por mistress Humphry Ward. «La madrastra joven», por Charlotte Yonge. «Asesinato en la catedral», por Eliot. «Saint Joan», de Bernard Shaw. «El viento se lo llevó», de Margaret Mitchell. «El patio en llamas», por Dickson Carr.

Poirot eligió dos libros: «La madrastra joven» y «William Ashe», y examinó el borroso sello estampado en la portada. Iba ya a volverlos a su sitio, cuando tropezó su mirada con un libro colocado forzadamente detrás de los otros. Era un pequeño volumen encuadernado lujosamente en piel color castaña.

Lo sacó y lo abrió.

Tenía yo razón —murmuró lentamente mientras lo examinaba—. Tenía yo razón. Pero en cuanto a lo demás... ¿será posible? No, no es posible... a menos que...

Quedó perplejo, acariciándose el bigote mientras su imaginación repasaba el problema.

Y volvió a repetir lentamente:

—A menos que...

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