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El mayor Barry salió a saludarlos a la llegada.

—¡Hola! —dijo—. ¿Cómo pasaron el día?

—Maravillosamente —contestó mistress Gardener—. El paisaje es admirable. El aire delicioso y confortante. ¡Y todo tan inglés!... Debiera darle a usted vergüenza el no haber venido.

El mayor Sé echó a reír.

—Ya estoy demasiado viejo para esas andanzas y para sentarme en un fangal a comer unos emparedados.

Salió del hotel una camarera. Parecía un poco excitada. Titubeó un momento, luego se acercó rápidamente a Cristina Redfern.

—Perdóneme, madame, pero me tiene preocupada la señorita. Me refiero a miss Marshall: Acabo de subirle una taza de té y no puedo conseguir que despertase, y parece que le pasa algo extraño.

Cristina miró a su alrededor, consternada. Poirot se puso inmediatamente a su lado.

—Subamos a ver —dijo en voz baja, cogiéndola por el codo.

Subieron apresuradamente las escaleras y cruzaron el pasillo hacia la habitación de Linda.

Una sola mirada les bastó para comprender que ocurría algo grave. La joven tenía un color extraño y su respiración era apenas perceptible.

Poirot le tomó el pulso. Al mismo tiempo, advirtió un sobre apoyado en la lámpara de la mesilla de noche. Estaba dirigido al mismo Poirot.

El capitán Marshall entró precipitadamente en la habitación.

—¿Qué le pasa a Linda? —preguntó con ansiedad.

Cristina Redfern dejó escapar un sollozo.

Hércules Poirot se apartó de la cama.

—Vaya a buscar a un doctor lo más rápidamente posible —dijo—. Pero mucho me temo que sea demasiado tarde.

Poirot cogió la carta a él dirigida y desgarró el sobre. Dentro había unas cuantas líneas escritas con la letra casi infantil de Linda.

«Creo que ésta es la mejor manera de terminarlo todo. Pídale a papá que me perdone. Yo maté a Arlena. Creí que quedaría tranquila, pero no ha sido así. Mi vida es ya un tormento...»

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