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Fue cinco minutos más tarde cuando Patrick Redfern insinuó:

—¿No irá usted a remar esta mañana, miss Brewster?

¿Me permitiría que fuese con usted?

—¡Encantada!.— dijo miss Brewster cordialmente.

—Podíamos dar la vuelta a la isla —propuso Redfern.

Miss Brewster consultó su reloj.

—¿Tendremos tiempo? ¡Oh, sí!, no son más que las once y media. Vamos, pues.

Bajaron juntos a la orilla.

Patrick Redfern ocupó el primer turno a los remos. Remaba con poderosos golpes y el bote avanzaba rápidamente.

—Veremos si puede usted mantener mucho tiempo ese esfuerzo —dijo Emily Brewster.

Él se echó a reír. Su humor había mejorado.

—Cuando regresemos probablemente tendré una buena cosecha de ampollas —dijo, sacudiendo la cabeza para echarse hacia atrás el negro pelo—. ¡Qué maravilloso día! Cuando en Inglaterra se da un verdadero día de verano no hay nada que lo iguale.

—En mi opinión, —rió miss Brewster—, nada de Inglaterra puede igualarse. Es el único sitio del mundo en que vale la pena vivir.

—Estoy de acuerdo con usted.

Rodearon la punta de la bahía hacia, el Oeste y remaron a lo largo de la escollera. Patrick Redfern miró hacia arriba.

—¿Habrá alguien en Sunny Ledge esta mañana? Sí, allí veo una sombrilla. ¿De quién será?

—Creo que de miss Darnley —dijo Emily Brewster—. Se ha comprado uno de esos chirimbolos japoneses.

Siguieron costeando. A su izquierda se abría el mar libre, infinito.

—Debemos ir por el otro lado —dijo miss Brewster—. Por aquí tenemos la corriente en contra.

—Hay muy poca corriente. He venido nadando hasta aquí y. nunca me he dado cuenta de ella. De todos modos no habríamos podido ir por el otro lado. La calzada no estaría cubierta.

—Eso depende de la marea, naturalmente. Dicen que es peligroso bañarse en la Ensenada del Duende si se aleja uno demasiado nadando. ¿Es cierto?

Patrick remaba vigorosamente todavía. Al mismo tiempo iba observando los riscos.

«Busca a la Marshall, pensó Emily Brewster de pronto. Por eso quiso venir conmigo. Ella no ha comparecido esta mañana y él se siente intrigado. Probablemente ella lo habrá hecho a propósito. Es un movimiento del juego... para que él se interese más.»

Rodearon el pequeño promontorio de rocas al sur de la pequeña bahía llamada Ensenada del Duende. Era como una diminuta caleta rodeada de rocas que punteaban fantásticamente la playa. Era un lugar favorito para meriendas, pero por las mañanas, cuando no daba el sol, no era apetecible y rara vez había alguien allí.

En aquella ocasión, no obstante, había una figura sobre la playa.

Patrick Redfern dejó de remar y frenó el bote.

—¿Quién es? —preguntó en tono que quiso ser indiferente.

—Parece mistress Marshall —contestó miss Brewster.

—¡Es verdad! —exclamó Redfern como sorprendido por la idea.

Varió el rumbo y remó hacia la orilla.

—¿Pero vamos a desembarcar aquí? —protestó Emily Brewster.

—Tenemos tiempo sobrado —dijo apresuradamente Patrick Redfern.

La miró a los ojos, y la humilde súplica que leyó en ellos como de perro abandonado, hizo enmudecer a Emily Brewster. «Pobre muchacho, pensó, le ha dado fuerte. Por ahora no tiene remedio, pero se le pasará con el tiempo; estoy muy segura.»

El bote iba aproximándose rápidamente a la playa.

Arlena Marshall estada tendida boca abajo sobre la arena con los brazos extendidos. La yola estaba volcada cerca de allí.

La actitud de Arlena Marshall era la de una bañista de sol. Se había tendido de aquel mismo modo muchas veces en la playa junto al hotel, abierta de brazos y piernas, su bronceado cuerpo al aire, protegidos cuello y cabeza por el sombrero de cartón jade.

Pero no daba el sol en la playa del Duende ni daría hasta pasadas algunas horas. Unos riscos saledizos protegían la playa del sol ardiente durante la mañana. Un vago sentimiento de aprensión se apoderó de Emily Brewster.

El bote se encalló en la orilla.

—¡Hola, Arlena! —gritó Patrick Redfern.

Y entonces el presentimiento de Emily Brewster tomó forma definida. La figura tendida en la arena ni se movió ni contestó.

Emily vio el brusco cambio del rostro de Patrick Redfern. El joven saltó del bote y ella le siguió. Arrastraron el bote tierra adentro y echaron a correr playa arriba hasta el sitio en que yacía, blanca e inmóvil, la figura de una mujer.

Patrick Redfern llegó el primero, pero Emily Brewster no quedó muy atrás.

La joven vio, como se ve en un sueño, las bronceadas piernas, el blanco traje de baño sin espalda, un bucle de cabellos rojizos escapándose por debajo del sombrero verde jade... Pero vio también algo más: el curioso y forzado ángulo de los brazos extendidos. Comprendió entonces que aquel cuerpo no se había tendido allí, sino que lo habían arrojado...

Oyó la voz de Patrick: una especie de murmullo con temblores de espanto. El joven se arrodilló junto a la inmóvil forma, tocó la mano, el brazo...

—¡Dios mío, está muerta! —musitó tembloroso. Y luego, al levantarle un poco la cabeza, para examinarle el cuello—: ¡Oh, Dios, la han estrangulado... asesinado!

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