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Hércules Poirot llamó suavemente a la puerta de la habitación del capitán Marshall. Se oía dentro el ruido de una máquina de escribir.

Un lacónico «entre» llegó a sus oídos, y Poirot entró.

El capitán Marshall estaba vuelto de espaldas. —Escribía con una máquina colocada sobre una mesa entre las ventanas. No volvió la cabeza; pero su mirada se encontró con la de Poirot en el espejo colgado directamente frente a él.

—Bien, mister Poirot, ¿qué desea? —preguntó en tono de mal humor.

—Mil perdones por interrumpirle —dijo Poirot rápidamente—. ¿Está usted ocupado?

—Bastante —contestó el capitán.

—Deseo solamente hacerle una pequeña pregunta —dijo Poirot.

—¡Pardiez! —exclamó Marshall—, estoy cansado de contestar preguntas. Ya he contestado las de la policía. No creo que esté obligado a contestar las de usted.

—La mía es sencillísima —dijo Poirot—. Se trata solamente de esto: la mañana en que murió su esposa, ¿tomó usted un baño después de escribir y antes de ir a jugar al tenis?

—¿Un baño? No, por supuesto que no. Me había bañado a primera hora.

—Muchas gracias Esto es todo —dijo Poirot.

—Pero espere un momento.

Poirot continuó retrocediendo y cerró la puerta tras él.

—¡Este individuo está loco! —murmuró Marshall.

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