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—¿De manera que es usted el famoso policía? —preguntó mister Blatt.

Estaban en el bar, sitio favorito de mister Blatt.

Hércules Poirot confirmó la observación con su acostumbrada indiferencia.

—¿Y qué hace usted por aquí?... ¿trabajando?—inquirió mister Blatt.

—No, no. Descanso. Disfruto de mis vacaciones.

Mister Blatt guiñó un ojo.

—De todos modos diría usted eso, ¿verdad?

—No necesariamente eso —contestó Poirot.

—Vamos, sea usted franco. Conmigo puede considerarse seguro. ¡No repito todo lo que oigo! Hace años que aprendí a tener la boca cerrada. No habría llegado a mi actual posición de no haber sabido hacerlo así. La mayoría de la gente habla sin ton ni son de todo lo que oye. Y a usted, claro está, no le conviene eso en su oficio. Por eso dice usted a todo el mundo que se encuentra aquí pasando sus vacaciones, y nada más.

—¿Y por qué supone usted lo contrario? —preguntó Poirot.

Mister Blatt volvió a guiñar un ojo.

—Soy hombre de mundo —dijo—; conozco a la gente al primer vistazo. Un hombre como usted debería pasar sus vacaciones en Deauville, o en Le Touquet, o en Jean les Pins. Esas poblaciones son... ¿cómo diría yo?... su morada espiritual.

Poirot suspiró. Se asomó a la ventana. Caía la lluvia y la niebla rodeaba la isla.

—Es posible que tenga usted razón —dijo—. Allí, al menos, en tiempo húmedo hay distracciones.

—¡Oh, el Gran Casino! —exclamó mister Blatt—. Yo he tenido que trabajar de firme la mayor parte de mi vida. No he tenido tiempo para fiestas y fruslerías. Ahora me propongo desquitarme y divertirme. Ahora puedo hacer lo que me plazca. Mi dinero es tan bueno como el de cualquiera. En los últimos años he disfrutado bastante de la vida, le soy franco.

—¡Ah!, ¿sí? —murmuró Poirot.

—¿No sabe por qué he venido aquí? —continuó mister Blatt.

—Me lo he preguntado —confesó Poirot—. Yo tampoco carezco de dotes de observación. Era más natural que usted eligiese Deauville o Biarritz.

—Y en lugar de eso, los dos nos encontramos aquí, ¿eh?

Mister Blatt dejó escapar una maliciosa risita.

—Realmente no sé por qué he venido —prosiguió—. Quizá sea porque esto tiene algo de romántico. El Jolly Roger Hotel. La Isla de los Contrabandistas. Esto siempre le excita a uno la imaginación. Le hace a uno recordar sus tiempos de muchacho. Piratas, contrabandistas y todo lo demás.

Se echó a reír con todas sus ganas.

—De chico me gustaba navegar. No por esa parte del mundo. Por las costas del lejano Oriente. Es curioso que nunca le abandone a uno la afición por estas cosas. Yo podría tener un yate, si quisiera, pero no acaba de atraerme. Me gusta más andar de un lado para otro en mi pequeña yola. Redfern es también aficionado a navegar. Ha salido conmigo una o dos veces. Ahora no puedo echarle la vista encima; siempre anda rondando a esa pelirroja esposa de Marshall.

Hizo una pausa, luego bajó la voz y prosiguió.

—¡Los huéspedes de este hotel son bastante aburridos! ¡La única persona alegre es mistress Marshall! El marido, por lo visto, la deja en plena libertad. Ya en sus tiempos de artista se contaban muchas historias de ella. Trastorna a los hombres. Verá usted cómo ocurre aquí algo uno de estos días.

—¿Qué clase de ocurrencia? —preguntó Poirot.

—Oh, ya veremos —replicó Horace Blatt—. Mirando a Marshall, se diría que es un individuo con un carácter excesivamente bondadoso. Pero en realidad no lo es. Me he enterado de algunas cosas de él. Nunca se sabe cómo reaccionan esta clase de personas. Redfern haría bien en tener cuidado.

Se calló, pues la persona objeto de sus palabras acababa de entrar en el bar. Un momento después continuó hablando en voz alta para disimular.

—Como le iba diciendo, navegar en torno a esta costa es muy divertido. Hola, Redfern, ¿quiere tomar algo conmigo? ¿Qué desea usted? ¿Un Martini Seco? Muy bien. ¿Y usted, mister Poirot?

Poirot hizo un gesto negativo.

Patrick Redfern vino a sentarse al lado de los hombres.

—¿Navegar? —dijo—. Es la cosa más divertida del mundo. ¡Ojalá pudiera yo dedicarle más tiempo! De chico viajé algunos meses en un barco de vela que recorría estas costas.

—Entonces conocerá usted muy bien esta parte del mondo —dijo Poirot.

—¡Figúrese! Conocí este lugar antes de que construyesen el hotel En Leathercombe Bay no había más que unas cuantas chozas de pescadores y una vieja casona.

—¿Hubo una casa aquí?

—¡Oh, sí!, pero estuvo muchos años deshabitada. Se estaba derrumbando prácticamente. Se contaban toda clase de historias de pasajes secretos que conducían desde la casa a la Cueva del Duende. Recuerdo que siempre andábamos buscando aquel pasaje secreto.

Horace Blatt derramó su bebida. Soltó un taco, se limpió y preguntó:

—¿Y qué Cueva del Duende es ésa?

—¡Oh!, ¿no la conoce usted? —dijo Patrick—. Está en la Ensenada del Duende. No se puede encontrar fácilmente la entrada. Está entre unas rocas y parece una estrecha rendija por la que apenas se puede entrar despellejándose. Pero por dentro se ensancha hasta formar una cueva bastante espaciosa. ¡Ya comprenderán ustedes los atractivos que tenía para un muchacho! Me la enseñó un viejo pescador. Hoy, ni siquiera los pescadores la conocen. Pregunté a uno el otro día por ella y no supo contestarme.

—Pero no acabo de comprender —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué duende es ése?

—¡Oh, eso es muy típico del Devonshire! —contestó Redfern—. En Sheepstor hay también una Cueva del Duende sobre las ciénagas, donde se tiene la costumbre de dejar un alfiler como presente para el Duende.

—¡Ah, muy interesante! —comentó Poirot.

—En Dartmoor hay todavía muchos duendes de estos —continuó Patrick Redfern—. Los Tors son duendes a caballo, y los granjeros que regresan a sus hogares después de una noche de francachela, se quejan de haber sido atropellados por alguno de ellos.

—Querrá usted decir cuando han bebido más de lo corriente —dijo Horace Blatt.

Patrick Redfern sonrió burlón.

—¡Esa seria ciertamente la explicación vulgar!

Blatt consultó su reloj.

—Me marcho a comer —dijo—. En resumen, Redfern, que sigo prefiriendo los piratas a los duendes.

—¡Me gustaría verle atropellado por un Tor! —dijo Patrick Redfern, riendo, mientras el otro se alejaba.

—Para hombre de negocios —comentó Poirot—, este mister Blatt parece tener una imaginación muy romántica y exaltada.

—Eso es porque está a medio civilizar. Al menos eso dice mi mujer, ¡Mire lo que lee! Nada más que novelas de aventuras o historias del Oeste.

—¿Quiere usted decir que tiene todavía la mentalidad de un muchacho? —dijo Poirot.

—¿No opina usted lo mismo, señor?

—Yo apenas le conozco.

—Tampoco yo le conozco mucho. He salido en bote con él una o dos veces pero realmente no le gusta que le acompañe nadie. Prefiere estar solo.

—Eso es ciertamente curioso —dijo Hércules Poirot—. ¿Por qué no hace lo mismo en tierra?

—Es cierto —rió Redfern—. Todos hacemos mil equilibrios para no encontrárnosle. A él le gustaría transformar este sitio en una mezcla de Margarate y Le Touquet.

Poirot guardó silencio unos momentos. Estuvo observando atentamente el sonriente rostro de su compañero. Luego dijo tan repentina como inesperadamente:

—Creo, mister Redfern, que le gusta a usted disfrutar de la vida.

Patrick se le quedó mirando, sorprendido.

—Ciertamente, señor. ¿Por qué no?

—¿Por qué no, en efecto? —convino Poirot—. Le felicito a usted por ello.

—Muchas gracias, señor —dijo Redfern, sonriendo ligeramente.

—Y como soy un viejo —prosiguió Poirot—, más viejo de lo que usted supone, me permito darle un consejo.

—Le escucho, señor.

—Un sabio amigo mío, de la Policía, me decía hace tres años: «Hércules querido, si amas la tranquilidad, evita las mujeres».

—Temo que sea ya un poco tarde para eso —replicó Patrick Redfern—. Soy casado, como usted sabe.

—Lo sé. Su esposa es encantadora. Toda una dama. Tengo entendido que le quiere a usted mucho.

—Y yo a ella —dijo vivamente Patrick Redfern.

—Celebro saberlo —terminó Hércules Poirot.

La voz de Patrick tronó de pronto.

—¿Por qué me dice usted eso, mister Poirot?

Les femmes!... —sonrió Poirot, echándose hacia atrás y cerrando los ojos—. Las conozco un poco. Son capaces de complicar la vida insufriblemente. Y los ingleses llevan estos asuntos de un modo absurdo. Si usted necesitaba venir aquí, mister Redfern, ¿por qué diablos se trajo a su mujer?

—No sé a lo que se refiere usted —dijo airadamente Redfern.

—Lo sabe usted perfectamente —replicó Poirot con toda calma—. No soy tan necio como para discutir con un hombre enamorado. Me limito a lanzar mi palabra, de advertencia.

—Usted ha dado oídos a e»os malditos murmuradores. Mistress Gardener, miss Brewster y todos, no tienen otra cosa que hacer que darle a la lengua todo el día. Basta que una mujer sea bonita para que vuelquen sobre ella el saco del carbón.

—¿Es usted realmente tan joven como todo eso? —murmuró Poirot, poniéndose en pie.

Abandonó el bar, moviendo la cabeza con gesto de desaliento. Patrick Redfern le siguió airadamente con la mirada.

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