7



—¿Me ha tocado la vez? —preguntó Rosamund Darnley.

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Poirot.

Rosamund se echó a reír.

—El otro día el jefe de Policía me interrogó. Usted estaba a su lado. Hoy, al parecer, quiere usted actuar por cuenta propia. Le he estado observando, mister Poirot. Primero mistress Redfern, luego mistress Gardener. Ahora me toca a mí.

Hércules Poirot se sentó a su lado. Estaban en Sunny Ledge. Bajo ellos el mar mostraba un verde brillante y profundo. Más lejos parecía de un azul más pálido.

—Es usted muy inteligente, mademoiselle —dijo Poirot. —Lo comprendí desde que llegué aquí. Será un placer discutir este asunto con usted.

—¿Quiere usted conocer mi opinión? —preguntó dulcemente Rosamund.

—Sería interesantísimo.

—A mí todo este asunto me parece muy sencillo. La clave está en el pasado de la mujer.

—¿El pasado? ¿El presente, no?

—¡Oh, no es necesario referirse a un pasado muy remoto! Verá usted cómo lo enfoco yo. Arlena Marshall era atractiva, fatalmente atractiva para los hombres. Es posible, creo, que también se cansase de ellos rápidamente. Entre sus adoradores, llamémosles así, había uno que no se resignó. Probablemente era un hombre insignificante, pero vano y susceptible... uno de esos hombres que no olvidan fácilmente los agravios. Ese hombre la siguió hasta aquí, esperó su oportunidad y la mató.

—¿Cree usted que era un extraño que vino del continente?

—Sí. Y probablemente se escondió en aquella cueva hasta que vio su oportunidad.

—¿Y ella fue a reunirse con un hombre como el que usted describe? —preguntó Poirot con acento de duda—. No, ella se hubiese echado a reír y no habría ido.

—Es que quizá no supiese que iba a encontrarle —replicó Rosamund—. Quizá él le enviase un recado en nombre de otra persona.

—Es posible —murmuró Poirot—. Pero olvida usted una cosa, mademoiselle. Un hombre decidido a asesinar no se habría arriesgado a atravesar la calzada a la luz del día y a pasar por delante del hotel. Le habría visto alguien con toda seguridad.

—Es posible... pero no lo creo. Existe la posibilidad de que penetrase en la isla sin que nadie le viese.

—Es cierto, se lo concedo. Pero la cuestión es que no pudo contar con esa posibilidad.

—¿No olvida usted algo? ¿El tiempo?

—¿El tiempo?

—Sí. El día del asesinato era un día magnífico, pero recuerde que el anterior estuvo lloviendo y hubo niebla. Cualquiera pudo entrar en la isla sin ser visto. No tuvo más que bajar a la playa y pasar la noche en la cueva. Aquella noche, mister Poirot, es importante.

Poirot quedó pensativo unos minutos.

—Hay mucho de verdad en lo que acaba usted de decir —murmuró al fin.

—Le expongo a usted mi opinión por lo que valga —dijo Rosamund, enrojeciendo—. Ahora dígame usted la suya.

—¡Ah! —dijo Poirot, fijando la mirada en el mar—. Eh bien, mademoiselle, yo soy un hombre muy sencillo. Siempre me inclino a creer que la persona más probable es la que cometió el crimen. Y desde un principio me pareció que una persona está claramente indicada.

La voz de Rosamund enronqueció un poco.

—Prosiga —dijo.

—¡Pero hay algo que usted llama un tropiezo en el camino! Parece ser que fue imposible que esa persona cometiese el crimen.

Poirot oyó la rápida expulsión de su aliento.

—¿Y qué más? —preguntó con voz apenas audible.

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—¿Para qué seguir hablando? Este es mi problema —hizo una pausa y prosiguió—; ¿Puedo hacer a usted una pregunta?

—Ciertamente.

Le miró, alerta y astuta. Pero la pregunta de Poirot fue completamente inesperada.

—Aquella mañana, cuando vino usted a cambiarse de ropa para el tenis, ¿tomó un baño? Rosamund quedó perpleja.

—¿Un baño? ¿Qué quiere usted decir?

—Lo que he dicho. ¡Un baño! El receptáculo de porcelana sobre el cual se abren unos grifos y se llena. Luego se mete uno en él, se sale al cabo de un rato y el agua hace glu, glu, glu al correr por la cañería.

Mister Poirot, ¿está usted loco?

—No, estoy cuerdo y bien cuerdo.

—Bien, pues no tomé un baño.

—¡Ah! Nadie tomó un baño. Esto es exactamente interesante.

—¿Pero por qué tenía que tomar alguien un baño? —preguntó Rosamund.

—Eso me pregunto yo —murmuró Poirot.

—Supongo que esto será una genialidad de Sherlock Holmes —dijo Rosamund con exasperación.

Hércules Poirot sonrió. Luego olfateó el aire delicadamente.

—¿Me permite usted una impertinencia, mademoiselle? —preguntó.

—Estoy segura de que usted no podría decir impertinencias, mister Poirot.

—Es usted muy amable. Entonces voy a aventurarme a decir que el perfume que usted usa es delicioso... tienen nuance... un encanto delicado e indefinible. «Gabrielle número ocho», ¿no es cierto?

—Es usted muy listo. Sí, siempre uso ese perfume. Me parece delicioso.

—Como la difunta mistress Marshall. Es chic, ¿verdad? ¿Y muy caro? —Rosamund se encogió de hombros cotí una débil sonrisa. Poirot prosiguió—: usted estaba donde nos encontramos ahora la mañana del crimen, mademoiselle. La vieron a usted aquí, o al menos su sombrilla, miss Brewster y mister Redfern cuando pasaron en su esquife. ¿Está usted segura, mademoiselle, de que durante la mañana no bajó usted a la Ensenada del Duende y entró en aquella cueva... en la famosa Cueva del Duende?

Rosamund volvió la cabeza y se le quedó mirando fijamente.

—¿Me pregunta usted que si maté a Arlena Marshall? —dijo con voz tranquila.

—No. Le pregunto si estuvo usted en la Cueva del Duende el día del crimen.

—Ni siquiera sé dónde está esa cueva. ¿Por qué razón iba a entrar en ella?

—El día que asesinaron a mistress Marshall, mademoiselle, alguien que usaba «Gabrielle número ocho» estuvo en la cueva.

—Usted mismo ha dicho, mister Poirot —replicó Rosamund con viveza—, que Arlena Marshall usaba «Gabrielle número ocho». Ella estuvo en la playa aquel día. Presumiblemente entró en la cueva.

—¿Y para qué iba a entrar? Aquello está muy oscuro y es muy estrecho e incómodo.

—No me pida usted razones —dijo Rosamund, impaciente—. Puesto que ella estuvo realmente en la ensenada, es la persona más probable. Ya le he dicho a usted que no abandoné este sitio en toda la mañana.

—Excepto para ir al hotel y asomarse a la habitación del capitán Marshall —le recordó Poirot.

—Sí, naturalmente. Lo había olvidado.

—Por cierto —añadió Poirot— que se engañó usted en creer que el capitán Marshall no la vio.

—¿Kenneth me vio? —dijo Rosamund en tono de incredulidad—. ¿Dijo él eso?

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—La vio a usted, mademoiselle, por el espejo que cuelga de la mesa.

—¿Es posible? —exclamó Rosamund, conteniendo el aliento.

Poirot no miraba ya al mar. Miraba las manos de Rosamund, mientras ésta las mantenía entrelazadas sobre el regazo. Eran manos bien formadas, bellamente moldeadas, con dedos larguísimos.

Rosamund siguió la dirección de su mirada.

—¿Por qué me mira las manos? —preguntó—. ¿Cree usted que yo...?

—¿Qué piensa usted que creo, mademoiselle? —inquirió Poirot.

—Nada —contestó Rosamund.

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