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El coronel Weston suspiró, movió la cabeza y dijo:

—Bien, profundizaremos en esas teorías más tarde. Ahora será mejor que interroguemos a la joven Marshall. Quizá pueda decirnos algo interesante.

Linda Marshall entró en la habitación torpemente, tropezando en el marco de la puerta. Respiraba anhelante y tenía dilatadas las pupilas. Parecía un potrillo asustador El coronel Weston sintió un impulso de simpatía hacia ella.

«¡Pobre muchacha! —pensó—; después de todo no es más que una chiquilla. Esto tiene que haber sido un golpe terrible para ella».

Acercó una silla y dijo en tono paternal:

—Lamento tener que molestarla, miss... Linda, ¿no se llama usted así?

—Sí, Linda.

Su voz tenía aquella gangosidad característica, a menudo, de las colegialas. Sus manos descansaban desmayadamente sobre la mesa... manos patéticas, grandes y rojas, de huesos anchos y puños largos, Weston pensó: «No deberíamos mezclar a una chiquilla así en estas cosas.»

—No hay nada de alarmante en todo esto —dijo tranquilizador—. Sólo queremos que nos diga usted algo que sepa y que nos pueda ser útil.

—¿Se refiere usted a... a Arlena? —preguntó Linda como asustada.

—Sí. ¿La vio usted esta mañana?

La muchacha movió la cabeza con gesto negativo..

—No. Arlena siempre baja algo tarde. Toma el desayuno en la cama.

—¿Y usted, señorita? —preguntó Hércules Poirot.

—¡Oh, yo me levanto! Desayunarse en la cama me parece muy poco higiénico.

—¿Quiere usted decirnos lo que hizo esta mañana?—intervino Weston.

—En primer lugar tomé un baño y luego me; desayuné y después fui con mistress Redfern a la Ensenada de las Gaviota».

—¿A qué hora salieron ustedes de aquí?

—Ella me dijo que la esperase en el vestíbulo, a las diez y media. Yo tuve miedo de llegar tarde, pero no fue así. Salimos unos tres minutos después de la media.

—¿Y qué hicieron ustedes en la Ensenada de las Gaviotas?

—¡Oh!, yo me estuve untando de aceite y tomando baños de sol y ella se dedicó a dibujar... más tarde me metí en el agua y Cristina regresó al hotel para cambiarse de ropa para el tenis.

—¿Recuerda usted qué hora era? —preguntó Weston, dando a su voz un tono de indiferencia.

—¿Cuándo mistress Redfern regresó al hotel? Las doce menos cuarto.

—¿Está usted segura?

Linda abrió mucho los ojos.

—Oh, sí —dijo—; miré mi reloj.

—¿El reloj que lleva ahora?

Linda posó la mirada en su muñeca.

—Sí.

—¿Me permite usted verlo?

La joven alargó el brazo. Weston comparó el reloj con el suyo y con el del hotel, colgado en la pared.

—Marchan al segundo —dijo sonriendo—. ¿Y después tomó usted un baño?

—Sí.

—¿Y cuándo regresó usted al hotel?

—Sería la una. Y entonces me enteré de lo de... de lo de Arlena.

—¿Se llevaba usted bien con... con su madrastra? —preguntó con cierta timidez el coronel.

Ella le miró unos momentos, sin contestar.

—¡Oh, sí! —dijo al fin.

—¿La quería usted, señorita? —preguntó a su vez Hércules Poirot.

—¡Oh, sí! —volvió a contestar la joven, y añadió apresuradamente—: Arlena era muy bondadosa para mí. Me trataba con singular afecto.

—No era una madrastra cruel, ¿eh? —dijo Weston con cierta ironía.

Linda hizo un gesto negativo, sin sonreír siquiera.

—Eso es bueno. Eso es bueno —añadió Weston—. Ya sabe usted que a veces hay pequeñas rencillas en las familias: celos... y demás. Hija y padre son grandes camaradas, y, de pronto, ella se siente desgraciada porque él trae a casa una nueva esposa. ¿No sintió usted nunca nada parecido?

La joven se le quedó mirando y dijo con evidente sinceridad:

—¡Oh, no!

—Supongo que su padre estaría muy prendado de ella.

—No lo sé —contestó simplemente la muchacha.

—En las familias, como digo, surgen toda clase de dificultades —aclaró Weston—. Riñas, disputas y lo demás. Cuando marido y mujer se disgustan, es un poco desagradable para una hija. ¿Ocurría algo así en su casa?

—¿Quiere usted decir que si papá y Arlena reñían?—preguntó Linda sin más rodeos.

—Bien... sí.

«Mala cosa, esto de interrogar a una chiquilla sobre su padre —pensó Weston—. ¿Por qué será uno policía?»

—¡Oh, no!, papá no acostumbraba a reñir con nadie —contestó la joven.

—Ahora, miss Linda, quiero que reflexione usted cuidadosamente. ¿Tiene usted idea de quién pudo matar a su madrastra? ¿Se ha enterado usted de algo o ha oído algo que pueda ayudarnos en este punto?

Linda guardó silencio un minuto. Parecía conceder a la pregunta toda la atención que se le pedía.

—No —dijo al fin—; no sé quién podía querer matar a Arlena... a excepción, claro está, de mistress Redfern.

—¿Cree usted que mistress Redfern quería matarla? ¿Por qué?

—Porque su marido estaba enamorado de Arlena. Pero yo no creo que realmente quisiera matarla. He querido decir que ella no tenía más remedio que desear su muerte... lo que no es la misma cosa, ¿verdad?

—No, no es la misma cosa —dijo suavemente Poirot.

—Aparte de eso —añadió Linda—, mistress Redfern nunca habría sido capaz de matar a nadie. No es una mujer... ¿cómo diría yo?... violenta, creo, es la palabra.

—Comprendo exactamente lo que quiere usted decir, hija mía, y estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot—. Mistress Redfern no es de las que, como suele decirse, «ven rojo». No se la concibe —añadió, medio cerrando los ojos y eligiendo sus palabras con cuidado—, viendo una vida escaparse ante ella... un rostro odiado..., un blanco cuello odiado... mientras sus manos crispadas van hundiéndose en una carne...

Guardó bruscamente silencio.

Linda se apartó nerviosa de la mesa y dijo con voz vacilante:

—¿Puedo retirarme? ¿No tienen que preguntarme nada más?

—Nada más —contestó Weston—. Muchas gracias, Linda.

Weston se puso en pie para abrirle la puerta. Luego volvió a la mesa y encendió un cigarrillo.

—No es una tarea agradable la nuestra —rezongó—. Dígase lo que se quiera, es una grosería interrogar a una muchacha sobre las relaciones entre su padre y su madrastra. Más o menos, es como invitar a una hija a que eche la cuerda al cuello de su padre. Pero no hay más remedio que hacer estos papeles. Un asesinato es un asesinato. Y esa chiquilla es la persona que reúne más probabilidades de saber la verdad. Sin embargo, estoy satisfecho de que no haya tenido nada que decirnos en ese sentido. Y, entre paréntesis, Poirot, me pareció que al final fue usted demasiado lejos. Aquello de las manos crispadas, que se hundían en la carne, no me pareció lo más a propósito para impresionar la imaginación de una chiquilla.

Hércules se le quedó mirando, pensativo.

—¿De modo que cree usted que impresioné la imaginación de la chiquilla?

—¿No es eso lo que usted se propuso?

Poirot hizo un gesto negativo. Weston trató de desviar la conversación hacia otro punto.

—En realidad —dijo— poco fue lo que conseguimos de la muchacha. Excepto un alivio más o menos completo para la señora Redfern. Si las dos mujeres estuvieron juntas desde las diez y, media hasta las doce menos cuarto—, Cristina Redfern queda fuera del cuadro. Mutis de la esposa celosa.

—Hay razones mejores que ésa para retirar a mistress Redfern de la escena —dijo Poirot—. Estoy convencido de que fue física y mentalmente imposible que estrangulase a su rival. Es de temperamento frío, más bien que apasionado, capaz de profunda devoción y de constancia inquebrantable, pero no de sanguinarios arrebatos de rabia. Además, sus manos son demasiado pequeñas y delicadas..

—Estoy de acuerdo con mister Poirot —dijo Colgate—. Hay que descartarla. El doctor Neasdon dice que las que ahogaron a la víctima fueron un par de manos bien desarrolladas.

—Bien, interrogaremos ahora a los Redfern —propuso Weston—. Espero que él ya se habrá recobrado un poco de su emoción.

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