Capítulo 16

Había una pequeña tarjeta, con una fotografía que mostraba a una atractiva chica oriental en una postura provocativa. Las palabras «Transexual preoperada» impresas junto a un número de teléfono. Al lado había otra tarjeta de una mujer con una voluminosa cabellera, vestida con ropa de cuero y blandiendo un látigo. De una mancha húmeda que había en el suelo y que Bishop había evitado pisar se elevaba un hedor a orina. Era la primera vez en años que entraba en una cabina telefónica y ésta no despertó en él ninguna nostalgia. Y salvo por el olor, era como estar en una sauna.

Una parte del auricular estaba aplastado y había varios cristales agrietados y una cadena con trozos de papel, supuestamente de la guía telefónica. Un camión se había detenido fuera y el motor sonaba como si mil hombres aporrearan un cobertizo de hojalata. Miró su reloj. Las dos y treinta y uno de la tarde. Ya le parecía el día más largo de su vida.

¿Qué diablos iba a decir a sus hijos? A Max y a Carly. ¿Les importaría realmente haber perdido a su madrastra? ¿Que la hubieran asesinado? Su ex mujer les había puesto tan en contra de él y de Katie que seguramente no les afectaría demasiado. ¿Y cómo iba a darles la noticia? ¿Por teléfono? ¿Tendría que volar a Francia para decírselo a Max, y a Canadá para decírselo a Carly? Tendrían que volver pronto, para el funeral. Oh, Dios mío. ¿Lo harían? ¿Debían hacerlo? ¿Querrían? De repente, se dio cuenta de lo poco que los conocía.

Madre mía, había tanto en lo que pensar.

¿Qué había pasado? Dios mío, ¿qué había pasado?

«Mi querida Katie, ¿qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? ¿Quién? ¿Por qué?»

¿Por qué la maldita policía no quería contarle nada? Ese poli negro alto y engreído. Y ese inspector o comisario o lo que fuera, Grace, mirándole como si fuera el único sospechoso, como si supiera a ciencia cierta que la había asesinado él.

Mareado, salió al sol abrasador de Prince Albert Street, frente al ayuntamiento, totalmente confuso por la conversación que acababa de tener y preguntándose qué iba a hacer ahora. Había leído un libro que hablaba sobre lo mucho que un teléfono móvil podía revelar acerca de donde te encontrabas, a quién llamabas y, para quien quisiera averiguarlo, qué decías. Por eso cuando había salido por la entrada de la cocina del Hotel du Vin, había apagado el móvil y había buscado una cabina.

Pero la respuesta que había obtenido de Sophie era sumamente extraña: «Bueno, es una locura, estuviste conmigo… Viniste a mi piso, nos acostamos…».

Aquello no era cierto.

Se despidió de Phil Taylor delante del restaurante y el portero le paró un taxi, que cogió para volver a su piso en Notting Hill. Se desplomó, cansado, directamente en la cama, pues quería dormir bien antes de su partido de golf. No había ido a ninguna parte, estaba seguro.

¿Su memoria estaba jugándole una mala pasada? ¿La conmoción?

¿Era eso?

Luego, como una ola enorme, invisible, el dolor lo invadió y lo absorbió hacia un vacío de oscuridad, como si de repente hubiera habido un eclipse total de sol y de todos los sonidos de la ciudad que lo rodeaban.

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