El teléfono de Skunk sonaba otra vez. Se despertó, temblando y sudando a la vez. Dios santo, qué calor hacía allí dentro. Su ropa -la camiseta harapienta y los calzoncillos con los que dormía- y las sábanas estaban empapadas. Chorreaba agua.
Biiip, biiip, biiip.
Desde algún lugar en la oscuridad fétida de la parte trasera de su autocaravana, una voz con acento de Liverpool gritó:
– Mierda de trasto. Apaga esa mierda, por el amor de Dios, antes de que lo tire por la puta ventana.
No era el teléfono que había robado ayer, se percató de repente. Era su móvil de tarjeta. ¡Su teléfono de negocios! ¿Dónde coño estaba?
Se levantó a toda prisa y gritó:
– ¡Si no te gusta, te largas de la caravana, joder!
Luego miró por el suelo, encontró los pantalones del chándal, metió las manos en los bolsillos y sacó el pequeño móvil verde.
– ¿Diga? -contestó.
Al cabo de un momento estaba buscando bolígrafo y papel. Lo tenía en la chaqueta, dondequiera que ésta se encontrara. Entonces se dio cuenta de que había dormido encima de ella, utilizándola de almohada. Sacó un bolígrafo mugriento con el mango roto y una hoja rasgada y húmeda de papel rayado y la puso sobre la encimera. Con la mano tan temblorosa que apenas podía escribir, logró anotar los detalles con un garabato puntiagudo y colgó.
Era un buen negocio. Dinero. ¡Pasta! ¡Mucha!
Sus intestinos le decían que iba a tener un buen día. No era uno de esos retortijones terribles seguidos de diarrea que lo asediaban desde hacía días -aún no, por lo menos-. Tenía la boca seca; se moría por beber agua. Mareado y aturdido, caminó hasta el fregadero y, luego, sujetándose a la encimera, abrió el grifo. Pero ya estaba abierto, el tanque de agua se había agotado. Mierda.
– ¿Quién coño ha dejado el grifo abierto toda la noche? ¿Eh? ¿Quién? -gritó.
– ¡Relájate, tío! -contestó una voz.
– ¡Yo sí que te voy a relajar, joder!
Volvió a separar las cortinas y parpadeó ante la intrusión repentina del sol cegador de primera hora de la tarde. Fuera, vio una mujer en el parque que cogía de la mano a un niño montado en un triciclo. Un perro sarnoso correteaba olisqueando la hierba abrasada donde hasta hacía un par de días se había alzado la carpa de un circo. Luego miró el interior de la caravana. Un tercer cuerpo desplomado que no había visto antes se revolvió. Ahora no podía hacer nada con ninguno de ellos, tan sólo esperar que no estuvieran cuando regresara. Era lo que pasaba normalmente.
Entonces oyó un chirrido casi rítmico y vio a Al, su hámster, con la pata rota que el veterinario le había entablillado, corriendo todavía en su rueda de cromo brillante, los bigotes temblorosos.
– ¿Es que no te cansas nunca, tío? -dijo, acercando la cara a los barrotes de la jaula, pero no demasiado porque una vez Al le mordió. Dos veces, en realidad.
Había encontrado al animal abandonado en su jaula, que algún cabrón insensible había tirado a un contenedor de la carretera. Había visto que tenía la pata rota y había intentado sacarlo; el bicho le había mordido por las molestias. Luego, en otra ocasión, había tratado de acariciarle a través de los barrotes y le había vuelto a morder. Sin embargo, otros días podía abrir la jaula, y Al correteaba por su mano y se sentaba en ella encantado, durante una hora o más, sólo cagándose de vez en cuando.
Se puso los pantalones del chándal Adidas gris y la sudadera con capucha, que había robado de un hipermercado ASDA, en la Marina, y las deportivas Asics nuevas azules y blancas que se había probado y con las que había salido corriendo de una tienda en Kemp Town. Cogió una bolsa del Waitrose con sus herramientas, donde metió el móvil del coche que había robado el día anterior. Abrió la puerta de la autocaravana y gritó:
– Quiero que os hayáis largado cuando vuelva.
Salió al calor abrasador y despejado del Level, la franja larga y estrecha de zonas verdes en el centro de Brighton y Hove. La ciudad que él llamaba en broma -y no tanto- su «despacho».
Escritos en el papel húmedo, bien doblado y guardado en el bolsillo superior de cremallera, figuraban un pedido, una entrega, una dirección y un pago acordado. Era pan comido. De repente, a pesar de los temblores, la vida le sonreía. Hoy podía ganar dinero suficiente para toda una semana.
Incluso podía permitirse ser implacable en las negociaciones para vender el teléfono móvil.