Capítulo 25

El Centro de investigaciones de Sussex House ocupaba la mayor parte de la primera planta del edificio. Se accedía a él a través de una puerta con un lector de banda magnética situada al final de un área grande, en su mayor parte abierta, que albergaba los despachos de los jefes del Departamento de Investigación Criminal y su personal de apoyo.

Roy Grace siempre tenía la sensación de que el ambiente en esta sección era absolutamente distinto al de otras zonas del edificio; y, en realidad, de cualquier otro edificio policial en Brighton y Hove o sus alrededores. Los pasillos y despachos de la mayoría de las comisarías de policía tenían un aire y un aspecto cansado e institucional, pero aquí todo parecía siempre nuevo.

Demasiado nuevo, demasiado moderno, demasiado limpio, demasiado y condenadamente ordenado. Demasiado… frío e impersonal. Podrían ser las oficinas de una contaduría, o el área administrativa de un banco o tal vez una compañía de seguros.

A lo largo de las paredes había diagramas en tarjetas blancas, que también parecían nuevas, clavadas en tablones grandes de fieltro rojo dispuestos a intervalos completamente regulares. Mostraban toda la información relativa al procedimiento que todos los inspectores debían saberse de memoria; pero a menudo, al principio de una investigación, Grace dedicaba un rato a releerlas.

Siempre había sido muy consciente de lo fácil que era volverse complaciente y olvidar las cosas. Y había leído un artículo hacía poco que reforzaba esta visión. Según el documento, la mayoría de los peores desastres aéreos ocurridos durante los últimos cincuenta años en el mundo se debían a un error del piloto. Pero en muchos casos no se trataba de un comandante joven e inexperto, sino de un piloto experimentado que cometía un fallo. El artículo llegaba incluso a decir que si ibas sentado en un avión y descubrías que tu piloto iba a ser nombrado comandante jefe de la aerolínea, ¡debías bajarte de inmediato!

Autocomplacencia. Con la medicina pasaba lo mismo. No hacía mucho tiempo, un especialista en cirugía ortopédica de Sussex había amputado a un paciente la pierna equivocada. Un simple error, producto, casi con total seguridad, de la autocomplacencia.

Por todo esto, pocos minutos antes de las seis de la tarde Grace se detuvo en el pasillo caluroso y mal ventilado a la entrada del Centro de Investigaciones, la camisa pegada al pecho por el calor despiadado de la tarde y la información sobre Sandy en Munich aferrada a su mente. Saludó a Branson con la cabeza y señaló el primer diagrama en la pared, titulado: «POSIBLES MÓVILES MÁS COMUNES», que estaba justo después de la puerta del despacho del director del sistema Holmes.

– ¿Qué significa realmente «mantener estilo de vida activo»? -preguntó Branson, tras leer el diagrama.

En un óvalo en el centro había una sola palabra: móvil. Dispuestos a su alrededor, al final de cada flecha, aparecían los términos «celos», «racismo», «ira/miedo», «robo», «poder/control», «deseo», «beneficio», «pago», «homofobia», «odio», «venganza», «psicótico», «sexual» y «mantener estilo de vida activo».

– Matar para heredar el dinero de alguien -contestó Grace.

Glenn Branson bostezó.

– Falta uno. -Luego frunció el ceño-. Dos, en realidad -dijo con tristeza.

– Dime.

– Por placer. Y por prestigio.

– ¿Por placer?

– Sí. Esos chicos que prendieron fuego a una anciana vagabunda en una marquesina de autobús el año pasado, por ejemplo. La rociaron con gasolina mientras dormía. No la odiaban, lo hicieron sólo por hacerlo, ¿no? Por placer.

Grace asintió. Su mente no funcionaba a pleno rendimiento. Aún pensaba en Sandy. Munich. Dios mío, ¿cómo iba a superar aquello? Lo único que quería hacer ahora mismo era coger un avión a Alemania.

– Y el prestigio -dijo Glenn-. Si entras en una banda, es una forma de conseguir credibilidad en la calle, ¿no?

Grace avanzó hasta el siguiente tablón. Se titulaba «DESARROLLAR UNA PERSPECTIVA FORENSE». Repasó la lista con la mirada, aunque las palabras eran una mancha borrosa en ese momento: «Evaluar información potencial, datos, testigos»; «Reevaluar»; «Desarrollar e implantar una estrategia forense». Luego, con el rabillo del ojo, vio que se acercaba un hombre pulcro, de aspecto enérgico y de unos cincuenta y poco años, con unos pantalones de traje elegantes, camisa color beis y corbata marrón. Tony Case, el jefe de la Unidad de Apoyo.

– Hola, Roy -saludó alegremente-. Tengo la MIR Uno preparada para ti, y la cinta está lista para rodar. -Luego se volvió hacia el sargento y le estrechó la mano vigorosamente-. Glenn, ¡bienvenido de nuevo! -dijo-. Creía que aún tardarías un tiempo en volver al trabajo.

– Y yo.

– Ahora tendrás que ir con cuidado cuando bebas, ¿no? Para que no te salgan los chorros por los agujeros de la tripa…

– Sí, algo así -respondió Glenn, que no comprendió el chiste, bien a propósito bien porque tenía la cabeza en otra parte, Grace no habría podido asegurarlo.

– Estaré un rato por aquí -dijo Case jovialmente-. Cualquier cosa que necesitéis, me avisáis -y dio unos golpecitos en el móvil que llevaba en el bolsillo superior de su camisa.

– ¿Un dispensador de agua fría? Vamos a necesitarlo con este calor -dijo Grace.

– Ya es vuestro.

– Bien hecho.

Miró su reloj. Quedaban poco más de veinte minutos para la reunión informativa que había convocado a las seis y media. Debería ser tiempo suficiente. Guió a Glenn Branson, dejando atrás las salas de pruebas del SOCO y las del equipo externo de investigación, y se desviaron hacia la sala de interrogatorio de testigos, donde habían estado por la tarde.

Entraron en el estrecho cuarto de observación, adyacente a la sala principal de interrogatorios. Había dos sillas diferentes colocadas frente a una superficie que ocupaba todo el ancho de la habitación y en la que se encontraban los aparatos de grabación de vídeo y un monitor en color que mostraba la imagen permanente y monótona de la mesita de café y las tres sillas rojas de la sala de interrogatorio de testigos, vacía al otro lado de la pared.

Grace arrugó la nariz. Olía como si alguien se hubiera comido un curry allí dentro, seguramente de la sección de comida preparada del supermercado ASDA que había al otro lado de la carretera. Miró en la papelera y vio las pruebas: una pila de cajas de cartón. Después de salir de una autopsia siempre tardaba un rato en sentirse cómodo con la idea de comer y, en esos momentos, tras haber visto los restos de lo que parecía un rogan josh de gambas entre el contenido del estómago de Katie Bishop, el olor empalagoso a curry que impregnaba el cuatro no se le ponía más fácil.

Grace se agachó, cogió la papelera y la plantó al otro lado de la puerta. El olor no desapareció, pero al menos se sintió un poco mejor. Entonces se sentó delante del monitor, volvió a familiarizarse con los controles del vídeo y pulsó el «play».

Pensaba. Pensaba todo el tiempo. A Sandy le encantaba el curry. El korma de pollo. Era su preferido.

El interrogatorio a Brian Bishop empezó a reproducirse en la pantalla. Grace avanzó unos segundos la grabación, observando al hombre moreno con su chaqueta de diseño color habano con botones de plata ostentosos y sus zapatos de golf blancos y marrones.

– Esos zapatos parecen botines -dijo Branson, que se sentó a su lado-. Ya sabes, como en esas películas de gánsteres de los años treinta. ¿Has visto Con faldas y a lo loco? -Su voz era monótona, carente de su energía habitual, pero parecía hacer un esfuerzo sobrehumano para estar alegre.

Grace se percató de que éste debía de ser un momento del día difícil para él. Última hora de la tarde. Normalmente, si se encontrara en casa, estaría ayudando a acostar a sus dos hijos.

– ¿Es esa de Marilyn Monroe?

– Sí, y Tony Curtis, Jack Lemmon y George Raft. Es genial. Esa escena, ¿sabes?, cuando entran en el comedor con un gigantesco pastel y un tío sale de dentro con una metralleta y se carga a todo el mundo y George Raft dice: «¡Había algo en la tarta que no les ha acabado de gustar!».

– Una versión moderna del caballo de Troya -dijo Grace.

– ¿Quieres decir que era un remake? -dijo Branson, desconcertado-. ¿El caballo de Troya? No la recuerdo.

Grace meneó la cabeza con incredulidad.

– No es una peli, Glenn. Lo que hicieron los griegos, ¡en Troya!

– ¿Qué hicieron?

Grace miró con dureza a su amigo.

– ¿Es que te educaste sólo viendo películas? ¿No estudiaste nunca historia?

Branson se encogió de hombros, a la defensiva.

– No te pases.

Grace ralentizó la cinta. En la pantalla, Glenn Branson decía: «¿Puedo preguntarle cuándo fue la última vez que vio a su esposa, señor Bishop?».

Grace detuvo la imagen.

– Ahora quiero que te concentres en los ojos de Bishop. Quiero que cuentes sus parpadeos. Quiero el número de parpadeos por minuto. ¿Tienes segundero en ese centro de control de la NASA que llevas en la muñeca?

Branson miró su reloj, desconcertado por la pregunta. Era un cronómetro Casio grande y moderno, uno de esos con tantas esferas y botones que Grace se preguntó si su amigo tenía idea de para qué servían la mitad de ellos.

– En alguna parte.

Glenn toqueteó el aparato un par de veces. Luego, en la pantalla, Roy Grace entró en la sala y comenzó a interrogar a Bishop: «¿Dónde durmió anoche, señor Bishop?». «En mi piso de Londres.» «¿Hay alguien que pueda confirmarlo?»

– ¡Veinticuatro! -anunció Glenn Branson, mientras sus ojos se desplazaban del reloj a la pantalla, y otra vez al reloj.

– ¿Seguro?

– Sí.

– Bien. Otra vez.

En la pantalla, Grace le preguntó a Bishop: «¿A qué hora ha llegado al campo de golf esta mañana?», «Pasadas las nueve.» «¿Y ha ido en coche desde Londres?» «Sí.» «¿A qué hora ha salido?» «Sobre las seis y media.»

– ¡Veinticuatro otra vez!

Grace congeló la imagen.

– Interesante -dijo.

– ¿El qué exactamente? -preguntó Branson.

– Es un experimento. Estoy probando algo que leí el otro día en un boletín psicológico al que estoy suscrito. El autor decía que en un laboratorio de una universidad, creo recordar que era la de Edimburgo, habían determinado que la gente parpadea más veces por minuto cuando dice la verdad que cuando miente.

– ¿En serio?

– Se parpadea 23,6 veces por minuto cuando se dice la verdad y 18,5 cuando se miente. Está demostrado que los mentirosos se quedan muy quietos, tienen que pensar más que las personas que dicen la verdad. Y cuando pensamos mucho nos quedamos más quietos.

Volvió a reproducir la cinta.

Brian Bishop parecía cada vez más agitado y, al final, se levantó y gesticuló.

– Veinticuatro -dijo Branson.

– Y su lenguaje corporal cuadra -dijo Grace-. Parece un hombre que dice la verdad.

Pero sólo era un indicio, lo sabía muy bien. Ya había malinterpretado el lenguaje corporal de otras personas antes y se había llevado sorpresas muy desagradables.

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