Skunk se sentía infinitamente más fuerte. De repente, el mundo era un lugar mucho mejor. La heroína hacía su trabajo: estaba relajado, todo era genial, su cuerpo rebosaba endorfinas. Así tendría que ser la vida; así quería sentirse siempre.
Bethany había ido a verle, con un pollo, una ensalada de patatas y un flan que había cogido de la nevera de su madre; todos los pringados se habían marchado de la autocaravana y Skunk se la había follado por detrás, como le gustaba a ella; y como le gustaba a él, con su culo enorme contra su estómago.
Y ahora le llevaba por el paseo marítimo en el pequeño Peugeot de su madre, y Skunk estaba repantigado en el asiento del copiloto, reclinado hacia atrás, contemplando su «despacho» a través de las gafas púrpuras. Fichando, a su vez, todos los coches aparcados. Todas las clases de coche que se pudieran imaginar. Todos llenos de polvo y tostados por el sol. Sus propietarios estaban en la playa. Buscaba uno que encajara con la marca y el modelo escrito en el papel húmedo y arrugado de la libreta de rayas que descansaba en su regazo, su «lista de la compra», que ojeaba constantemente pues su memoria era una mierda.
– Tengo que volver a casa pronto. Mi madre necesita el coche. Esta noche tiene bridge -dijo Bethany.
Todas las putas marcas de coches del mundo estaban aparcadas en el paseo marítimo aquella tarde. Todas las putas marcas, excepto la que buscaba él. Un Audi A4 nuevo, descapotable, automático, con pocos kilómetros, azul metalizado, plateado o negro.
– Ve hacia Shirley Drive -dijo.
El reloj del salpicadero marcaba las seis y cuarto de la tarde.
– Tengo que estar en casa a las siete, de verdad. Necesita el coche… Me matará si llego tarde -contestó Bethany.
Skunk la miró un momento, agradecido. Era morena, tenía el pelo corto y los brazos gruesos. Sus pechos sobresalían por la parte superior de una camiseta ancha y la minifalda vaquera de color azul apenas le cubría los muslos bronceados y rellenitos. Él tenía la mano metida por debajo del elástico de sus braguitas, encajada en el pubis suave y húmedo, dos dedos muy dentro de ella.
– Gira a la derecha -le ordenó.
– ¡Me estás poniendo caliente otra vez!
Skunk introdujo los dedos aún más adentro.
Ella suspiró.
– ¡Skunk, para!
Él también estaba caliente otra vez. Bethany giró a la derecha en el semáforo, pasó por delante de una estatua de la reina Victoria y luego, de repente, Skunk gritó:
– ¡Para!
– ¿Qué?
– ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí!
Cogió el volante para obligarla a detenerse en la acera, haciendo caso omiso al chirrido de frenos y al pitido de la bocina del coche de detrás.
Mientras ella detenía el coche, Skunk sacó los dedos y luego la mano.
– ¡De puta madre! ¡Hasta luego!
Abrió la puerta del automóvil, salió atropelladamente y desapareció sin siquiera mirar atrás.
Allí, parado en el semáforo al otro lado de la calle, había un Audi A4 descapotable azul metalizado. Skunk sacó el bolígrafo de su bolsillo, anotó la matrícula en el papel, luego cogió el móvil y marcó un número.
– GU 06 LGJ -recitó-. ¿Puedes tenerlas para dentro de una hora?
Estaba tan contento que ni siquiera vio al Peugeot alejándose ni a Bethany diciéndole adiós con la mano, ni tampoco oyó su breve toque de bocina.
«¡Genial! -pensó-. ¡Sí!»
Tampoco vio el pequeño Ford gris, aparcado junto al bordillo un par de cientos de metros detrás de él. Era uno de los cinco coches del equipo de vigilancia que le había estado siguiendo durante la última media hora, desde que había salido de su autocaravana.