Linda Buckley había sido muy inteligente al ocupar un sillón de piel en el amplio vestíbulo, elegante y cómodo, del Hotel du Vin, pensó Grace mientras entraba en el edificio con Glenn Branson. Estaba lo suficientemente cerca de la recepción para escuchar si alguien preguntaba por Brian Bishop y disfrutaba de una buena vista de las personas que accedían al hotel y lo abandonaban.
La agente de Relaciones Familiares dejó a regañadientes el libro que estaba leyendo, The plimsoll sensation, una historia de Nicolette Jones sobre el disco Plimsoll que había escuchado en forma de serial radiofónico, y se levantó.
– Hola, Linda -la saludó Grace-. ¿Es bueno el libro?
– ¡Fascinante! -contestó ella-. Stephen, mi marido, estuvo en la marina mercante, así que sé un poquito de barcos.
– ¿Está nuestro huésped en su habitación?
– Sí. Hablé con él hace una media hora, para ver cómo se encontraba. Maggie ha salido a hacer unas llamadas. Le hemos dado un respiro. Esta tarde ha sido bastante intensa, en particular en el depósito, cuando ha identificado a su mujer.
Grace inspeccionó el concurrido vestíbulo. Todos los taburetes de la barra de acero inoxidable, al fondo de la sala, estaban ocupados, igual que todos los sofás y sillas. Había un grupo de hombres vestidos de esmoquin y mujeres en trajes de noche, como si estuvieran a punto de ir a un baile. No vio a ningún periodista.
– ¿Aún no hay prensa?
– Por el momento, no -respondió-. Le he registrado con un nombre falso, Steven Brown.
Grace sonrió.
– ¡Buena chica!
– Puede que con eso ganemos un día -dijo Linda-. Pero llegarán pronto.
«Y con suerte, para entonces Brian Bishop ya estará encerrado en una celda», pensó para sí.
Grace se dirigía a las escaleras, cuando se detuvo. Branson estaba mirando con ojos soñadores a cuatro atractivas jovencitas que estaban sentadas en un sofá bebiendo cócteles. Grace movió una mano para distraer a su compañero. Glenn se acercó a él de manera pensativa.
– Sólo estaba pensando… -dijo el sargento.
– ¿En piernas bellas?
– ¿Piernas has dicho?
Por su mirada de perplejidad, Roy se percató de que su amigo no miraba ninguna chica; ni siquiera las había visto. Simplemente miraba al vacío. Pasó un brazo paternal y amistoso alrededor de la cintura de Branson. Delgada y dura como una roca gracias a las pesas, era como si tuviera un árbol joven y robusto dentro de su chaqueta, no el abdomen de un ser humano.
– Te recuperarás, colega -le dijo.
– Me siento como si estuviera viviendo la vida de otro… ¿Sabes qué quiero decir, tío? -dijo Branson mientras subían el primer tramo de escaleras-. Como si hubiera salido de mi vida y me hubiera metido en la de otro por error.
La habitación de Bishop estaba en el segundo piso. Grace llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Llamó más fuerte. Luego, dejando a Branson que esperara en el pasillo, bajó las escaleras y subió con el director de guardia, un hombre de treinta y pocos años vestido con elegancia y que abrió la puerta con una llave maestra.
Estaba vacía. Hacía un calor sofocante y estaba vacía. Seguido de cerca por Branson, Grace cruzó la habitación a grandes zancadas y abrió la puerta del baño. Estaba inmaculado, intacto, salvo por el hecho de que la taza del váter estaba levantada.
– ¿Ésta es la habitación? -preguntó Grace.
– Por supuesto, señor, la habitación del señor Steven Brown -afirmó el director.
Las únicas pistas de que alguien había estado en aquel lugar en las últimas horas eran una marca profunda en la colcha púrpura, cerca de los pies de la cama, y una bandeja de plata en el centro del colchón con una taza de té frío, una tetera, una jarrita de leche y dos galletas en un paquete sin abrir.