Roy Grace se quedó mirando el mensaje de Cleo en la pantalla de su móvil:
Aclárate en Munich. Llámame cuando vuelvas.
Ni firma. Ni beso. Sólo una declaración de cabreo sencilla.
Pero al menos por fin había respondido.
Mentalmente, escribió una contestación seca y la desechó al instante. Luego otra, y también la descartó. Había anulado la comida del domingo para ir a Munich e intentar encontrar a su esposa. ¿Cómo debía de haberle sentado?
Pero podía mostrarse un poco comprensiva, ¿no? Nunca había mantenido en secreto la desaparición de Sandy; Cleo lo sabía todo al respecto. ¿Qué elección le quedaba? Seguro que cualquiera habría hecho lo que él estaba haciendo en estos momentos, ¿verdad?
Y, de repente, alimentado por el cansancio, el estrés, el calor incesante del sol cayendo sobre su cabeza, notó un fogonazo de ira hacia Cleo. «Diablos, mujer, ¿es que no puedes entenderlo, maldita sea?», pensó.
Miró a Kullen y se encogió de hombros.
– Mujeres.
– ¿Todo va bien?
Grace dejó el móvil y meció la pesada jarra entre sus manos.
– Esta cerveza está bien -dijo-. Más que bien. -Bebió un gran trago. Luego dio un sorbo al café, que estaba hirviendo-. No puedo decir lo mismo de muchas cosas más. ¿Sabes?
El Kriminalhauptkommisar sonrió, como si no estuviera muy seguro de cómo reaccionar.
Un hombre sentado a la mesa de al lado daba caladas a una pipa de brezo. El humo flotó hacia ellos y, de repente, el olor recordó a Grace a su padre, que también fumaba en pipa. Rememoró todo el ritual: su padre introduciendo en la caña los punzones blancos, largos y finos, que se volvían rápidamente marrones; rascando el borde con un pequeño instrumento de latón; mezclando el tabaco con sus dedos largos; llenando la cazoleta y encendiéndola con una cerilla Swan Vesta; prensando el tabaco y volviéndola a encender. El salón se llenaba al instante con el aroma tentador del humo grisáceo. O si habían salido a pescar en una barca pequeña o estaban al final del Palace Pier o en el espigón del puerto de Shoreham, Roy solía observar la dirección del viento cuando su padre sacaba la pipa y luego se aseguraba de colocarse de forma que pudiera capturar sus fragancias.
Se preguntó qué habría hecho su padre en aquella situación. Jack Grace adoraba a Sandy. Cuando estaba enfermo en la residencia, muriéndose demasiado joven, a los cincuenta y cinco años, de cáncer de colon, ella se pasó horas a la cabecera de su cama, hablando con él, jugando al Scrabble con él, leyendo con él el Sporting Life mientras Jack seleccionaba sus apuestas para el día y luego ella las hacía por él. Y charlando simplemente. Se comportaron como grandes amigos desde el primer día que Grace llevó a Sandy a casa para que conociera a sus padres.
Jack Grace siempre estuvo satisfecho de lo que tenía, era un hombre feliz de haber sido sargento de guardia hasta su jubilación, haciendo pequeños ajustes a los coches y siguiendo las carreras de caballos en su tiempo libre; nunca albergó ninguna ambición de seguir ascendiendo en el cuerpo. Pero era un hombre meticuloso, amante de los detalles, de los procedimientos, de no dejar cabos sueltos. Habría aprobado que Roy viniera aquí, claro que sí. No le cabía la menor duda.
«Joder -pensó Roy, de repente-. Munich está lleno de fantasmas.»
– Cuéntame, Roy, ¿el inspector Pope conocía muy bien a Sandy? -le preguntó Kullen.
De vuelta a la realidad, a la tarea que se había asignado para hoy, Grace contestó:
– Buena pregunta. Eran nuestros mejores amigos. Durante años fuimos de vacaciones con ellos, todos los años.
– ¿Así que no se…, vaya, confundiría fácilmente?
– No. Y su mujer tampoco.
Un hombre joven, alto y en buena forma, que vestía una camisa amarilla y pantalones rojos, estaba recogiendo las mesas desocupadas junto a la suya. Era rubio y llevaba el pelo engominado de forma moderna.
– Disculpe -le dijo Grace-. ¿Habla usted inglés?
– ¡Así es! -contestó el hombre sonriendo.
– ¿Es australiano?
– ¡Eso mismo!
– ¡Genial! Tal vez pueda ayudarme. ¿Estaba aquí el martes pasado?
– Estoy aquí todos los días. Desde las diez de la mañana hasta la medianoche.
Del bolsillo de su chaqueta, Grace sacó una fotografía de Sandy y se la mostró.
– ¿Ha visto a esta persona? Estuvo aquí, el martes, a la hora de comer.
El camarero cogió la fotografía y la examinó atentamente unos momentos.
– ¿El martes pasado?
– Sí.
– No, amigo, no me suena. Pero no significa que no estuviera aquí. Vienen cientos de personas todos los días. -Dudó-. Mierda, veo tantas caras que se vuelven todas borrosas. Puedo preguntar a mis compañeros si quiere.
– Por favor -le pidió Grace-. Es muy importante para mí.
El chico se marchó y regresó, unos minutos después, con todo un grupo de jóvenes que recogían mesas, todos con el mismo uniforme.
– Lo siento, amigo -dijo-. Son la mayor panda de idiotas del planeta. Pero ¡no he podido hacer más!
– Sí, ya, ¡vete a la mierda, Ron! -dijo uno de los jóvenes, un australiano bajito y fornido con un pelo que parecía un alfiletero. Se volvió hacia Grace-: Siento lo de mi colega, es retrasado. De nacimiento. Intentamos seguirle la corriente.
Grace esbozó una sonrisa forzada y le dio la fotografía.
– Estoy buscando a esta persona. Creo que estuvo aquí el martes pasado a la hora de comer. Me preguntaba si alguno de vosotros la reconoce.
El australiano bajito y fornido cogió la fotografía, la examinó unos momentos y luego la pasó. Cada uno de los chicos negó con la cabeza.
Marcel Kullen se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de tarjetas de visita. Se levantó y dio una a cada miembro de la plantilla. De repente, todos parecían más serios.
– Volveré mañana -dijo el policía-. Tendré una copia de la fotografía para cada uno de vosotros. Si vuelve, por favor, llamadme enseguida al móvil de la tarjeta, o al número del Landeskriminalamt. Es muy importante.
– No se preocupen. Si vuelve, llamaremos.
– Os lo agradecería mucho.
– Está hecho.
Grace les dio las gracias.
Mientras el grupo regresaba a sus obligaciones, Kullen cogió su cerveza y tendió la jarra hacia Grace, mirándole fijamente.
– Si tu mujer está en Munich, la encontraré, Roy. ¿Qué es lo que decís en Inglaterra? ¿Cueste lo que… cueste?
– Casi. -Grace levantó su jarra y tocó la del alemán-. Muchas gracias.
– Yo también he hecho una lista para ti. -Saco una libreta pequeña de su bolsillo interior-. Si está aquí, quizás hay cosas que echaría de menos de Inglaterra, ¿no?
– ¿Por ejemplo?
– ¿Alguna comida? ¿Echaría de menos algo de comer?
Grace pensó un momento. Era una buena pregunta.
– ¡Marmite! -dijo, al cabo de unos instantes-. Le encantaba. Solía untarlo todos los días en las tostadas para desayunar.
– De acuerdo. Marmite. Hay una tienda en Viktualienmarkt que vende comida inglesa para vuestros expatriados. Me pasaré. ¿Tenía algún problema médico? ¿Alguna alergia, quizá?
Grace pensó detenidamente.
– No era alérgica a nada, pero tenía problemas con las comidas pesadas. Era genético. Sufría unas indigestiones terribles si hacía comidas pesadas. Tomaba un medicamento.
– ¿Tienes el nombre?
– Era algo como Chlomotil. Puedo comprobarlo en el botiquín de casa.
– Puedo hacer una búsqueda de clínicas en Munich. Ver si alguien con su descripción está pidiendo este medicamento.
– Bien pensado.
– Hay muchas cosas que también deberíamos mirar. ¿Qué música le gustaba? ¿Iba al teatro? ¿Tenía películas o estrellas de cine preferidas?
Grace recitó una lista.
– ¿Y deportes? ¿Practicaba alguno?
De repente, Grace vio qué se proponía el alemán. Y lo que hacía un par de horas parecía una tarea inabarcable ahora estaba estrechándose y convirtiéndose en algo posible. Y se percató de lo nublada que había estado su cabeza. Esa vieja expresión de que los árboles no te dejaban ver el bosque era una gran verdad.
– ¡Natación! -dijo, preguntándose por qué diablos no se le había ocurrido a él.
Sandy estaba obsesionada con estar en forma. No corría ni iba al gimnasio, porque tenía una rodilla que le daba la lata. Nadar era su gran pasión. Solía ir a diario a las piscinas públicas de Brighton. Bien a la King Alfred o a la Regency, o cuando hacía más calor, bajaba al mar.
– Pues podemos controlar las piscinas de Munich.
– Buen plan.
Mirando otra vez sus notas, Kullen dijo:
– ¿Le gusta leer?
– ¿Es el Papa católico?
El alemán lo miró, perplejo.
– ¿El Papa?
– Olvídalo. Es una expresión inglesa. Sí, le encantaban los libros. En especial las novelas policíacas. Inglesas y estadounidenses. Elmore Leonard era su autor preferido.
– Hay una librería, en la esquina de Schelling Strasse, que se llama Munich Readery. El propietario es un estadounidense. Mucha gente de habla inglesa va allí. Se cambian los libros, ¿sabes? ¿Se los intercambian? ¿Es la palabra correcta?
– ¿Estará abierta hoy?
Kullen negó con la cabeza.
– Esto es Alemania. El domingo está todo cerrado. No como en Inglaterra.
– Tendría que haber elegido un día mejor.
– Mañana iré yo en tu lugar. Ahora, ¿quieres comer algo?
Grace asintió agradecido. De repente, tenía apetito.
Y, luego, mientras miraba una vez más al mar de rostros a su alrededor, vislumbró a una mujer, rubia con el pelo corto, que había estado caminando en su dirección con un grupo de personas, pero que, de repente, se había dado la vuelta y había comenzado a alejarse muy deprisa.
Con el corazón estallándole, Grace se puso de pie, empujó a un japonés que estaba sacando una foto y corrió, abriéndose paso entre un grupo que descargaba sus mochilas, centrando su mirada en ella, acortando las distancias.