Capítulo 60

– ¡Sandy! -gritó-. ¡¡¡Sandy!!!

Estaba alejándose de él. Vaya, ¡qué deprisa corría!

Con una camiseta blanca sencilla, pantalones ciclistas azules y deportivas, agarrando una pequeña bolsa en la mano, la mujer corría por un sendero que rodeaba el lago. Grace la seguía, esquivó una estatua y la vio pasar entre varios niños que jugaban. Luego, la chica se desvió ante dos perros schnauzers, uno persiguiendo al otro. De nuevo en un sendero, se cruzó con una mujer vestida elegantemente que montaba a caballo y con una fila de mujeres matroniles que practicaban marcha nórdica en parejas.

Ahora Roy lamentaba haberse tomado la cerveza. El sudor le empapaba la cara, le escocía los ojos, casi cegándolo. Dos patinadores se acercaban en su dirección. Se desvió a la derecha. Ellos también. Izquierda. Ellos también. Se lanzó a la derecha en el último momento, desesperado, se hizo daño en la pierna al golpearse con un banco pequeño, y cayó de bruces, el banco debajo de él, clavándosele.

– T'schuldigen!

Uno de los patinadores, un adolescente alto, estaba inclinado sobre él, con cara de preocupación. El otro se arrodilló y extendió una mano.

– No pasa nada -dijo Grace jadeando.

– ¿Eres americano?

– Inglés.

– Lo siento mucho.

– Tranquilo, estoy bien, gracias. Ha sido culpa mía. Yo…

Desconcertado y sintiéndose estúpido, cogió la mano del chico y dejó que lo aupara. En cuanto estuvo de pie, sus ojos buscaron a Sandy.

– Se ha hecho un corte en la pierna -dijo el otro.

Grace apenas miró. Vio que tenía los vaqueros rasgados y que le salía sangre de la espinilla izquierda, pero no le importó.

– Gracias… Danke -dijo, mirando adelante, a la izquierda, a la derecha, aterrado.

Había desaparecido.

El sendero seguía recto, durante varios cientos de metros, a través de un bosque denso, y más adelante se abría a un claro. Pero también había una bifurcación a la derecha sobre un puente metálico estrecho con barandillas.

«Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.»

Cerró las manos frustrado. «¡Piensa!»

¿Qué camino habría tomado? ¿Cuál de ellos?

Se volvió hacia los dos patinadores.

– Disculpad, ¿cuál es el camino más cercano a la calle?

Señalando el puente, uno dijo:

– Sí, ése es el camino más corto a la calle. Ésa es la única calle.

Grace les dio las gracias y avanzo a trompicones, pensativo, luego se desvió a la derecha, serpenteando entre un grupo de ciclistas que se acercaba a él por el puente, y comenzó a correr más deprisa, haciendo caso omiso al dolor punzante de la pierna. Sandy se dirigiría a una salida, imaginó. Multitudes. Aceleró renqueando, por fuera del sendero concurrido, corriendo por la hierba de al lado, lanzando de vez en cuando una mirada al terreno que tenía delante, hacia los bancos, hacia los perros veloces, a la gente que tomaba el sol, pero básicamente con los ojos clavados en la distancia, buscando desesperadamente un destello de pelo rubio.

¡Era ella!

De acuerdo, sólo había vislumbrado su perfil, y no había visto muy bien su cara, pero había bastado. Era Sandy. ¡Tenía que serlo! Y ¿por qué habría salido corriendo, si no era ella?

Siguió acelerando, la desesperación anestesiaba el dolor. No podía haber ido tan lejos, tan lejos, maldita sea, para dejarla escapar así de sus manos.

«¿Dónde estás?»

Un rayo de sol brillante le alcanzó directamente a los ojos, como el haz de luz de una linterna, un instante. El reflejo de un autobús avanzando por la calle, a no más de cien metros de distancia. Entonces vio otro destello. Esta vez no era el sol.

Esquivó a un grupo de personas sonrientes a quienes estaban sacando una fotografía justo cuando se disparó el flash, cruzó un margen de hierba irregular y llegó a una calle vacía con el bosque del parque a cada lado y un autobús parado. No había rastro de Sandy.

Entonces la vio otra vez, cuando el autobús arrancó, unos cien metros delante de él, ¡todavía corriendo!

– ¡¡¡¡Sandy!!!! -gritó.

Ella se detuvo en seco un momento y miró en su dirección, como preguntándose a quién le estaba gritando.

Para no dejarle ninguna duda, Grace movió el brazo frenéticamente y echó a correr hacia ella, gritando:

– ¡Sandy! ¡Sandy! ¡Sandy!

Pero ella ya estaba alejándose otra vez, desapareciendo tras una curva. Dos policías a caballo patrullaban, avanzando en su dirección, y por un momento estuvo a punto de pedirles ayuda. Pero se cruzó a toda prisa con ellos, consciente de sus miradas recelosas.

Entonces, en la distancia, vio la pared amarilla de un edificio. Ella pasó corriendo por delante de un semáforo rojo y un contenedor, cruzó un puente, y dejó atrás un edificio y un grupo de autobuses.

Luego se detuvo junto a un BMW plateado aparcado y pareció buscar algo en su bolsa, la llave, supuso Grace.

Y, de repente, se plantó a su lado, respirando con gran dificultad.

– ¡Sandy! -exclamó eufórico.

Ella volvió la cabeza, resoplando con fuerza, y le dijo algo en alemán.

Y, entonces, mirándola bien por primera vez, se dio cuenta de que no era Sandy.

No era ella en absoluto.

Se le cayó el alma a los pies, como un ascensor al que se le rompía el cable. Tenía su mismo perfil, increíblemente igual, pero su cara era más ancha, más plana, mucho más corriente. No podía verle los ojos, porque llevaba gafas de sol, pero no le hizo falta. No era la boca de Sandy; era una boca pequeña y fina. No era la tez bonita y sedosa de Sandy; esta cara tenía marcas de acné juvenil.

– Yo… Lo siento. Lo siento mucho.

– ¿Es inglés? -dijo ella con una sonrisa cordial-. ¿Puedo ayudarle?

Ahora la mujer tenía la llave en la mano, pulsó el mando y las puertas quedaron desbloqueadas. Abrió la del pasajero y rebuscó en el interior. Grace escuchó el tintineo de las monedas.

– Lo siento -dijo-. Yo… Me he equivocado. La he confundido… Creía que era alguien a quien conozco.

– ¡He olvidado la hora! -Se dio un golpecito en un lado de la cabeza, para indicar su estupidez-. Aquí la policía multa muy deprisa. ¡Los tiques son sólo de dos horas!

Sacó un puñado de euros del bolsillo lateral de la puerta del coche.

– ¿Puedo hacerle una pregunta, por favor? Mmm… ¿Estuvo aquí, en el Englischer Garten, el jueves? ¿A esta hora más o menos?

Ella se encogió de hombros.

– Creo que sí. Con este tiempo, vengo a menudo. -Se quedó pensando un momento-. ¿El jueves pasado? -dijo.

– Sí.

La mujer asintió.

– Estuve aquí, sin duda. Seguro.

Grace le dio las gracias y se dio la vuelta. Tenía la ropa pegada a la piel por culpa del sudor. Un hilito de sangre cruzaba su deportiva derecha. A unos metros de distancia, vio a Marcel Kullen caminando hacia él. Se sentía totalmente abatido. Sacó el móvil y se lo acercó a la oreja, mientras la mujer se dirigía a la máquina expendedora de tiques. Pero no estaba llamando a nadie. Estaba sacando una foto.

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