Se inicia la segunda fase

Antes de abandonar mi habitación, me cubrí el camisón de seda con un kimono haciendo juego. Por alguna razón, esto me pareció más sensato que vestirme. Del armario de la entrada elegí las viejas botas de goma que mi madre solía usar para sus tareas de jardinería. Las había conservado con la leve esperanza de que alguna vez tendría habilidad para imitarla.

Salí por la puerta de atrás, lanzando a mi paso hechizos perimetrales. Había dejado la mano en el fregadero, así que si alguien me veía cavando, al menos no sabría qué enterraba en ese hoyo. Sí, como si eso sirviera de algo si me descubrían en el bosque después de la medianoche cavando una fosa, vestida con un kimono rojo de seda y botas de goma negras.

Una vez afuera, olí humo. Cuando se me cerró el estómago, maldije el miedo que me produjo. En el primer año de psicología había leído la teoría de que las fobias principales son el resultado de la memoria hereditaria, que nuestros antepasados lejanos tenían buenos motivos para temerles a las serpientes y a las alturas, de modo que la evolución pasó esos miedos a las generaciones futuras. Tal vez eso explique el miedo que las brujas le tienen al fuego. Yo lucho contra él, pero al parecer no logro superarlo del todo.

Luchando contra el instinto, olisqueé el aire en busca de la fuente de ese olor. ¿Era el humo de una chimenea apagada varias horas antes? ¿Brasas todavía encendidas después de haber quemado basura la noche anterior? Mientras trataba de penetrar esa oscuridad con la vista, advertí también un resplandor anaranjado en el este, en el bosque que estaba al otro lado de la cerca trasera de casa. Seguramente se trataba de una reunión de jóvenes. Ahora que mejoraba el tiempo, los adolescentes locales parecían haber encontrado algo mejor que hacer un viernes por la noche que permanecer en el aparcamiento del centro comercial. Fantástico. Ahora la mano tendría que quedarse en mi casa hasta mañana por la noche. No me atrevía a enterrarla con todo aquel posible público cerca.

Cuando me di la vuelta para entrar de nuevo en la casa me llamó la atención el silencio reinante. Un silencio total. ¿Desde cuándo en sus fiestas los adolescentes permanecían sentados y en silencio alrededor de una fogata? Por mi mente desfilaron otras excusas para un fuego encendido por la noche. East Falls era una ciudad demasiado pequeña para albergar una población de personas sin techo. ¿Podría un fósforo o un cigarrillo encendido haber producido un incendio en el sotobosque? ¿Alguien podía estar quemando secretamente material peligroso? Sea cual fuera el origen de ese fuego, era preciso hacer algo al respecto inmediatamente.

Avancé de puntillas sobre el césped y me pregunté si me vería obligada a apagar otro fuego. Dos en una sola noche… ¿Una coincidencia? Por favor, que no sea una segunda Mano de la Gloria. Inspiré profundamente y traté de no prestar atención a la repugnancia que esa idea me producía. Si lo era, por lo menos yo la había visto antes que ninguna otra persona.

Al llegar a la cerca me alegró no haber cometido la estupidez de llamar a los bomberos. Allí, sobre el césped, había un círculo de velas negras alrededor de una tela roja con la cabeza de un macho cabrío bordada en ella. Era un altar satánico.

Con una imprecación, corrí a apagar las velas. Entonces vi que rodeaban un montículo cubierto de sangre. Durante un momento terrible e interminable pensé que se trataba del cuerpo de un chiquillo. Después vi la cabeza y comprendí que se trataba de un gato. Un gato desollado, una masa sin vida, hecha de sangre, músculos y dientes desnudos que parecían dibujar una amenaza sin labios.

Retrocedí ante aquel horror. Algo me abofeteó la cara, algo frío y húmedo. Mientras intentaba quitármelo de encima con desesperación, caí hacia atrás, y mi mano quedó atrapada en un aro pegajoso de goma. Reprimí un grito. Levanté la vista y vi contra qué me había golpeado: otro gato despellejado, éste colgado de un árbol, totalmente despanzurrado y con las vísceras que caían hacia afuera. Y lo que me rodeaba la mano era un trozo de tripa.

Logré liberarme de un golpe a tiempo para llevarme las manos a la boca y reprimir así un alarido. Caí de rodillas, jadeando, con náuseas y sin poder respirar. Tenía las manos cubiertas de sangre. Vomité. Durante varios minutos me quedé agazapada, incapaz de moverme.

– ¿Paige? -El susurro de Savannah flotó hasta mí desde el jardín trasero de mi casa.

– ¡No! -Le grité y me puse de pie de un salto-. ¡Quédate donde estás!

Corrí hacia ella y la sujeté justo cuando doblaba la esquina. Tenía los ojos abiertos de par en par y me di cuenta de que lo había visto todo, pero a pesar de ello la aparté de ese horrible espectáculo.

– Vamos, vuelve a casa -le dije-. Yo, bueno, tengo que limpiar todo eso.

– Te ayudaré.

– ¡No!

Silencio.

– Lo lamento. No quise… -Me di cuenta de que le estaba ensuciando la bata con vómito y sangre y me aparté. -Lo siento. Entra y límpiate. No, aguarda. Pon tu bata en una bolsa. La quemaré…

– Paige…

– Yo… me ducharé -tartamudeé-. Pero deja las luces apagadas. No enciendas ninguna. Ni la radio ni las luces ni nada. Tampoco abras las persianas y…

– ¡Paige! -Gritó Savannah agarrándome de los hombros-. Puedo ayudarte -dijo, pronunciando cada palabra como si a mí me costara entenderla-. Está bien. He visto antes esta clase de cosas.

– No, no es así. Entra y…

– Sí, te aseguro que sí. Maldita sea, Paige…

– No digas eso.

Savannah parpadeó y por un segundo tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.

– Yo sé qué significan esas cosas, Paige. Y también qué es una Mano de la Gloria. ¿Por qué sigues fingiendo que no lo sé?

Cuando se separó de mí, comencé a seguirla, pero una luz se encendió en la casa de al lado y me quedé petrificada. Mi mirada pasó de Savannah, que se alejaba, al resplandor de las velas a mis espaldas. No tenía tiempo de ir tras ella… no ahora. Leah había montado esa escena horripilante por una razón, y yo dudaba mucho de que se hubiera tomado todo ese trabajo nada más que para asustarme. La policía recibiría una llamada anónima: vayan a ver lo que hay detrás de la casa de Paige Winterbourne. Tenía que eliminar todo eso antes de que alguien fuera advertido.

A la izquierda del altar, una columna de humo se elevaba de un promontorio ennegrecido, y llevaba consigo el hedor de carne quemada. Cerré los ojos para recuperar un poco la compostura; después, me acerqué a ese montículo humeante y me agaché para observarlo. A primera vista no supe de qué se trataba. Tuve ganas de alejarme enseguida de allí, de buscar una pala y enterrar todo sin siquiera saberlo. Pero tenía que averiguarlo. De lo contrario, permanecería despierta toda la noche preguntándome qué se había quemado.

Tomé un palo y lo hundí en el montículo. Enseguida se desarmó y quedó a la vista una caja torácica. Oprimí una mano con fuerza sobre mis ojos y respiré hondo. El sabor de ese humo me llenó la boca y volví a vomitar lo que me quedaba en el estómago.

Oh, Dios, no podía hacerlo. Realmente no podía. Pero tenía que hacerlo. Era mi problema, mi responsabilidad.

Me obligué a mirar de nuevo esos huesos chamuscados y me esforcé en examinarlos con la mirada de un científico. Gracias a mis años de biología podía diferenciar entre la caja torácica de un bípedo y la de un cuadrúpedo. Ésta pertenecía a un cuadrúpedo. Para estar más segura la moví con el palo cerca del final de la espina dorsal, y apareció entonces un rabo. Sí, decididamente era de un animal. Probablemente, de otro gato. Muy bien, ahora podía ocuparme de eso. El truco era observarlo sin verlo realmente.

Permanecí un momento de pie examinando la totalidad de la escena. Mi cerebro procesó los detalles sin hacer ningún juicio ni permitir ninguna reacción. Sobre el altar improvisado había un cáliz lleno de sangre. Sí, eso era previsible. La Misa Negra era una inversión y perversión de la Misa católica. En un curso universitario sobre folclore yo había elegido los cultos satánicos como tema de mi examen trimestral, y en él me preguntaron si podían o no incluirse en la definición estándar de leyenda contemporánea, de modo que sabía qué buscar y qué necesitaba encontrar y hacer desaparecer.

Tendría que haber un crucifijo invertido… sí, allí estaba, colgando de un árbol. Me acerqué y lo bajé. ¿Pentagramas? No, parecían haber pasado eso por alto… Un momento, allí, dibujado en la tierra… Comencé a borrarlo con la bota y después utilicé un manojo de hierbas para que no quedaran marcas de pisadas. Las velas negras estaban sobre el altar. Muy bien, eso parecía ser todo.

A continuación necesitaba enterrar los cadáveres. Giré la cabeza hacia el gato eviscerado que colgaba del árbol. Me obligué a centrar mi mirada más allá del pobre animal para estudiar en cambio la forma en que estaba colgado para saber qué necesitaría para liberarlo, pero no pude evitar ver su cuerpo meciéndose con la brisa.

¿Qué clase de personas eran capaces, no sólo de matar un gato sino también de…? Volví a sentir náuseas y tuve que doblarme en dos. Esta vez mi estómago ya estaba vacío, así que fueron sólo arcadas y un hilo delgado de bilis. Escupí para sacarme ese regusto amargo de la boca y luego, todavía agachada, me limpié la cara. Después me dirigí al cobertizo en busca de una pala.

Veinte minutos más tarde había terminado de enterrar a los gatos y comenzaba a desmantelar el altar.

– ¿Paige?

El susurro de Savannah me hizo pegar un salto. Me di media vuelta y la vi corriendo por el jardín.

– Un coche está dando vueltas por la manzana -dijo-. Lo he estado observando por la ventana del frente.

Savannah tenía los ojos rojos. ¿Acaso había estado llorando? ¿Por qué yo lo estropeaba siempre todo? Antes de tener tiempo de disculparme, ella me agarró del brazo y me arrastró por el jardín.

Al entrar por la puerta de atrás, me vi de reojo en el espejo de la entrada. Tenía la cara, las manos y el kimono cubiertos de sangre, vómito y suciedad. Justo en ese momento, unos faros iluminaron las ventanas del salón. Y se oyó el sonido de un motor que se apagaba.

– Dios Santo -murmuré con la vista fija en el espejo-. No puedo…

– Yo estoy limpia -dijo Savannah-. Abriré la puerta. Tú ve a lavarte.

– Pero…

Sonó el timbre de la puerta. Savannah me empujó hacia dentro. Me agaché y corrí sin ser vista hacia el otro extremo de la casa.

Ted Fowler, el sheriff local, se encontraba de pie junto a la puerta de mi casa. Leah no se había contentado con marcar el número de la comisaría y dejar una llamada anónima en el contestador. Nada de eso; había llamado a Fowler a su domicilio particular para quejarse histéricamente por las luces extrañas y los gritos provenientes del bosque que había detrás de mi casa.

Fowler se había puesto una ropa que, por sus arrugas, parecía haber cogido directamente del suelo de su dormitorio para venir enseguida hacia aquí. Como recompensa a su esfuerzo, encontró los restos de un altar satánico apenas a unos tres metros del jardín trasero de casa.

Al amanecer, tanto mi casa como el jardín estaban repletos de policías. Al deshacerme de los cadáveres de los gatos había empeorado las cosas. Cuando Fowler encontró rastros de sangre y ningún cuerpo, su imaginación llegó a la peor conclusión posible: homicidio.

Puesto que East Falls no estaba preparada para algo tan grave como un homicidio, llamaron a la policía estatal. De camino, los detectives despertaron a un juez y le hicieron firmar una orden de allanamiento. Llegaron poco después de las cinco, y Savannah y yo pasamos las siguientes horas acurrucadas en mi dormitorio, respondiendo preguntas y escuchando el sonido de desconocidos que destrozaban nuestro hogar.

Cuando oí que abrían la puerta del horno, recordé que había puesto la Mano de la Gloria debajo del fregadero. Corrí hacia la entrada y después controlé mis pasos y entré en la cocina. Un agente registraba mis armarios mientras otro pasaba una luz especial sobre los contenidos de mi frigorífico. Me miraron, pero como no dije nada, continuaron su tarea.

Con el corazón latiéndome como un loco, esperé a que el que revisaba los armarios se alejara un poco. En voz muy baja lancé un hechizo. Era un tipo de hechizo de encubrimiento, capaz de distorsionar el aspecto exterior de un objeto. Si bien no habría funcionado en el exterior, donde estaba emplazado el altar satánico, sí conseguiría su cometido sobre aquel paquete.

Cuando el hombre abrió la puerta, pronuncié las últimas palabras y dirigí el hechizo al objeto que era preciso ocultar. Sólo que allí no había ningún objeto. La mano y la toalla habían desaparecido. El agente hizo una inspección somera y después cerró la puerta del armario. Me apresuré a volver al dormitorio.

– ¿Qué hiciste con eso?-le susurré a Savannah.

Ella levantó la vista de su revista.

– ¿Con que?

Bajé la voz un poco más.

– Con la Mano de la Gloria.

– La cambié de sitio.

– Espléndido. Gracias. Yo la había olvidado por completo. ¿Dónde la pusiste?

Rodó hasta quedar acostada boca abajo y volvió a concentrarse en la revista.

– Está a salvo.

– ¿Señora Winterbourne?

Giré sobre mis talones y me topé con el detective jefe de la policía estatal parado junto a la puerta de mi dormitorio.

– Hemos encontrado unos gatos -dijo.

– ¿Gatos?

– Tres gatos muertos enterrados a poca distancia.

Hice señas hacia Savannah y me llevé un dedo a los labios para indicar que no quería que se hablara de ese tema delante de ella. El detective se dirigió al salón, donde varios agentes se encontraban sentados en mi sofá y mis sillas, con sus zapatos embarrados sobre mi mesa. Me tragué la furia y miré al detective.

– ¿De modo que era sangre de gato? -pregunté.

– Eso parece, aunque debemos hacer pruebas para estar seguros.

– De acuerdo.

– Matar gatos tal vez no esté en la misma escala de un homicidio, pero es una ofensa muy grave. Realmente grave.

– Debería serlo. Cualquiera capaz de hacer una cosa así… -No tuve que fingir un estremecimiento al recordar el espectáculo de esos cuerpos mutilados. -No puedo creer que alguien haga eso… Alguien capaz de simular un altar satánico detrás del jardín de mi casa.

– ¿Que alguien lo ha simulado? -Preguntó el detective-. ¿Qué le hace pensar que no es un altar satánico de verdad?

– A mí me pareció muy real -dijo uno de los agentes mientras agitaba con la mano un bizcocho que se parecía sospechosamente a los que yo tenía en la alacena.

Había llenado de migas mi alfombra color marfil. Miré las migas, las pisadas de barro que las rodeaban, la estantería con mis libros y fotos y recuerdos convertidos en pilas de formas caprichosas, y sentí que algo se quebraba en mí.

– ¿Y usted afirma eso basándose en haber presenciado exactamente cuántos altares satánicos? -le pregunté.

– Hemos visto fotos -murmuró él.

– Sí, claro, fotos. Creo que probablemente habrá una foto auténtica que circula sin cesar por todo el país. Atención a todas las unidades. Tengan cuidado con los cultos satánicos. ¿Saben ustedes qué son los cultos satánicos? Son el fraude más grande que se ha perpetrado jamás en los medios norteamericanos. ¿Saben quién construye todos esos supuestos altares satánicos de los que oyen hablar? Los chicos. Adolescentes aburridos y furiosos. Y el ocasional homicida estúpido que ya está planeando su defensa. «El diablo me obligó a hacerlo». Altar satánico, un cuerno. Lo que ustedes han visto ahí atrás es una travesura… Una travesura muy, muy enferma.

Silencio.

– Por lo visto, usted sabe mucho sobre este tema -dijo uno de los agentes.

– Se llama educación universitaria. -Me dirigí después al detective-. ¿Piensa acusarme de algo?

– No, todavía no.

– Entonces salga de mi casa para que pueda limpiar la pocilga en que la han convertido.

Después de una breve admonición acerca de que no debía abandonar la ciudad y de sugerirme «tal vez le convenga buscarse un abogado», los policías se fueron.


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